Hace unos días en Mallorca, a eso de las tantas, en la terraza de una discoteca de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, una chica morena, muy guapa, con un par de eclipses por ojos, apuraba su cigarro mientras me decía:
No me puedo creer que no tengas Facebook. Tienes que abrirte una cuenta. Pero ya. Sin Facebook, hoy en día, es como si no existieras.
En honor a la verdad diré que, en ese preciso instante, me habría abierto cuenta en Facebook, alistado en una brigada de paracaidistas en Afganistán y vendido mi alma al diablo si ella se hubiera quedado un rato más.
Pero se acabó yendo.
Siempre se acaban yendo.
Al día siguiente, esperando de empalmada en el aeropuerto de Palma mi vuelo (una experiencia tan placentera como beber lejía), me puse a mirar mi iPhone y a pensar en lo que me había dicho aquella chica morena sobre Facebook y en lo mucho, muchísimo, que ha cambiado nuestra forma de comunicarnos en apenas unos años.
La estampa debía ser tremenda: servidor, con las gafas de sol puestas, una resaca monumental, mirando absorto durante 10 minutos su teléfono con la misma cara que pone House cuando descubre que su paciente no tiene realmente lupus, sino alguna otra enfermedad rarísima.
Hace no mucho, las cosas eran diferentes. No sé si mejores o peores. Pero diferentes.
Hubo un tiempo en el que para invitar a una chica al cine tenías que armarte de valor, descolgar el teléfono y llamar a su casa. Aquello era una prueba de fuego.
Yo, que siempre he sido muy imbécil para estas cosas, iba a enamorarme continuamente de chicas con el mismo modelo de padre: muy serio, con bigote, voz ronca y de nombre Leopoldo, Aquilino o algo similar, cazador y con cabezas de corzos en el salón de casa. Muy tranquilizador todo.
Llamar por teléfono era una experiencia dantesca. Marcabas el número y esperabas respuesta, con el corazón galopando en el pecho como un corcel árabe:
- Dígame - y ahí estaba Leopoldo, con ese inconfundible tono de "me acabas de levantar de la siesta, bastardo".
- Mmm...Holaquétalbuenastardescómoestá... ¿Podría hablar con Paloma, por favor? – y ahí estabas tú, rezumando pánico.
- ¿Con Paloma? – pronunciado muy l e n t a m e n t e. Con voz de psicópata. Con esa mezcla entre Hannibal Lecter y Darth Vader. Como si de repente no le sonara de nada el nombre de su hija. Paloma. Como si les estuvieras preguntando por el ave. Como si le estuvieras hablando en puto latín. Relamiendo las palabras. Una a una.
Y cuando por fin lograbas hablar con la chica en cuestión para ir al cine, te imaginabas a su padre, sentado en una mecedora a escasos centímetros de ella, haciendo como que estaba a lo suyo, sacando brillo a su rifle automático de cazar ciervos y ajustando la mira telescópica, por si se te ocurría la genial idea de volver tarde con su hija.
Es innegable que los móviles han supuesto una bendición para aquellos que, como yo, estaban dispuestos a pasar una vida de celibato y contemplación con tal de no tener que lidiar con más Leopoldos y Aquilinos. Mi primer móvil fue una liberación. Era dueño de mi destino. Era el rey del puto mambo.
No obstante, de un tiempo a esta parte, estoy empezando a sentir auténtica reticencia hacia el móvil, Whatssapp, Facebook y demás redes sociales, que para mi gusto, se nos han ido un poco de las manos. Evidentemente, esto no quiere decir que de repente haya abrazado el ludismo, ni que me comunique mediante paloma mensajera, ni que me baste con una botella de whisky y morder un palo cuando me van a operar de algo. Pero sí que me siento ligeramente abrumado y sobrepasado por todos estos avances.
Y me invade cierto ataque de nostalgia.
Hubo un tiempo en el que podías salir por la noche y hacer el canelo tranquilamente, sin temor a que nadie armado con una cámara digital te inmortalizara, con la mandíbula desencajada y los ojos inyectados en sangre, bailando La Mayonesa a las 5 de la mañana, para colgarla al día siguiente en Facebook, dejándote a los pies del escarnio público.
Hubo un tiempo en el que grababas gloriosas cintas TDK de 90 minutos a la chica de turno te encantaba, mediante un proceso artesanal milimetrado, que requería varias horas y una concentración máxima, con esas canciones de R.E.M, Extremoduro, New Radicals o Los Planetas que te tenían obsesionado, en vez de colgar en su muro de Facebook el Tacatá.
Hubo un tiempo en el que no te inundaban con todo tipo de mails a todas horas, que estés donde estés te llegan correos que burlan todos los filtros posibles, para comentarte temas tan trascendentales como el remedio definitivo para combatir la disfunción eréctil.
Hubo un tiempo en el que se quedaba para tomar el aperitivo o echar unos tragos para hablar con tus amigos de un partido de fútbol o preparar un viaje, en lugar de esos infames e interminables grupos de Whatsapp.
Hubo un tiempo en el que no te rompías la cabeza por si te aparecía En Línea o Escribiendo y no reaccionabas como un perro de Pavlov ante el parpadeo de la Blackberry.
Hubo un tiempo en que no se acababa el mundo si se caía el sistema de estos cacharros.
Hubo un tiempo en el que el Doble Check no era Dios.
Hubo un tiempo en el que no necesitabas consultar la estrategia militar del Arte de la Guerra para invitar por Whatsapp a una copa a una chica.
Hubo un tiempo en el que tu felicidad no dependía de un par de tics.
Hubo un tiempo en el que nadie te controlaba la hora a la que dejabas de mirar el móvil para irte a dormir.
Hubo un tiempo en el que mandabas 160 balas en forma de sms, que te hacía ser más selectivo y perder menos el tiempo.
Hubo un tiempo en el que nos molestaba que "nos etiquetaran", que nos metieran en redes y que todo el mundo supiera tu localización exacta.
Hubo un tiempo en el que no necesitábamos que un programa informático nos recordara felicitar a un amigo por su cumpleaños, como octogenarios que necesitan ser avisados para tomar la pastilla.
Hubo un tiempo en el que para olvidar a una chica, sólo tenías que guardar las 4 fotos en un cajón (o en una chimenea encendida) y matarte a copas, sin preocuparte de tener que borrarla de Facebook, Twitter, Tuenti, Linkedin y de otras 567 redes sociales.
Hubo un tiempo en el que no precisábamos de un aplicación en el teléfono hasta para hacernos una tortilla de patatas.
Hubo un tiempo en el que llegaba a casa angustiado, pensado "¿me habrá llamado?" "¿me habrá llamado?", y nada más entrar en casa preguntaba a mi padre, que estaba leyendo el Expansión:
- ¿Me ha llamado alguien?
- Sí, ha llamado una chica preguntando por ti. Claudia.
- ¿Claudia? ¿Claudia? ¿Qué Claudia?
- Claudia. Claudia Schiffer.
Y seguía leyendo el Expansión, partiéndose de risa (y yo caía una y otra vez. Las hormonas no me debían dejar pensar con claridad)
Lo sé. Sé que todas estas cosas han supuesto un avance maravilloso y que nuestra vida es mucho más cómoda con ellas. Lo sé. Adáptate o muere y todas esas historias.
Pero les confesaré que yo, de vez en cuando y de cuando en vez, echo de menos esos latidos retumbando en el pecho al compás del tono del teléfono fijo de aquella chica, mientras pensabas por favor, por favor, por favor, que no lo coja Leopoldo, por favor, y quedabas con ella directamente para ver Scream 2, sin interminables whatsapps, ni Facebook, ni cuatrocientos mails, y le grababas alguna cinta con canciones de R.E.M y Los Planetas y, luego, al llegar a casa, te lavabas los piños un tanto eufórico y te ibas a planchar la oreja pensando si se habría puesto la cinta y si le gustaría tanto como a ti "Qué puedo hacer".
Me gustaban aquellos tiempos, diablos.
Aunque nunca me llamara Claudia Schiffer.
El Guardián
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