En mitad de la oscuridad de mi cuarto, abro los ojos con un horrible presentimiento.
¡Joder! Me he quedado dormido. Voy a perder el tren.
Tras observar detenidamente el reloj durante 15 segundos y comprobar que no voy a mover las agujas hacia atrás mediante telequinesis, salto de la cama.
Y lo de "saltar de la cama" es un decir, por supuesto. Entre las prisas, la resaca y que aún estoy dormido, mejor dejarlo en un triste "me arrastro-me enredo con las sábanas-me tropiezo-me caigo" de la cama.
Mientras me doy una ducha express con el agua congelada con el objetivo de azuzar mi escasa actividad neuronal, los remordimientos azotan mi ya de por sí castigada mente.
Soy lo peor. ¿Cómo me he podido quedar dormido? Ayer no debí salir. Sufro de dipsomanía. Sólo me pasa a mí. No tengo remedio ni solución. Voy a perder el tren seguro.
Salgo del cuarto de baño a toda velocidad, y empiezo a hacer la maleta con lo primero que veo por mi armario. Sin orden ni concierto.
Me pongo unos vaqueros y un polo.
¿Dónde coño están mis zapatos?
En el fragor de la desesperada búsqueda, mi pie descalzo impacta con una fuerza brutal contra la pata de un extraño armario-cómoda que, no sé en qué momento, llegó a mi cuarto.
Fulmino al híbrido mutante de armario-cómoda con la peor de mis miradas, como si tuviera vida propia y todo fuera su culpa.
Desde el primer momento que entraste aquí, alterando la armonía de mi cuarto, supe que eras un intruso con las peores intenciones.
Pero no hay tiempo de enzarzarse en peleas con objetos inanimados. Tengo un tren que coger. Y no encuentro los zapatos.
Salgo del portal y la luz me pega una bofetada que acentúa mi dolor de cabeza.
Miro el reloj. No queda tiempo. Echo a correr.
7 minutos y medio más tarde, llego a la estación pulverizando el récord olímpico de "2000 metros con resaca y maleta a cuestas".
Ríete tú de Phelps y Bolt.
Quedan escasos minutos.
Últimos metros.
Vamos. Que lo conseguimos. Eres un titán. Eres un héroe.
Y sí. Logro llegar a tiempo a mi vagón, el cual, siguiendo la implacable Ley de Murphy, es el que se encuentra situado más lejos de la entrada.
Llego. Casi sin aliento, al borde del desfallecimiento y de una angina de pecho.
Me late hasta el hipotálamo.
El corazón, desbocado cual purasangre. Patapam, Patapam, Patapam.
Localizo mi sitio.
Sólo quiero dejarme caer en él y dormir. Dormir mucho.
Pero, como canta Quique González, la suerte es una ramera de primera calidad.
Y aquí no acaban los sobresaltos y las sorpresas desagradables. De hecho, acaban de empezar.
En una pirueta macabra del destino, mi asiento resulta ser uno de esos sitios compartidos con otras 2 personas delante.
Se masca la tragedia.
Seguro que me toca una señora con ganas de palique. O algún viejo conocido con el que me tengo que poner al día en las próximas 4 horas. O alguna adolescente berreando por el iPhone sus penas y tribulaciones sentimentales.
La cuestión es que ninguna guapérrima se va a sentar enfrente de mí en este vagón, como le ocurre a Cary Grant en "Con la muerte en los talones". Ese tipo de cosas no me pasan a mí.
Afortunadamente, aún no ha llegado el susodicho, lo que me da unos minutos para dormirme o, en su defecto, hacerme el dormido. Hasta llegar a Madrid.
Escondo mis demacrados ojos tras las gafas de sol, me pongo la música, y apoyo mi cabeza contra el cristal de la ventana.
Sólo me falta el cartel de NO MOLESTAR colgado de una oreja.
Sin embargo, pasados 15 minutos, algo impide que logre acabar de fundirme en un abrazo con Morfeo. Noto que algo me inquieta y perturba mi paz interior. Algo me impide llegar al ansiado Nirvana.
Mi sentido arácnido me dice que algo pasa. Algo malo.
Con un esfuerzo titánico, me bajo las gafas de sol y abro los ojos.
Y ahi está la causa de mi desvelo, enfrente de mí, mirándome fijamente, sin pestañear, observándome a través de unas enormes gafas.
El sujeto en cuestión tiene unos 6-7 años, lleva una camiseta a rayas manchada por todas partes de lo que parece Nesquik, y tiene a su lado una mochila de Bugs Bunny.
- ¡Hola! ¡Me llamo Lucas!...¿Estabas dormido?- me pregunta sin quitarme de encima unos ojos ridículamente agrandados por sus lentes.
Gruño.
- No, qué va. Estaba con los ojos cerrados y en un estado total de inconsciencia. Pero no, no estaba dormido- respondo fríamente
-¿Cómo te llamas?- me pregunta, haciendo caso omiso de mi sarcasmo.
Silencio.
Miro en derredor.
¿Dónde está la madre de este niño?
- Avísame cuando lleguemos a Madrid- le digo y me vuelvo a colocar en la posición de NO MOLESTAR.
Por favor. Por favor. Por favor, Señor. Haz que no vuelva a hablar en el viaje y que me deje dormir. Por favor. Por favor.
Cuando llevo escasamente 17 segundos con los ojos cerrados, Lucas decide hacerme una pregunta, que debe considerar de vital importancia, a juzgar por el énfasis que pone al formularla.
- ¿Estás casado? ¿Tienes hijos?
Suspiro.
Profundamente.
Muy profundamente.
- NO.
-Pero si ya te sale barba- me responde, bastante contrariado.
- ¿Y? ¿Qué coño tiene que ver una cosa con la otra, Lucas?- respondo, ciertamente irritado.
Lucas se ríe tímidamente por el taco que acabo de soltar. Se le caen las enormes gafas. Las coge, llena los cristales de huellas dactilares, y se las vuelve a poner.
- ¿Y a mí?...¿ A mí cuando me va a salir barba?- me pregunta, inclinándose hacia mí y mostrándome su labio superior.
- ¿Pero tú qué quieres? ¿Afeitarte o tener novia?
- Afeitarme...- me responde, como si le acabara de hacer la pregunta más obvia del mundo.
Lucas, por lo visto, viaja solo y hay una azafata pululando encargada de él. Le trae el desayuno. Lucas viaja como un señor.
- Veo que te has hecho un nuevo amigo, Lucas. Os podéis contar lo que os habéis pedido a los Reyes estas navidades. O podéis hablar de chicas.
Y se ríe sola.
Vaya, parece que la azafata ha desayunado payaso esta mañana.
Mientras Lucas engulle su desayuno con la elegancia de un gorrino espídico, me va haciendo un pormenorizado inventario de su carta a los Reyes Magos.
Cuando por fin acaba, y tras unos escasos minutos de gloriosa paz y sosiego, Lucas comienza a rebuscar algo en su mochila.
De pronto, saca un sobrecito de plástico con algo dentro.
-¡Mira!- me dice, lleno de júbilo.
Enfoco la vista y trato de identificar el contenido del sobrecito de plástico.
No puede ser.
No
puede
ser.
¡Dios! ¡Es un diente! ¡¡¡UN DIENTE HUMANO!!! ¿¿Por qué me lo enseña?? ¿¿Por qué esa necesidad de compartir algo tan repugnante conmigo?? ¿¿Qué clase de perturbado es este niño??
- Es que se me cayó hace una semana, y lo llevo a casa para el Ratoncito Pérez- y me sonríe haciéndome ver el hueco en su dentadura, dónde debía ir el diente caído en combate.
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
-¿¿Lo quieres ver??- pregunta, como si ver su diente fuera la cosa más fascinante del mundo.
- ¡NOOO! Ni se te ocurra sacar esa cosa d...
Pero ya es demasiado tarde. Ahora tengo el diente de un niño de primaria en mi mesa, rozando mi iPhone.
Esto no está pasando.
Tras rechazar 3 veces su generosa invitación a cogerlo, e incluso a quedármelo, lo vuelve a guardar en su mochila.
Sin recuperarme todavía del susto me suelta:
- Cuéntame una historia-
- ...¿Qué?...
- Mi primo Antonio siempre me cuenta historias cuando viajo.
- Ya ...¿pero es que me parezco yo a tu primo Antonio?- le respondo cortante.
- No...porque él tiene más barba y mujer- responde él.
Touché. Este niño es la semilla del Diablo.
- Una historia y nos dormimos, ¿vale? Y como no me dejes dormir, te tiro por la ventana, Lucas. Avisado quedas. Te tiro por la ventana.
Lucas está emocionado. Pero no es menos cierto que no sé qué coño contarle. Empiezo a rebuscar en mi cerebro historias de cuando era pequeño. De pronto doy con una que me encantaba. Una historia de mitología griega sobre cómo Perseo mató a la temible Medusa.
Pero no me acuerdo de la historia bien, así que se la mezclo un poquito con Troya, el Hobbitt, 300, Gladiator y El Señor de los Anillos
Total, tiene 6 años...
Me recreo en las escenas de batallas más sangrientas para deleite de mi entregado público.
Cuando termino mi historia improvisada, Lucas está entusiasmado, e implora que le cuente alguna más.
- Otro día Lucas. Ahora...a dormir- digo cerrando los ojos, sin poder evitar esbozar una maliciosa sonrisa de satisfacción.
Supera eso, primo Antonio.
Tras tratar de dormir 14 minutos, Lucas me despierta con otra de sus preguntas trascendentales.
- ¿Quién es mejor? ¿Messi o Cristiano? Yo creo que...
Pero ya no puedo más, y antes de que siga divagando solo, me quito las gafas, y le digo muy serio:
- Mira Lucas...ERES MUY PESADO. Te estoy diciendo que quiero dormir y te da igual. !DÉJAME EN PAZ, por favor!
Lucas me mira un instante y, acto seguido, con los ojos acuosos y un ligero temblor en la barbilla, se pone a mirar por la ventana.
- ...Perdona...es que me da un poco de miedo viajar sólo...
Y se pasa fugazmente, como para que no le vea, el dorso de la mano sobre una lágrima con vocación de suicida que se precipita mejilla abajo, sin dejar de mirar ni un instante por la ventana.
Se me congela la sangre. Una garra oscura me estruja el corazón hasta dejarlo sin una gota. Un huracán arrasa mi interior.
Soy un ogro.
Soy un monstruo sin corazón.
Soy Gargamel.
Soy peor que Herodes.
- Oye, Lucas...perdóname, tío – le digo.
Lucas asiente con la cabeza, sin decir nada.
- Venga, te invito a comer algo
Ya me mira, un poco más contento, y me acompaña a la cafetería.
El camarero nos atiende mientras observo los diferentes bocadillos en un tablón.
- ¿Qué te pongo campeón?- pregunta el camarero.
- Puesss...un bocadillo de jamón, por favor- respondo sin dejar de leer el tablón
Para mi sorpresa y mayor vergenza, lo de "campeón" no iba dirigido a mí, por supuesto, sino a Lucas.
El camarero se me queda mirando fijamente como diciendo "Hablaba con el niño, no contigo, pringado".
Pago la nutritiva comida de Lucas (2 donuts, un phoskito y una Coca-Cola) y nos sentamos a hablar.
Y hablamos de barbas, novias, perros (tiene un pastor alemán llamado Nano), de fútbol, de cine (presume de haber visto más de 100 veces Los Increíbles, hazaña que puse en duda, y que me rebatió citando diálogos de memoria), de su campamento, de su diente, del Ratoncito Pérez que siempre le deja 30 euros (no parece que le afecte la crisis a su Ratoncito Pérez), de patatas fritas (su plato favorito) ,de natación, de su padre que toca el violín y de su hermana pequeña
- ¡Lucas!...! ¡me has dado un susto de muerte!...¡Te llevo buscando un rato!- dice una azafata que aparece por la puerta.
Y me fulmina con la mirada, como si yo fuera el mismísimo secuestrador de Madeleine.
- Venga, que ya casi hemos llegado. Te llevo con tu madre que te estará esperando ya- y le da la mano a Lucas.
Y justo cuando se está yendo, se me acerca, me tira del polo hacia abajo, y me da un abrazo y un beso en la mejilla.
- Adiós. Y perdona por haberte despertado. Y no le digas a nadie que me da miedo viajar solo.
Y me echa una mirada con sus enormes gafas.
Y yo, con la voz un poquito quebrada, sólo puedo decir:
Hasta luego, Lucas
El guardián entre el centeno
Sígueme en Twitter: @guardian_el_