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El curioso incidente de la Mano Loca

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Muchas veces me preguntan cómo y en qué momento me dio por empezar a juntar letras. Que de dónde salió esta afición mía por plasmar en un folio las tonterías que se me pasan por la cabeza, que son muchas y muy variadas.

Supongo que otros como yo dirán que empezaron a escribir tras leer el Ulises de Joyce o cuando cayó en sus manos una Olivetti heredada y las yemas de sus dedos sintieron ese irrefrenable impulso de ametrallar sus teclas.

Yo debo ser algo más cafre porque sé perfectamente que empecé a escribir a raíz del incidente de la Mano Loca.

Sí, de la Mano Loca.

Todo ocurrió  durante una mañana de hace mucho tiempo, apenas contaba yo con siete u ocho años, cuando decidí que no podía pasar ni un minuto más de mi vida sin poseer la Mano Loca. La Mano Loca, para la generación de Crepúsculo y el tal Bob Esponja, era un juguete muy popular entre los niños ochenteros. Se trataba de una tira fabricada con un material incomprensiblemente viscoso, pegajoso y probablemente tóxico, en cuyo extremo había una mano. La gracia del artilugio (si es que tuvo alguna gracia este absurdo invento) consistía en ir estirándola y pegándola por todos lados, como si de la viscosa lengua de un camaleón se tratara.

En fin, una repugnante estupidez que causó furor entre los jóvenes más tarados de la época. Era absurda, pringosa, viscosa y de un color estridente: lo tenía todo para triunfar entre aquella generación.

Y, como no podía ser de otra manera, yo fui un fan incondicional de la Mano Loca. Porque a tarado no me ganaba nadie.

Me compré la Mano Loca en el quiosco de Miguel y, dada mi naturaleza obsesivo-compulsiva, me pasé el día entero con ella. Me tomaba el Cola-Cao con la Mano Loca, atizaba a mi hermano Álvaro con la Mano Loca, intentaba acercarme el mando a distancia con la mano loca y hasta me metía en la ducha con la maldita Mano Loca. En cuestión de horas, tras ir pegándola por todos lados, la dichosa tira elástica adquirió una textura de lo más repugnante. De un simple manotazo aquel artefacto te podía contagiar la rabia y el tifus.

Pero yo era feliz. Era feliz como un cerdo en un barrizal, oigan.

No tardó mi madre en reparar en el zoquete de su hijo enredando todo el día, de aquí para allá, con aquel repulsivo instrumento y me advirtió, con voz solemne, que ni se me ocurriera, que-ni-se-me-pasara-por-la-cabeza, entrar con aquella asquerosidad en mi cuarto, recién pintado y redecorado por aquellos días. Al final vas a acabar manchando algo. Tiempo al tiempo, me dijo con ese tono premonitorio que tienen las madres para las tragedias.

Por supuesto, tan rápido entró la advertencia por mi oído, salió por el otro, y me puse a hacer el indio con la mano loca por mi cuarto. En un momento dado y de forma inexplicable (aún sigo dando vueltas en mi cabeza a aquel trágico momento), la mano loca salió disparada de entre mis dedos, a una velocidad cercana a la velocidad de la luz, y fue a parar, caprichoso destino, a la pared recién pintada de azul.

¡PLAF!Ahí que se quedó petrificada, inmóvil, la muy asquerosa, como el coyote cuando se estampaba contra una pared en los dibujos animados. Se pegó como nunca se había pegado a nada.

Me quedé paralizado un cuarto de hora, observando aquel desastre. Me acerqué a cámara lenta a la pared y procedí al levantamiento de la Mano Loca, para comprobar, con horror, que una mancha espantosa, grotesca, descomunal, en forma de mano loca estirada, decoraba en ese momento la pared azul, recién pintada, impoluta, de mi cuarto.

Presa del pánico, corrí al cuarto de baño, empapé una toalla en agua y procedí a frotar la pared, como si fuera una mancha pantalón vaquero. Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, debí pensar.

Ojalá me hubiera detenido a pensar un poco en lo que estaba haciendo.

Al terminar la mencionada operación, propia de una mente privilegiado como la mía, había logrado empeorar la situación en un 300%. Bravo. Me alejé, para coger un poco de perspectiva y pude comprobar, con estupor y temblores, cómo una mancha gigantesca, como una de las caras de Bélmez, decoraba la pared de mi cuarto, justo debajo de mi póster de Tintín y El Secreto de Rackham el Rojo.

En un momento de desesperación no se me ocurrió otra cosa que ir al salón, arrodillarme y rezar 5 padres nuestros para que  una intervención divina hiciera desaparecer la mancha de la pared. Entregaría mi vida al Señor, me metería en un seminario y llevaría una vida de ora et labora. Pero, por favor, por favor, por favor: que esa mancha gigantesca desapareciera.

Volví a mi cuarto lleno de esperanza y, por supuesto, la mancha continuaba. De hecho, hasta la veía más grande. Estaba claro que aquí se abrían las aguas del Mar Rojo y se convertía el agua en vino para algunos pero para otros no se lograba hacer desaparecer una simple mancha de la pared. Cuestión de preferencias, supuse.

Era hombre muerto. Finito. Kaputt. A dead man walking.

Y es que, para entender la situación, he de aclarar que mi madre no era (ni es) un madre al uso. En mi casa nunca hubo Nocilla, ni me daban dos Petit Suisses, ni me esperó jamás tras un entrenamiento de fútbol con un bocadillo. Mi madre era una madre dura, de las que te enviaban al colegio con 39 de fiebre con un "eso no es nada" y te echaba broncas legendarias como se te ocurriera plantarte en casa con unas notas que no fueran dignas de un aspirante a entrar en la NASA. En mi casa había cuadernillos Santillana, libros y. como te despistaras, te metían a una clase de algo. La tele estaba terminantemente prohibida (salvo para los partidos del Real Madrid, por un decreto-ley paterno) y las videoconsolas era consideradas como un elemento enviado por el mismísimo demonio.

Mi madre, como más de un lector ya habrá sospechado, era profesora.

Y yo, en aquel momento, hombre muerto.

Esa tarde, sin mi madre en el radar, salí de casa porque había quedado con unos amigos para jugar al fútbol. Pero andaba ensimismado, como un condenado a muerte disfrutando de los últimos estertores de su libertad. Olía las flores y miraba al sol como si fuera la última vez que fuera a hacerlo en años. Tenía reflexiones profundamente filosóficas, elucubrando si mi incidente con la mano loca había sido algo determinista. ¿Se pudo evitar? ¿O aquella mano loca estaba destinada a acabar estampada en aquella pared azul?

Mis amigos, que me veían abatido, trataban de tranquilizarme: "tranqui, tío, que seguro que no te echa mucha la bronca". Cabizbajo, hundido, consciente de lo que me esperaba, yo les decía: "Vosotros es que no conocéis a mi madre. Va a tener que llamar a Jose el Pintor. Y luego me va a matar".

Además el tema estaba calentito porque había vuelto a hacer a mi madre, pocos días atrás, mi broma estelar, desoyendo su terminante prohibición, consistente en meter en su cama una tarántula que tenía de juguete, de tamaño real- Era una reproducción inquietantemente parecida (no sé quién diablos me compró aquel horror. Seguramente, la ingenua de mi madre). Hábilemente, introducía aquel asqueroso simulacro de arácnido en la cama de mi madre y esperaba, como un terrorista doméstico, a escuchar el alarido de pánico de mi madre atravesando tabiques cuando abría su cama o tocaba con los pies aquel bicho.

Hay veces que me pregunto cómo no maté a mi pobre madre de un infarto.

Volviendo a la noche de autos, tras estar jugando al fútbol con mis amigos, no me quedó más remedio que volver a casa y esperar mi ejecución. Me encontré, para mi sorpresa, con que mis padres se estaban preparando para ir a cenar por ahí y mi madre no había reparado en el estropicio. Mientras se ponía los pendientes, tanteé con sutileza el tema y respiré aliviado al comprobar que aún vivía en la ignorancia. Podía seguir prolongando mi mentira. De hecho, podía aprovechar su cena para escapar por la ventana, sacarme un billete en el Ferry enfrente de mi casa y empezar en Dover una nueva vida, donde no hubiese cuartos recién pintados ni manos locas.

Sin embargo, desquiciado por la presión de mi acto, cogí lápiz y papel y por no disponer del Working Capital necesario para emprender una nueva vida en Inglaterra, escribí un folio y medio mi confesión, con la letra piojosa y horrible que aún tengo, aduciendo la naturaleza indómita de la mano loca, señalando como culpables principales del incidente a los fabricantes de las manos locas, al vendedor del quiosco, a la teoría de la gravedad de Newton, a la sociedad y alegando que, en el fondo, ¿qué era una mancha en una pared recién pintada comparado con el inmenso amor de un hijo a una madre? No podíamos dejar que una triste Mano Loca enturbiara aquella relación materno-filial. Cerré la carta tirando del peloteo más rastrero y acabé enviando un abrazo a mi padre (mucho más fácil de compadecer que mi madre) y me fui zumbando a la cama.

Por supuesto, al día siguiente, nada más levantarme, mi madre fue directa a mi cuarto para hacer el balance de los daños. Y, como no podía ser de otra forma, me cayó una bronca legendaria. Aún retumban los ecos de aquellos gritos por las paredes de aquel cuarto.

Sin embargo, cuando madre me habló de aquella carta de confesión que le había escrito, de mi triste intento de defensa, de mi desesperado alegato, noté en sus ojos un brillo, un algo, un no-se-qué, una forma de mirarme, una sonrisa en sus pupilas, un trazas de cierto orgullo, una llama como de curiosidad hacia aquel cenutrio de la Mano Loca que  tenía por hijo.

Desde entonces, la verdad es que sólo escribo con la ilusión de ver ese chispazo, ese no-se-qué, en los ojos de quien me lee.


A mi madre, a quien, a pesar de sus insistencias, no dejo leer nada de lo que escribo.

Pd: lo de la tarántula fue cosa de Álvaro.

El Guardián entre el Centeno

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