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Channel: Manual de un buen vividor
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Oye, que me caso

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La primera vez me casé por la Iglesia; la segunda, por lo civil;
si hay una tercera ocasión, será más realista que lo haga por lo penal.


José Luis Alvite

Nos sirvió para el último gramo
el cristal de su foto de boda 


Joaquín Sabina


No. Que nadie se confunda. Yo no me caso. No me cogerán vivo. Aún.

A día de hoy, mi boda es algo tan inminente como el desarrollo de vida humana en Marte: primero que vaya Curiosity, nos cuente la experiencia y ya, si eso, nos animamos.

Siempre me meto en el agua el último de mis amigos y, si alguno me dice que está congelada, doy media vuelta, me bato en retirada y salgo corriendo de vuelta a la toalla. Llámenme cobarde. Yo prefiero el término prudente. Espero, eso sí, no protagonizar una espantada similar camino del altar si alguna insensata decide casarse conmigo. Con el chaqué se corre peor.

Es lo que hay. Veo el asunto de la boda como algo lejano. Muy lejano. Lejanérrimo. Lejano en plan "¿eso que brilla en el cielo es una estrella, un avión o un meterorito que se aproxima a la Tierra?". Lejano como Mordor respecto a la comarca de los hobbits. Lejano como cuando te dicen que el sol se apagará dentro de 5.000 millones de años y la especie humana se extinguirá. Así de lejano.

Tampoco es algo de extrañar si tenemos en cuenta que soy una persona que atraviesa graves crisis existenciales hasta para elegir una película en el videoclub: "¿Es esta la película que realmente quiero? ¿Y si me canso a la mitad? ¿Es Clint Eastwood el director de mi vida? ¿Y si me estoy perdiendo otras magníficas películas?". No quiero ni pensar en las vueltas que le podría dar a una decisión que consiste en compartir absolutamente todo con otra persona durante-el-resto-de-mi-vida-en-la-salud-y-en-la-enfermedad-hasta-que-la-muerte-nos-separe.  

Uf. Me bajo a por un gintonic al Shuzo´s, que estoy empezando a hiperventilar sólo de pensarlo.

Ya estoy. Sigamos.

Les cuento todo esto porque, en las últimas semanas, varias personas de mi entorno me han anunciado, a traición y por la espalda, que se casan. Así, sin pedirme permiso, ni nada. De buenas a primeras. Oye, que me caso. Es como si la gente hubiera aprovechado el verano para sentar la cabeza y tomar este tipo de decisiones en vez de hacer lo lógico y normal: tomar el sol, emborracharse a base de mojitos en cualquier chiringuito de mala muerte y cantar "Quiero rayos de sol" con un vaso de plástico metido en el bolsillo de la camisa a modo de pañuelo. Lo propio, vamos.

¡Casarse! ¡Válgame Dios! Supongo que a mí no me ha debido llegar esa señal, todavía. 

Sí, yo es que siempre he sido de señales. La cuestión es que, por ejemplo, si estoy en una librería echando un vistazo a las novedades  y, sin querer, tiro al suelo un libro sobre el que he leído algo recientemente, donde la gente normal vería una mera coincidencia, yo lo interpreto como una señal cósmica que me está diciendo que Tengo Que Leer Ese Libro. Y me lo compro.

Sí, así de imbécil puedo llegar a ser en mi día a día. Y me pasa con otras muchas cosas: 

Si encesto desde aquí esta servilleta en la papelera, llamo a esta chica.

Si sale cara 5 veces seguidas, el Real Madrid gana la Liga al Bara.

Si meto este cacahuete en la cerveza de mi amigo, salimos esta noche... y si no, también.

Ya ven ustedes: una forma como otra cualquier de llevar las riendas de tu vida.

Así me va.

De este modo, siempre he pensado que si algún día conozco a la mujer de mi vida, me llegará algún tipo de señal. Algo discreto: la señal de Batman iluminando el cielo mientras cenamos o, tal vez, un coro de ángeles bajado del cielo con trompetas cantando el Ave Maria de Schubert. Y sí, entonces, sabré que estoy listo para casarme. Pero eso no ocurrirá hasta que el sol se apague y esas cosas. Hasta entonces: marcha, marcha, queremos marcha, marcha (Rosario dixit).

Mientras digería estas noticias de casamientos, he estado analizando cómo viven las bodas ellas y ellos. Y no descubriré la pólvora aquí si les cuento que, hombres y mujeres, tenemos una percepción bastante distinta sobre el asunto en cuestión.

La primera vez que reparé en esto fue una tarde de verano en la que fui arrastrado al cine, contra mi voluntad , como un niño al que llevan a la guardería y se agarra con uñas y dientes al marco de la puerta, a ver "Sexo en Nueva York" (la primera, por supuesto, que para enfrentarme a la segunda parte aún no he reunido el coraje suficiente).

En una escena, Carrie, esa heroína femenina del siglo XXI que se alimenta a base de Cosmopolitans y Manolos, es plantada en el altar por el tal Big. Y les confesaré que, en ese momento, me entró un leve ataque de risa floja en la sala.

A juzgar por las miradas despiadadas que me lanzaron las espectadoras femeninas situadas a mi alrededor, intuyo que fui el único que encontró esta escena graciosa. 

¿Qué quieren que les diga? El tal Big me pareció, por una vez, un tipo sensato y cabal huyendo lejos de ese cuarteto de desequilibradas. 

A la salida, la chica con la que fui a ver la película me soltó un solemne a la par que inquietante: si en mi boda el novio me hace eso, le arranco el corazón y se lo doy de comer a las patos del Retiro.

No volvimos a quedar.

Las bodas son divertidas. Por supuesto. No seré yo quien ponga reparos a asistir a una fiesta con barra libre y chicas con vestidos espectaculares.

Pero no deja de sorprenderme la histeria colectiva que rodea la organización del asunto y el desorbitado gasto en el que se incurre para cerrar el menú, las copas, el vestido, el traje, los coches, la música, los decoradores, las flores, la carpa, el mago, el DJ, el fotógrafo, los músicos y demás extras que hacen que uno ya no sepa si está acudiendo a una boda o al Circo del Sol.

Es tal el ansia por innovar y convertir la boda en un "momento único, especial y original" que a servidor ya no le impresionaría ir a ver cómo se casan unos amigos y que de repente entraran los novios en la iglesia a lomos de un unicornio rosa.

Las películas son las culpables de esta absurda espiral en la que nos hemos visto envueltos de repente.

Pero, oigan, faraónicas bodas aparte, estoy encantado con estas noticas. Me alegra profundamente que mis amigos se casen.  

Y brindaré desde mi mesa, con mi gintonic, por los novios, disfrutando desde la distancia y en cierta soledad de esa obra de teatro que formamos todos los invitados.

Tal y como escribió el siempre genial Hernán Casciari:

En las fiestas de casamiento yo soy el que se queda solo, sentado a un costado de la mesa, mientras los demás bailan fingiendo que son un trenecito. Yo soy ése porque en la vida hay roles que debemos cumplir. Alguien debe ser el borracho que da vergenza ajena, y alguien tiene que ser la yegua omnipresente con el vestido rojo, y alguien tiene que ser el novio, y alguien tiene que ser la bisabuela que fuma, y alguien tiene que ser un primo que vino desde Boston especialmente a la boda. Yo soy el aburrido de la mesa del fondo. Y no me quejo.

Yo también soy ese tipo.

Antes de despedirme, les confesaré que, de vez en cuando, no crean, sí que he pensado en cómo sería mi boda. No tengo claro ni dónde, ni cuándo, ni con quién, por supuesto.

Pero de lo poco que tengo claro es que sonará el Estadio Aztecade Andrés Calamaro, esa canción que siempre ha estado sonando en momentos trascendentales de mi vida.

Y, tal vez, cuando entre la novia por el pasillo, suene en mi cabeza el Ave Maria de Schubert.

Pero sólo tal vez.

Yo es que siempre fui de señales.

Que vivan los novios

El guardián entre el centeno
Sígueme en twitter: @guardián_el_


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