Este tiempo plácido del retorno a los cuarteles del invierno es el tiempo bueno para la recapitulación, para el recuento de lo que ya pasó y de lo que aún está por venir.
Café de artistas y otros cuentos – Camilo José Cela
Nieva en Madrid y se siente ligeramente mareado, como si un gigante estuviera agitando una de esas bolas de cristal que algunos traen como souvenir de Nueva York.
Entra en el portal de su casa, sacudiéndose la nieve del abrigo. Tomás, el portero, deja sobre la mesa su decimoquinto libro de Stephen King, con mucho cuidado para no perder la página en la que se queda.
Cualquier día éste se vuelve loco con tanta novela de terror, como El Quijote, y nos sale con un hacha y nos descuartiza a todos.
Tomás sale a su encuentro raudo y expeditivo, contundente, tal y como haría Pepe ante un slalom de Messi.
Vaya día, eh.
Sí, sí, menudo día, madre mía.
Je, je.
Je, je.
Aquí tienes la correspondencia.
Gracias, Tomás.
En lugar de usar el ascensor, decide subir las escaleras a pie y así hacer entrar en calor sus entumecidas piernas. Sube los escalones de dos en dos. Como siempre ha hecho desde niño. Old habits die hard.
Entra en casa y deja las llaves en un mueble de la entrada al tiempo que, a tientas, trata de dar con el interruptor. Echa un vistazo a las cartas mientras se va desprendiendo de su kilométrica y asfixiante bufanda, una especie de anaconda de lana. Los guantes se los quita con ese proceso tan poco elegante como socorrido: primero usando los dientes, y luego sacudiendo enérgicamente la mano, como si en vez de un guante se quisiera quitar de encima un alacrán.
Extractos del banco. Facturas. El gimnasio. The Economist. Publicidad de un nuevo restaurante japonés. Canal +. El Corte Inglés.
Y de pronto, ese sobre. Ese maldito sobre.
Un horrible presentimiento le recorre el cuerpo.
ZAS.
Siente como si una de esas perfectas katanas de Kill Bill le atravesara el corazón, de lado a lado. El plato del día, caballeros, brocheta de corazón.
Toca el sobre como si fuera una bomba. Ese sobre de textura impecable. La letra, de trazo grueso pero tan bonita como elegante, en negro, como de una imprenta del siglo XVI.
O es una invitación a una cacería con Carlos V en el castillo de Torgau, o es una invitación a una boda, piensa.
Se inclina por lo segundo.
Mira el remitente.
Suspira.
El corazón en los talones.
Incendios de nieve.
Se temía que fuera ella.
Lo rompe. Lo rompe como algún día rompió sus medias.
Observa el tarjetón. Ese papel grueso. De un color crudo. La poca luz que hay en ese momento le da un toque aún más elegante. Sutil. Impecable. Por un momento se siente tan abatido como Patrick Bateman al ver las tarjetas de sus colegas banqueros en American Psycho.
Y lee.
¿Cómo es posible que me haya invitado?
¿Por qué?
Lee el nombre de ella. Otra vez. Ese nombre que le hacía dar un respingo un tiempo. Ese nombre con el que le hizo un disco de canciones. Ese nombre.
Y lee el nombre de él. Y sus apellidos. Sus múltiples apellidos, largos, como de otro tiempo, separados por un sinfín de guiones y preposiciones.
¿Pero con quién coño te casas? ¿Con un puto templario? He visto elfos en el Señor de los Anillos con un árbol genealógico menos denso que este tipo.
¿Pero por qué me invitas?
La última vez que se vieron fue en Serrano, una mañana de septiembre bastante primaveral, lo que suele ser bastante desconcertante. Ella salía de Le Pain Quotidien. Un brunch para la resaca, dijo, quitándose las gafas sol y dejando ver unas ligeras ojeras malvas. Hasta las ojeras eran elegantes en ella. Pero a él eso del brunch le sonó como rascar en la pizarra con las uñas. Sigues odiando esa palabra, observó atenta. Y él se rió. Old habits die hard, pensó. Ella llevaba unas bailarinas, lo que le hacía un poquito más baja, y dejaba entrever esa hendidura entre el dedo meñique del pie, separando el otro. Ese territorio por el que él hubiera matado y clavado su bandera frente a otros. Porque mi patria son sus caderas. Sus labios mi bandera, le cantaba cuando estaban bien. Que apenas fueron semanas. Pero qué semanas.
Oye, que me caso, le dijo ella.
Y él sonrió. Sonrió por no llorar. Sonrió sardónicamente. Sonrió como una azafata comunicando a los pasajeros que su avión se va a estrellar. Sonrisa de funeral. Sonrisa de rigor mortis. Sonrisa de bandera blanca desde las trincheras.
Por esa sonrisa. Me invita por esa estúpida sonrisa. Debo ser mejor actor de lo que sospechaba.
Una vez se encontró a sus amigas en un bar. Estaba conmigo. Estaba borracho. Preguntó por ella. Por preguntar. Como se pregunta por el tiempo o por el trabajo. Tranquilo, el tiempo lo curará todo, le soltó una. Filosofía de galletas de la fortuna. ¿Eso dónde lo has leído, en la Superpop? Mirada de odio. Mira, la vida no es un puto yogur con una fecha de caducidad. El amor no se consume preferentemente, el amor te consume. Que te enteres. Y se hizo un silencio tenso. El silencio loco.
Ciclogénesis explosiva de recuerdos.
El tiempo es un huracán.
Vuelve a ver la invitación.
Ahora siente frío.
Pero no viene de la calle. Viene de dentro. De dentro de él.
Como cuando era pequeño y su padre le echaba la bronca. Como cuando caes en la cuenta de que has perdido la cartera. Como cuando aprendiste que Michael J. Fox no se convertiría nunca en hombre lobo, ni regresaría más al futuro. Como cuando ya nadie te llama desde la ventana para que dejes de jugar en la calle y subas a cenar de una maldita vez. Como cuando le dijeron que su abuelo había muerto.
Ese frío. Ese inconfundible frío.
Abre la ventana. Sigue nevando. Inspira aire por la nariz. Echa un último vistazo a la invitación. Hace un avión con la tarjeta y lo lanza al vacío. Hace un pequeño tirabuzón, meciéndose en el aire con cierta gracia, para luego caer en picado, a una velocidad admirable.
Y piensa que no deja de tener cierta ironía que el de ella sea de los pocos aviones volando bajo ese temporal.
Old habits die hard.
Y cierra esa ventana.
Para siempre.
El guardián entre el centeno
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