"Así que si hoy amaneces, y los pies te están doliendo
es porque estuviste toda la noche caminando por mis sueños"
Taberneros – Nacho Vegas
Una noche del verano pasado, fondeados cerca de la isla de Vis, no conseguía dormir por el insufrible calor en mi camarote y unos vampíricos mosquitos que consideraban mi sangre como algo parecido a néctar de los dioses.
Salí a la cubierta del barco. Hacía una noche estupenda y las estrellas parecían chinchetas sujetando un inmensa cartulina azul marino. Una estampa de postal de no ser por el repugnante olor que emanaba el abajo firmante tras embadurnarse, en un acto de desesperación y enajenación transitoria, con una cantidad de repelente de mosquitos suficiente para espantar insectos, aves, mamíferos y cualquier especie subacuática en un radio de 400 kilómetros.
Abrí una botella de vino blanco que había comprado esa misma tarde a un tal Drislav, un simpático exmilitar reconvertido en bodeguero, capaz de matar a un oso con sus propias manos.
Me puse la primera copa y empecé devorar el libro que me había regalado mi buen amigo Coru, morantista, carbayón y una de esas personas cuya amistad es como tener siempre un as en la manga.
Se trataba del maravilloso libro sobre la vida de Juan Belmonte, ese torero que rompió moldes y que bailaba con la muerte cada vez que salía al ruedo.
En uno de mis capítulos favoritos, el libro cuenta la infancia de Belmonte en el barrio de Triana, cuando aún no era Belmonte, sino Juanito, un niño de 10 años, que malvivía, sin un duro partido por la mitad, como una especie de Lazarillo de Tormes, con la cabeza llena de pájaros y el estómago rugiendo de hambre, gloria y sueños.
Tal era su afán de aventura, que empezó a devorar de forma compulsiva todos los libros de Julio Verne, Salgari, Sherlock Holmes que caían en sus manos: un día era un corsario surcando las aguas del Orinoco, al otro resolvía crímenes en Baker Street y a la mañana siguiente se despertaba convertido en un espadachín al servicio de la Reina de Inglaterra.
Sin embargo, las aventuras que más le emocionaban, las que más lejos hacían volar su imaginación, eran aquellas que versaban sobre valientes exploradores que cazaban fieros leones en las inhóspitas selvas africanas. Aquellos cazadores que miraban a la bestia a los ojos y, con sangre fría, la derribaban de un certero disparo justo cuando algún inocente estaba a punto de morir despedazado bajo sus garras.
Juan, descalzo y con la cara sucia, se moría de la emoción al recorrer con el dedo la tinta de estas páginas.
Un buen día, con la imaginación saliéndole por las orejas, convenció a un amigo igual de loco, fantasioso e insensato que él, para irse a cazar leones al "África salvaje". Consultaron mapas, hicieron cálculos, robaron las monedas que la gente dejaba en los cafés, empeñaron sus escasas pertenencias, compraron un par de rifles absolutamente inservibles, hicieron un petate y se pusieron en marcha.
Como un Quijote y un Sancho en miniatura.
Estuvieron andando varios días, bajo las estrellas, sin más compañía que algunos siniestros cuervos, tragando polvo, muriéndose de calor por el día y temblando de frío por las noche, maldurmiendo en establos, compartiendo pulgas con caballos y cerdos, ardiendo de fiebre y añorando sus familias.
Pero sin desfallecer. Porque rendirse no era una opción. Porque tenían que llegar a África y cazar leones. Como fuera.
No les resultará una sorpresa si les cuento que lo más lejos que llegaron los pobres infelices fue a Cádiz. Tampoco les sorprenderá si les digo que eso no es precisamente el África salvaje. Y nadie se llevará las manos a la cabeza si les aseguro que aquellos niños nunca encontraron leones por la Tacita de Plata.
Pero lo que tal vez no sepan, lo que puede que les sorprenda es que, lejos de volver a casa derrotados, avergonzados y con la cabeza gacha ante el evidente fracaso de su empresa, aquellos dos niños volvieron encantados, satisfechos y henchidos de orgullo.
Porque cuando estaban a punto de rendirse, muertos de hambre y calor, tras subir una interminable cuesta, descubrieron ante sus ojos el inmenso mar de Cádiz extendiéndose bajo sus pies, como una inmensa alfombra azulada. Ese mar que jamás habían visto y del que tanto habían oído hablar. Ese mar cuyo olor "se les metía por el sentido".
Y es que, a veces, una imagen vale más que mil leones.
"No habíamos conquistado el África salvaje, no habíamos cazado leones. Pero sabíamos ya cómo era el mundo. Le habíamos perdido el miedo. Teníamos sus secretos. Ya lo conquistaríamos"
Hay pocas cosas que tengo claras en esta vida. Pero una de ellas es que todos tenemos leones que perseguir, los leones de nuestros sueños, esos leones camaleónicos, que son los más fieros y díficiles de cazar, esos que a veces adoptan otras formas: leones en forma del último examen de la carrera, leones en forma de vacaciones de verano, leones en forma de oposición, leones en forma de esa novela que empezaste a escribir y dejaste aparcada, leones en forma hacer la maleta e irte a trabajar fuera, leones en forma entrevistas de trabajo, leones en forma de chica que no te quitas de la cabeza, leones en forma de proyecto de fin de carrera.
Porque una cosa es perseguir leones y otra, marear la perdiz. Que puede parecer lo mismo, pero es muy distinto.
Ustedes persigan sus leones que yo les aseguro que estaré persiguiendo los míos.
Puede que con más pena que gloria.
Puede que en vez de llegar a Kenia, acabe en Cádiz, comiendo pescaíto frito en lugar de cazando leones y escuchando fandangos en vez de rugidos.
Pero siempre, siempre, siempre habré aprendido algo por el camino.