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Channel: Manual de un buen vividor
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La tormenta perfecta

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Nunca he creído que una imagen valga más que mil palabras.

Bueno, ejem, a veces sí.

La verdad es que no me puedo considerar una persona muy de fotos. En mi casa no tengo álbumes, no guardo fotos de mis viajes y, cuando me gradué, dejé en una tienda la orla de la universidad para que la enmarcaran y jamás regresé a por ella.

Las fotos siempre me suelen poner melancólico. No lo puedo evitar. A mi padre le pasa algo parecido. Debe ser algo hereditario.

Siempre que hay algo que celebrar en mi grupo de amigos, mi amiga Belén monta un espectacular vídeo y yo tengo que hacer ímprobos esfuerzos por contener alguna lágrima al ver fotos antiguas.

De cuando fuimos los mejores.

De cuando éramos reyes.

De los días de vino y rosas.

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Tal vez haya desarrollado una especie de síndrome de Dorian Gray (nota mental: averiguar si realmente esto existe) y lo que realmente me pasa es que no soporto dejar de verme tan joven como en las fotos antiguas. Aunque éstas sean del viernes pasado.

También puede que simplemente sea un bicho raro.

No descarto ninguna línea de investigación.

A pesar de todo esto, hay una foto a la que guardo un especial cariño. La tengo desde hace relativamente poco tiempo por mi casa y me encanta. Tiene un significado muy especial.

Es esta foto.

Barco

Déjenme que les cuente por qué.

Desde hace unos años, suelo alquilar un barco en verano con mis amigos. Una buena excusa para juntarnos todos, desconectar, descansar, comer buen pescado y leer mientras se te sube el vino a la cabeza, en una de esas reposadas y reconfortantes borracheras solo alcanzables al vaivén de alta mar.

Santorini, Mykonos, Slano, Mjlet, Vis, Hvar, Korcula...han sido algunas de las islas por la que hemos estado.

Juergas de piratas.

Páginas que quedaron escritas en Los diarios del ron.

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El pasado verano nos juntamos unos cuantos para hacer una travesía desde Mallorca a Menorca. El único con el título, el conocimiento y el sentido común necesarios para llevar el barco era nuestro amigo Lucas. El buen Lucas. El resto, fuera máscaras, éramos una banda de inútiles capaces de hacer naufragar con víctimas mortales un patito de goma en una bañera.

Una norma básica en cualquier barco es que cada miembro de la expedición tenga muy claro su rol y se ciña a su cometido. El mío, desde hace años, consiste en quedarme leyendo en algún rincón, hacer la fotosíntesis e intentar que no se enrede la cadena del ancla mientras fondeamos. En fin, una labor que sería capaz de hacer con relativo éxito el ficus de su oficina.

Creo que si aún el patrón no me ha hecho andar por el tablón para ser comida de los tiburones es porque pongo buena música y cuento historias divertidas de copas.

Mallorca.

Estamos en una noche calurosa del pasado agosto.

Mientras cenamos cerca del puerto y nos ponemos al tanto de nuestras andanzas veraniegas, decidimos tomar un par de copas con el firme propósito de volver temprano al barco y así amanecer a una hora cristiana, soltar amarras y poner rumbo a Menorca al día siguiente lo antes posible.

Como bien sospechan, el "par de copas" pasa a convertirse en media docena, chupitos de tequila, un mar de Jgermeister, Danza Kuduro, abrazos efusivos, coreografías conjuntas, brindis por nuestra eterna amistad y búsqueda infructuosa de algún tugurio por la isla en el que desayunar algo.

Conclusión: vuelta al barco con el sol en lo alto, los zapatos en la mano y la vergenza por los suelos.

La culpa fue del Cha Cha Cha.

Al día siguiente (o ese mismo día) nos levantamos rayando el mediodía, soltamos amarras y nos ponemos en marcha, con una resaca de campeonato, pero con muchas ganas de empezar el viaje.

No miramos el pronóstico del tiempo. No hacemos demasiados cálculos sobre la travesía. Yo me vengo arriba, probablemente aún bajo la euforia del alcohol, cojo unos mapas que encuentro por el barco y hago un cálculo aproximado del tiempo que tardaremos en llegar a cierta cala donde hacer noche. Hasta me asomo a la cubierta para ver el viento, mientras oteo el horizonte con cara de concentración y con una mano en la frente a modo de visera.

Ahora que ha pasado cierto tiempo puedo decir que fallé en mis estimaciones iniciales sobre nuestra llegada a esa cala. En unas 74 horas.

Núñez de Balboa me pueden llamar. Vasco de Gama. Marco Fuckin´ Polo.

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Pero volvamos a ese primer día.

Hace un día estupendo, el mar está muy tranquilo y la travesía es muy agradable. De vez en cuando paramos para darnos un baño, picar algo, y hasta nos permitimos ir a vela un buen rato. Va todo francamente bien hasta que, de repente, se hace de noche cerrada.

No se ve nada. Absolutamente nada. Ni siquiera la luna nos da algo de luz.

Y empieza una tormenta, un viento muy fuerte y unas olas de un tamaño considerable. Todo el barco empieza a ser zarandeado y cruje a cada embestida. Algo no marcha bien. Es como si, de repente, Poseidón se hubiera enfadado. Mucho. Como si le acabaran de contar que su hija, la Sirenita, se ha quedado embarazada del cangrejo Sebastián.

Y todo empeza a ir mal.

Bastante mal.

Fatal.

Los patines del catamarán se sumergen con cada ola. El agua pasa por encima de nosotros, golpeando con violencia el barco.

Miro a mis amigos. Hay  uno verde, pero verde pistacho, echando por la borda hasta su primera papilla. Otro está atrincherado tras una mesa. Un tercero no quiere ni mirar y está con la toalla por encima. Como si eso le fuera a proteger.

Podría contar otra cosa, pero yo tampoco es que me encuentre, en esos momentos, como uno de esos aguerridos marineros de los anuncios de Neutrogena (que no sé que hacen pero sus manos sufren mucho) trepando por un mástil.

No, la verdad es que yo estoy tieso, como una puta vela, sin apartar la mirada de un punto fijo en el horizonte para no marearme ante ese incesable zarandeo, sujetando la botavara que no para de hacer un ruido diabólico (gñññe, gñññe, gñññe). Podemos naufragar, pienso, pero me niego a hacerlo, encima, con ese tétrico ruido como banda sonora. Al mismo tiempo que todo esto, estoy rezando en silencio oraciones a San Gennaro, patrón de los marineros en Nápoles, algo que acababa de leer en un libro de John Fante.

Querido, San Gennaro

Jefe, no nos conocemos y nunca te he rezado nada. De hecho, no conozco a nadie que se llame Gennaro. Pero, por lo que más quieras, sácanos de ésta y no nos dejes hundirnos.

O al menos a mí.

Imagínense el panorama a bordo.

Y justo cuando pienso que ya nada puede ir a peor, el bueno de Lucas se gira hacia mí y me pregunta sin perder la calma: "Oye, ¿sabemos dónde están los chalecos salvavidas?"

Los.

chalecos.

salvavidas.

Vamos a morir todos, pienso, como siempre, tratando de ver el vaso medio lleno.

Que el patrón te pregunte por los chalecos salvavidas es algo tan tranquilizador como estar en un avión y que el piloto pregunte a los pasajeros por el altavoz: "Oigan, ¿alguno de ustedes sabe cuál es el botón del tren de aterrizaje? Es que entre que estoy borracho y el humo del incendio que tenemos en cabina, me estoy liando..."

Y me lo pregunta muy tranquilo. Sin perder la calma. Como si fuera lo más normal del mundo.

"Qué prefieres: ¿pasillo o ventana?". "¿Muslo o pechuga?".

Trago saliva, hago de tripas corazón, aparento tranquilidad y me meto hacia el interior con el mismo espíritu festivo del condenado enfilando el corredor de la muerte.

Aquello es como estar dentro de un lavadora en modo centrifugado express. Las maletas vuelan. La comida rebota contra las paredes.

No sé si ustedes han tenido ocasión de buscar unos chalecos salvavidas en medio de una tormenta, pero les aseguro que es una experiencia tan placentera como apuntalar los clavos de tu ataúd o cavar con una pala tu tumba en el desierto.

Doy con los salvavidas. Y con las bengalas.

Porque yo ya me veo, con el barco hundiéndose, de rodillas en cubierta, lanzando bengalas al más puro estilo Nicolas Cage en La Roca.

NC

Pasa el tiempo y nosotros seguimos tratando, en vano, de encontrar una cala para resguardarnos hasta que pase la tormenta. Pero no hay forma. Todas las que pasamos resultan inaccesibles debido a la violencia de las olas, que nos mandarían directo a las rocas.

Cuando ya casi estamos como Eneas al perder Troya, "la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna", el bueno de Lucas consigue meternos en una cala, sin ver absolutamente nada.

Y el mar, de golpe, se convierte en una balsa de aceite.

Estamos salvados. 

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Esa noche, tras un baño nocturno y un gin tonic, dormí a pierna suelta.

A la mañana siguiente, me desperté el primero de todos mis amigos (fenómeno que no ocurría de 1992) y salí a echar un vistazo a la cala.

Y lo que vi, mientras amanecía, con el olor del mar en calma mezclándose con el del café haciéndose, fue algo tan espectacular que nunca lo olvidaré.

Fue como pasar del invierno a la primavera en cuestión de minutos.

Y clic.

Hice esa foto.

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Y ahora, cada vez que las cosas vienen mal dadas, cuando la crisis agita mi barco, cuando las sacudidas marean, cuando miro al cielo y solo hay nubes negras, cuando parece que jamás va a dejar de llover, cuando la primavera nunca termina de llegar, miro esta foto y pienso que, siempre, tras la tempestad, viene la calma.

Y se me dibuja una sonrisa en la cara que aún no ha nacido tormenta que me la borre.

 

Dedicado al resto de aquella inolvidable tripulación y a San Gennaro.

El  guardián entre el centeno

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La Teoría de la Fuerzas Compensatorias

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Hay ciertas cosas que, por una innumerable cantidad de virtudes, parecen estar diseñadas para gustar irremediablemente a todo el mundo. Como, por ejemplo, la tarta de queso. O los viernes. O los perros salchicha. O las noches de verano. O Brown Eyed Girl,  de Van Morrison.

O Natalie Portman.

Sencillamente, es absolutamente imposible encontrar a una persona sobre la faz de la tierra a la que no le gusten estas cosas. Si uno se cruza con alguien a quien no le guste la tarta de queso o que no se cuelgue del cuello del amigo más cercano para cantar en un bar completamente entregado Sha La La La La La La La La La Te Da cuando suena Brown Eyed Girl, lo más probable es que estemos ante:

a)     Un extraterrestre que ha adoptado la forma humana para colonizar nuestro planeta poco a poco.

b)     Un borracho.

c)    Un loco de esos que llevan un sombrero de papel y se creen Napoléon.

d)     Un extraterrestre borracho con un sombrero de papel que se cree Napoleón.

 

Uno tiende a pensar que existe en el mundo un cierto equilibrio, y que algo ahí fuera, ya sea el cosmos, el universo o Dios, compensa las virtudes y defectos de cada uno equilibrando, por así decirlo, una metafórica balanza.

De este modo, por ejemplo, tendemos a creer que las modelos de Victoria Secret deben ser incapaces de construir una oración coherente con sujeto y predicado o que los científicos más brillantes son unos aburridos cerebritos que no salen de su laboratorio. Cuestión de compensación y equilibrio.

Es como aquella fiesta en la que coincidieron Einstein y Marilyn Monroe y la rubia le dijo al genio: "Profesor, deberíamos casarnos y tener un hijo juntos: ¿Se imagina un bebé con mi belleza y su inteligencia?" a lo que un Einstein muy solemne, pero no exento de cierta retranca, contestó: "Desafortunadamente temo que el experimento salga a la inversa y terminemos con un hijo con mi belleza y su inteligencia".

Lo dicho: compensación, equilibrio y estadística.

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Yo, sin ir más lejos, tengo algunas virtudes (o al menos eso espero) que se ven equilibradas por una larga serie de defectos, como mi impuntualidad crónica, mi descoordinación a la hora de bailar, una fascinante facilidad para distraerme con cualquier cosa o mi recién descubierta incapacidad para conseguir lavarme los dientes sin mancharme la corbata de pasta de dientes.

Digamos que siempre he sido muy obediente con las leyes de la naturaleza.

Sin embargo, muy de vez en cuando, uno se topa con ciertas personas que tienen la desfachatez de acumular virtudes desafiando cualquier tipo de "equilibrio vital", ya que sus defectos suelen brillar por su ausencia, por mucho que te esfuerces en encontrarlos. Estas personas tienen, además, la poca vergenza de ir por ahí como si tal cosa, como si no se dieran cuenta, mandando al traste esta teoría de las fuerzas compensatorias que rigen el universo, como un día leí al gran Enric González, poniendo patas arriba el orden del universo.

Es un fenómeno extraordinario que pasa con la misma frecuencia que el cometa Hale Bopp o un eclipse solar: como pestañees o no estés atento, te lo pierdes.

A mí la última vez que me pasó fue hace no mucho en una fiesta. Y eso que iba advertido.

"Va a venir una chica de bandera" me dijo una amiga. Y no le hice mucho caso porque a mí eso de "chica de bandera" me sonaba a típica expresión algo anacrónica que mi madre me decía cuando era pequeño y salían en la tele Sophia Loren, Grace Kelly o Audrey Hepburn.

Pero cuando esa chica puso el pie en aquella fiesta, a mí se me bajaron los plomos y en mi cabeza comenzó a sonar "Pretty Woman" a todo volumen.

Porque era guapa y tenía unos enormes ojos azules que invitaban a ponerte el traje de baño y tirarte de cabeza en ellos.

Pero es que, además, esta chica tenía la desfachatez de ser muy simpática, inteligente, con un gran sentido del humor y se sabía líneas de película Manhattan de memoria.

Pero, ay, no estuve atento.

Linger on your pale blue eyes.

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Esas chicas, como las flores, las bodas y las alergias, comienzan a aparecer sin control en primavera.

Tengan cuidado con esas chicas: tienen efectos devastadores.

Esas chicas que enganchan, como una canción de esas pegadizas que se te quedan entre los dientes y no puedes dejar de tararear.

Esas chicas que siempre tienen mirada de sábanas recién lavadas.

Esas chicas que conseguirían que el presidente de Coca-Cola les revelara su fórmula secreta con solo una sonrisa y un movimiento de cadera.

Esas chicas de ojos caleidoscópicos que consiguen que hasta las ojeras les sienten bien.

Esas chicas cierrabares que al día siguiente de una noche de jarana hasta las tantas están inexplicablemente guapas mientras tú eres un despojo que tarda 7 horas en conseguir quitarte la marca de la almohada del pelo.

Esas chicas que consiguen que una camiseta blanca de Zara sea más subyugante que un Valentino.

Esas chicas que van por la vida like a Rolling Stone.

Esas chicas que andan y sus tacones retumban como los tambores de los indios.

Esas chicas de las que tan bien sabía escribir Ray Loriga.

Esas chicas que siempre consiguen que el equilibrio sea imposible.

Esas chicas, en fin, que son como una noche de verano con Brown Eyed Girl sonando de fondo.

Tengan cuidado.

Luego no me digan que no les avisé.

 

El guardián entre el centeno

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De dioses y hombres

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Hola Guardián,

Creo que estoy a punto de volverme loco.

Lo siento si esto suena un poco dramático. Pero es así.

Te cuento: estoy a punto de empezar mis exámenes finales en la universidad, en los que me juego mucho, y mi novia, con la que llevaba mucho, mucho tiempo, así de repente, me ha dejado.

Tal cual.

Y se me está juntando todo: los exámenes, un futuro sin ella y sin curro, la primavera, la puta alergia... Y siento que la situación me está superando.

Me gustaría que me dijeras cómo diablos se supera una ruptura así y, como melómano y músico aficionado que soy, que me recomendases alguna canción de las tuyas para animarme.

No puedo estudiar, no puedo dormir, no puedo dejar de pensar qué estará haciendo, no paro de ir por la calle atemorizado por encontrarme con ella

Espero que me puedas echar un cable, por poco que sea, o esto me va a terminar consumiendo.

Agradecido de antemano,

Un lector

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Querido Lector,
 

La llegada de la primavera, y con ella, de los primeros rayos de sol desata la locura entre el personal. Eso es así. De alguna forma, es como si todos fuéramos miembros de una secta secreta, algo así como los Adoradores del Dios Ra, y entráramos en trance al notar los primeros indicios de calor. O como si la repentina sobreexposición a los rayos ultravioletas nos derritiera por dentro la mollera.

Alergias, bodas, explosión floral, piscinas, terrazas, cerezas, exaltación sentimental, astenia generalizada, olor a verano, operaciones bikinis, chicas enseñando muslamen y tanorexia femenina.

Y, de repente, cuando ya estamos ilusionados, otra vez es invierno.

Como para no volverse loco, amigo.

Siento lo que me cuentas de tu novia. Poco o nada puedo hacer yo al respecto. No desesperes. A veces, como pasa con las furgonetas viejas que se quedan sin batería, hay que volver a arrancar cuando vas cuesta abajo y sin frenos. Hay que empujar fuerte. Muy fuerte. Y termina por arrancar. 

Pero déjame que te cuente una historia.

Puede que te guste o puede que no. Pero es mi puta historia.

Que te sientes, coño. Y escúchame.

Pero antes de empezar, nos pondremos una copa. La ocasión lo merece. Digo yo.

Mientras voy sacando los hielos, vamos a poner algo de banda sonora. Por ejemplo, esta canción de Ryan Adams. A toda castaña.

Come pick me up.

Bueno, ya casi estamos.

Abriré un poco la ventana para que entre el aire.

La armónica de Ryan Adams suena hoy mejor que nunca, ¿no te parece?

Bueno, que me lío. Te cuento la historia. Que para eso me has preguntado.

Esta historia empieza cuando era pequeño. Cuando mi padre me decía que tenía la cabeza a pájaros. Y no es que tuviera la cabeza a pájaros. Es que tenía una pajarería ahí metida. Con tucanes, papagayos, bandadas de estorninos, patos y hasta pinginos, que no saben volar, pero cuentan como pájaros.

Por aquel entonces tenía tres obsesiones: el Real Madrid, las chicas y los libros.

Creo que hoy en día sigo teniendo las mismas. No sé si esto es bueno o malo.

Me daban épocas muy fuertes. Lo mismo me leía todo Edgar Allan Poe que me compraba libros de Mitología Griega.

Y esta historia va de eso, de dioses y hombres.

Esta historia va de Zeus.

Sí, de Zeus. El Dios griego. Zeus.

Bueno, creo que te puede explicar mejor mi amigo Samuel quién era exactamente.

Sí.

Ese Zeus.

Zeus era un tipo bastante poderoso en el Olimpo. Era el rey de los dioses, el señor del cielo, lanzaba truenos y relámpagos y mantenía el orden del universo. Decidía qué estaba bien y qué estaba mal. Era el sheriff. El puto amo de la barraca. The fucking owner of the merry-go-round.

Zeus, como te he dicho, era un tipo bastante poderoso. Y, como tal, se preocupaba hasta la obsesión por mantener su poder sobre el resto y no caer en desgracia.

Hasta tal punto llegaba su preocupación que pedía consejo a los oráculos para tomar sus decisiones. 

Ahora escuchamos a Goldman Sachs. No sé si hemos ido a mejor o a peor.

El caso es que, por aquel entonces, Zeus estaba casado con Metis y se quedó embarazada. Más tarde, se casó varias veces con distintas mujeres y tenía hijos por doquier. Era un poco mujeriego el amigo Zeus. Un poquito Julio Iglesias. Ya sabes.

La cuestión es que el oráculo le dijo que Metis iba a concebir una chica que le arrebataría el poder.

Y Zeus, claro, se volvió loco. Ataque de pánico. ¡Arrebatarle el poder! ¡Y una mujer! ¡A ÉL! Eral algo del todo intolerable.

Y montó en cólera. Lo cierto es que Zeus tenía el carácter un poco voluble, lo que es poco recomendable cuando eres el rey de los dioses y tienes poderes como lanzar rayos y truenos.

Así que Zeus, ni corto ni perezoso, y aprovechando que Metis daba un paseo, se acercó a ella y se la comió.

Se-la-comió.

Así, tal cual te lo cuento.

Para adentro.

Ñam.

Glups.

Se la zampó.

Era el rey de los dioses. Supongo que podía hacer cosas de este calibre.

Pasaron los años y Zeus comenzó a tener un tremenda jaqueca. Un dolor de cabeza insoportable. No podía domir. Algo le rondaba la cabeza. No podía dejar de pensar en el tema.

Un día ya no pudo soportarlo más y le pidió a su amigo Hefesto, dios del fuego, de la forja y de los herreros, que le abriera la cabeza para que cesara ese agónico sufrimiento.

Y de ahí salió Atenea, diosa de la guerra, completamente armada.

Y Zeus, por fin, pudo descansar.

Siempre que a mí me ha pasado algo como lo tuyo, me acuedo de esta historia y de Zeus. Esa impotencia por tener una chica rondándote la cabeza y ser incapaz de sacártela de ahí.

No te estoy diciendo que vayas a un herrero para que te abra la cabeza a martillazos. No, no creo que sea la solución. Espero que hayas captado la metáfora que no me quiero hacer responsable de una desgracia.

Solo te quiero decir que entiendo ese dolor de cabeza, esa preocupación, esa obsesión, pero que para eso están los amigos, como Hefesto con Zeus. Que ellos lograrán que te la puedas sacar de la cabeza. Por lo civil o por lo criminal. De alguna forma u otra.

Y que podrás seguir durmiendo.

No sé si te servirá de algo o no. Pero es mi puta historia.

Pocos consejos te puedo dar yo (y nadie) para superar una cosa como la que me cuentas. Una ruptura es como una resaca: no hay remedios milagrosos. No hay mucho que se pueda hacer para combatirla, salvo dejar que el tiempo palie los efectos más duros de los primeros momentos y echar un poco de "testiculina" al asunto.

De todas formas, te doy un decálogo para mí básico (y seguramente erróneo, como casi cualquier decálogo mío) sobre cómo superar una cosa así. No intentes hacer esto en casa sin la supervisión de un amigo.

1. Boys don´t cry

Nada de lloriqueos y lamentos.

Tampoco es una cuestión como para meter la cabeza en el horno.

Sobrevivirás.

Créeme.

2. No, no sois amigos.

Es otra cosa.

Habrá quien defienda que se puede ser perfectamente íntimo amigo de una exnovia y quedar todas las semanas con ella a tomar café y charlar sobre Homeland y otras vicisitudes de la vida mientras dais un paseo por el Retiro y tiráis migas de pan a las palomas.

Bien, para mí esto no es muy normal. Tampoco lo de dar de comer a unos seres tan repugnantes como las palomas, pero ese no es el tema que estamos aquí tratando.

Tengo un amigo excesivamente racional y cuadriculado que dice que todas las semanas queda con su exnovia a cenar porque le cae bien y, al fin y al cabo, han compartido muchas cosas. Esto, en teoría, no parece algo tan descabellado. Pero en la práctica es un ejercicio de masoquismo similar a que te introduzcan cañas de bambú bajo las uñas. Pocos tragos hay peores que ver cómo una chica que te encanta te habla como si fueras un amigo más.

3. El Whatsapp y otras armas de destrucción masiva.

Tal vez te parezca una excelente idea y un acto de romanticismo sin parangón, escribir un Whatsapp a las 5 y 36 de la mañana, tras el séptimo Johnny con Cola, acodado en la barra de la discoteca, con las luces de la pista de baile cegándote y rodeado de ese humo infame que sueltan y que huele a zorro mochón, con el sentimentalismo a flor de piel, exponiendo todo lo que llevas dentro (que principalmente es una tajada como un piano).

Créeme: puede que no sea tan buena idea.

Been there. Done that.

Hasta tengo un amigo que, en semejantes circunstancias, llegó a escribir un trozo de la letra de "Corazón partío" a la chica en cuestión. Cerca estuve de entregarle en la comisaría más cercana.

Si un amigo tuyo detecta que estás escribiendo algo indebido, tendrá licencia para coger tu moderno iPhone 5 y estamparlo contra la pared más cercana. Es por tu bien.


4. Distancia, borrón y cuenta nueva

Tampoco te digo que quemes en una pira todas sus fotos y sus cartas y bailes alrededor de ella mientras das tragos de una botella de ron y miras cómo arde vuestro pasado.

Solo te sugiero que en ocasiones es positivo envainar la espada, batirse en retirada y coger cierta perspectiva.

Intenta airearte. Nuevos planes. Nuevos viajes. Nuevas personas.

5. Aunque te sometan a tortura, jamás perder la compostura

Hay ciertas películas que, pese a ser magníficas, caen en el olvido por alguna razón que escapa a mi entendimiento.

Es el caso, por ejemplo, de la maravillosa "El Presidente y Miss Wade" , escrita por Aaron Sorkin (El Ala Oeste de la Casa Blanca, The Newsroom) y con un reparto estelar (Michael Douglas, Michael J. Fox, Annette Bening...)

Mi querido Martin Sheen hace de mano derecha de Michael Douglas, presidente de los EE.UU, y no para de repetir, como un mantra sagrado, la frase "aunque me sometan a tortura, jamás perderé la compostura".

Y siempre me pareció un lema como para llevar tatuado en el antebrazo.

Recuerda esta frase y no digas cosas de las que te puedas arrepentir. Corazón caliente pero cabeza fría. Se educado. Si te encuentras con ella, (porque la diosa Fortuna y la Ley de Murphy así lo querrán), trágate el orgullo, saluda como una persona civilizada y no montes una de esas grotescas escenas de culebrón venezolano. No es necesario que le preguntes por sus padres y por su perro. Pero si pierdes las formas y principios, lo pierdes todo.

6. No cotillees su Facebook

Un poco de amor propio, por Dios.

 7. No te encierres en casa

Una reacción bastante común en este tipo de situaciones consiste en el denominado síndrome Chandler Bing, que consiste en ponerte el pantalón de chandal, encerrarte en casa, dejarte barba, tragarte todos los play-offs de la NBA, partidos de fútbol de la liga turca, todas las carreras de Formula 1, un maratón de series, cientos de películas de las 3T (tiros, tacos y tías), mientras tu pirámide alimenticia consiste en pistachos, pizza y cerveza durante varias semanas, como si estuvieras en un refugio antinuclear.

Oblígate a salir. Haz deporte. Haz planes. Aunque no te apetezca nada.

Muévete.

Muévelo.

8 Salir, beber... el rollo de simpre

Hay quién, por otro lado, se pasa al otro extremo y hace todo lo contrario a quedarse en casa, y empieza a salir los martes y a tener un estilo de vida propio de Snoop Dogg o Berlusconi, con fiestas salvajes entre semana hasta el amanecer, todo tipo de sustancias psicotrópicas, amores de barra (¿acabo de citar a Ella Baila Sola?) y un sinfín de copas y excesos de todo tipo, como Nicolas Cage en Leaving las Vegas (¿acabo de citar a Amaral?).

Tampoco es el camino.

Bueno, y si haces esto, al menos llévame contigo.

Por favor.

9. ¿Volverá?

Seguro que tienes un amigo que te dice que va a volver.

Que seguro. Que ya verás. Que sí. Que hazme caso.

Salvo que tu amigo sea Nostradamus, no tiene ni idea de lo que está diciendo

¿Volverá? Yo que sé.

10. Aunque tú no lo sepas

La mente es un instrumento de tortura medieval en este tipo de situaciones. Sé que pensarás continuamente qué estará haciendo y con quién estará. Creerás que en una semana ya habrá conocido a 700 chicos fascinantes y que estará de fiesta en fiesta, como si estuviera de gira con los Rolling Stones y Pitbull.

Bien, ella se acuerda de ti.

Aunque tú no lo sepas.

No me hagas demasiado caso. Soy un pésimo asesor sentimental.

Pero, aunque te suene raro, y a pesar de todas las penurias que me cuentas, te envidio.

Sí. Te envidio mucho.

Porque no hay nada mejor que ser estudiante en primavera. Esa primavera que está a punto de estallar.

Y esto ya lo cantaba Calamaro.

"Que más quisiera que pasar la vida entera como estudiante el día de la primavera".

Así que vete sacando las gafas de sol, cheer the fuck up, entrégate a la procrastinación y no te preocupes tanto por la vida: difícilmente saldrás vivo de ella.

Me gusta la primavera porque el verano aún nunca llegó. Me gusta la primavera porque es un viernes de tres meses. Me gusta la primavera porque sabe a aperitivo.

Disfruta y no pierdas el tiempo.

Y deja que la primavera haga contigo lo que hace con los cerezos.

Un abrazo,

El guardián entre el centeno

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Y deja que te mate

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No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje, Mr. Bell. -

Desayuno en Tiffany´s

Hace muchos años conocí a una chica en uno de esos viajes sin billete de vuelta. Era muy divertida, robaba botellas de vino del comedor de su residencia de monjas y me dejaba siempre algún disco diciendo "Tienes que escuchar esto", mientras me clavaba aquellos ojos encendidos, como si fuéramos dos espías en la Viena de la II Guerra Mundial y me estuviera entregando un microfilm con información crucial para el devenir de la humanidad.

¿Qué cómo se llamaba?

Pongamos que Mafalda.

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Mafalda iba por la vida como una funambulista, con un pie dentro y otro fuera. Siempre por el lado salvaje de la vida. Muy Lou Reed.

Mafalda fumaba. Claro que fumaba. Las chicas como Mafalda siempre fuman. Eso es algo que va con el personaje. Pero nunca olía a tabaco. Ella jamás lo habría permitido.

Enamorarse de Mafalda era algo inevitable. Tenía seis balas en el tambor de ese revólver que tenía por alma y todos mis amigos y yo fuimos cayendo como moscas.

Bang, uno. Bang, dos. Bang, tres. Bang, cuatro. Bang, cinco. Bang, seis.

Y todo olía a pólvora, a cerilla apagada y a su colonia.

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Uno trataba de no caer en su tela de araña pero acababa enredado por todos lados. Caíamos. Caíamos con la delicadeza de un piano de cola desde un ático. Como elefantes por el desfiladero de las Termópilas. Así caíamos.

Y lo peor es que ni te dabas cuenta. ¿Yo? Ja, ja, ja. No pienso caer, decías confiado. No. Niet. Nunca. Jamás. Never. Pero éramos los 10 negritos de Agatha Christie: nuestro fatal destino ya estaba escrito.

Ella me veía como un chico estupendo para charlar de discos y tomarnos unas copas. Yo la veía a ella como una chica estupenda para curar con Betadine los arañazos en las rodillas de alguno de los 25 hijos que planeaba tener con ella.

Siempre lograba encontrar una o doce maneras de escapar descalza por la puerta de atrás de mi vida.

Nunca nos peleamos por Mafalda. Porque no tuvimos oportunidad. Habría sido como pelearse por ver a quién le ilumina más la luna. Era una disputa estéril. Ella vivía en una huida constante y nosotros íbamos detrás a lomos de un caballo de tiovivo.

Mafalda era como Moby Dick. Si ella leyera que la estoy comparando con una ballena probablemente me arrancaría el corazón, como en esa escena de Indiana Jones, y me lo pasaría por la termomix. ¡Una ballena! Qué desfachatez. Con lo presumida que era ella.

Pero cuando digo que era como Moby Dick es porque era rara, diferente a todo, única. Y todos la perseguíamos por eso. Y ella te arrastraba hacia el fondo del mar, como al capitán Ahab.

Las chicas decían que tenía cierto aire a Uma Thurman en algunos gestos. Pero era más guapa. Sobre todo en verano. En verano Mafalda reventaba corazones. Porque la piel, los ojos y el pelo le brillaban como brillan las cosas recién hechas.

 

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Siempre digo que mi móvil favorito era un lamentable Siemens que ya estaba desfasado antes de que saliera al mercado. De formas bastas y rotundas, era perfecto como arma arrojadiza. No tenía pantalla táctil, ni cámara, ni juegos, ni internet ni nada remotamente útil. Pero tenía los mensajes de Mafalda. Esos mensajes que releía sin darme cuenta y que en 140 caracteres encerraban risas, historias y enigmas.

Cuando recibía un mensaje de Mafalda, me ponía de rodillas, como si celebrara el gol del minuto 116, mirando al cielo, I belong to Jesus, y daban ganas de descorchar una botella de champán y beber de ella y luego ir haciendo la conga a celebrarlo.

Una noche de verano en Madrid volvía andando con ella cerca de Cibeles. Hacía calor, la ropa se nos pegaba al cuerpo y estaba amaneciendo. Y me dijo lo mucho que le apetecería bañarse en la Cibeles. Y yo no podía dejar de imaginármela como a Anita Ekberg en La Dolce Vita.

Mafalda fue quién me enseño que Frank Sinatra era puro rock and roll.

Ponía un vinilo heredado de su padre. Y bailaba. Lento. Siempre muy lento.

Hubo una época en la que tenía que dar la vuelta a los libros de mi estanterías que Mafalda me había regalado. Porque no me dejaban dormir. Eran como amenazantes ojos de una serpiente en mitad de la oscuridad de mi cuarto. O como el puto tic tac de uno de esos Swatch que no te dejan pegar ojo.

Mafalda siempre vivía de noche.

Vivimos de noche y bailamos rápido para que no nos crezca la hierba bajo los pies. Ese es nuestro credo.

Pero no me estoy refiriendo a que acabara en la tarima de un after bailando "La mayonesa". Hablo de otra cosa.

Hablo de que siempre tenía una última bala. Un último baile. Una última copa. Una última canción.

Su vida era siempre un gol en el descuento. Un permanente acto de locura como subir a rematar un corner con el portero.

Hablo de echar un pulso al día hasta caer desfallecida en la cama. De no rendirse nunca.

De rebañar el plato, aprovechar la última gota de la botella de vino y Carpe that fucking Diem.

De como cuando eras niño y sorbías como un chupóptero las últimas gotas de tu batido.  De cuando no pensabas nunca en el mañana. De cuando leías con la linterna debajo de la cama cómics de Asterix y Tintín hasta que se te cerraban los párpados. De cuando te revolvías como gato panza arriba para no irte a dormir.

Siempre me recordó al personaje de un cuento de Hemingway que decía:

Yo soy uno de los que les gusta estar en los cafés hasta que cierran.

Con los que nunca se van a dormir.

Con los que necesitan una luz por la noche.

 

Mafalda siempre se reía con los cosas que le escribía. Se reía fuerte y se le marcaban los músculos del cuello y parecía que en cualquier momento iba a entrar en autocombustión.

Tienes que escribir, escribir y escribir. Y cuando te canses, escribe más. Y escribe. Y escribe. Y escribe.

Nunca lo dejes.

Porque lo más importante en esta vida es encontrar lo que te gusta.

Y entonces, dejar que te mate.

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Perdí la pista a Mafalda. No sé en qué andará metida. A lo mejor ahora está casada con un armador griego millonario, a lo Jackie Kennedy.

Eso sería muy de Mafalda.

En una ocasión leí que la gente que más te ayuda es la que entra y sale de tu vida, como un fantasma. Como Mafalda.

En estos días de invierno disfrazados de primavera, de dolorosas derrotas del Real Madrid y en los que uno puede escuchar la lluvia cayendo en el corazón, me acuerdo de "Rain in my heart" de Sinatra.

Y pienso en Mafalda.

Y pienso si sigue dejándose matar por aquello que le gusta.

 

El guardián entre el centeno

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Maneras de vivir

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En ciertos momentos de confusión, en los que uno no sabe qué dirección tomar, y va avanzando con el alma turbada y rota, conviene echar la vista atrás, muy atrás, para entender quiénes somos y hacia dónde vamos.

Apretar la tecla de rebobinar, ver nuestra vida hacia atrás y pararla en un momento determinado, momento que tal vez pasara inadvertido, pero que ahora explica mucho de lo que somos.

Al fin y al cabo, la vida es un misterio sin resolver cuya solución se encuentra en las huellas que vamos dejando a nuestro paso.

El otro día estaba pensando en todo esto delante de una máquina de Coca-Cola.

No es que siempre me ponga así de trascendental y místico cuando me dispongo a sacar una Coca-Cola de una máquina, pero es que la situación me hizo recordar algo.

Déjenme que les cuente.

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Una tarde de hace muchos, muchos años, mi madre me esperaba a la salida de mi entrenamiento de fútbol. Hacía mucho calor y estaba parcialmente sordo de un oído debido a un balonazo en la oreja que había recibido con uno de aquellos pétreos y mortíferos balones Mikasa, cuyo impacto era similar al de una bola de demolición.

Me zumbaba el oído por el balonazo. Tenía la lengua estropajosa por el polvo del campo de fútbol y los ánimos por los suelos. Aquella lamentable vitola, arrastrando las botas y con la camiseta por fuera, debió despertar cierta lástima en mi madre porque, contra todo pronóstico, accedió a mis insistentes súplicas y me dio 100 pesetas  para una Coca-Cola

Conviene aquí aclarar, querido lector, que mi madre nunca me daba dinero para Coca-Colas. Porque siempre fue de una de esas madres que vivían con la firme convicción de que la cafeína presente en un vaso de Coca-Cola era capaz de tenerte en vilo una semana y que era lo que servían a los jóvenes en los after-hours de la Ruta del Bakalao para aguantar hasta bien entrada la mañana.

Para mi madre, la Coca-Cola era crack infantil.

La cuestión es que con aquella moneda de 100 pesetas ardiendo en mi mano, como si portara el Santo Grial o el anillo de Frodo, salí corriendo como corren los niños, de forma errática y alterada, a la máquina de Coca-Cola que había en mi colegio.

Y ahí que me planté, enfrente de una de esas máquinas gigantescas. Como si estuviera ante mi Everest.

 

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Siempre soñé con tener una igual en mi cuarto. Tenía cierta magia ese proceso de meter una moneda en aquella máquina, apretar un botón, escuchar el ruido de sus entrañas y recoger el "premio" en forma de una fría y refrescante lata.

Yo siempre fui de Coca-Cola normal. La Coca-Cola Light era la novedad por aquel entonces, y lo que bebían las chicas de COU, con sus carpetas forradas con algún cantante de moda de peinado ridículo. Había también Fanta Limón y Fanta Naranja, que eran lo que bebían los originales. Y luego, más tarde, apareció una bebida rara, llamada Aquarius, que por su precio desorbitado (125-140 pelas) debía de ser zumo de langosta. Un lujo fuera de mi alcance, reservado únicamente para momentos especiales, como el Magnum Blanco, que era el Aston Martin de los helados para esos niños que crecimos a base de Colajets, Popeyes y otros infames trozos de hielo con colorante.

 

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Yo tenía un ritual. Una teoría bastante absurda.  Si pulsaba rapidísimo y de forma repetida, casi frenética, el botón de Coca-Cola, la máquina entraría en un estado de absoluta confusión y me daría dos latas por el precio de una.

Sí. Yo tampoco me explico cómo no acabé estudiando en Harvard con semejantes ideas.

Pero siempre lo intentaba. Siempre. Metía la moneda, apretaba el botón unas 270 veces/segundo, con la lengua medio fuera y cara de absoluta concentración, como si estuviera compitiendo por el oro de halterofilia en los Juegos Olímpicos.

Por supuesto, nunca caían las dos Coca-Colas.

Jamás.

Pero en aquella ocasión, metí aquellos 20 duros, entré en trance apretando el botón como si no hubiera un mañana y, BUM, dos Coca-Colas aparecieron.

Durante aquellos segundos, les puedo asegurar sin temor a equivocarme, que fui el niño más feliz del planeta Tierra.

Había vencido al sistema. Era más inteligente que una máquina. Era más listo que los señores de Coca-Cola.

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Lleno de júbilo, salí corriendo hacia el coche de mi madre, esperando que se sintiera tremendamente orgullosa de la proeza que acababa de conseguir su primogénito, sangre de su sangre. Como cuando iba andando por la playa del Sardinero con mi hermano y encontrábamos semienterrado en la arena algún trozo de hueso de vete-tú-a-saber-qué y corría a la toalla de mi madre convencido de haber descubierto los primeros restos de un Diplodocus y que iba a ser famoso y ganaría un Premio Nobel, o tal vez dos, y abrirían museos con mi nombre  y mi madre fingía una cara de tremenda admiración y se llenaba su bolso de objetos inservibles y bastante repugnantes.

Pero dicen que la pobreza en casa del pobre dura poco. Tan pronto entré en el coche, mi madre me dijo que ni se me ocurriera beberme dos Coca Colas y que ya le estaba dando la segunda lata a algún chico del colegio.

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Resignado, como los polis de las películas cuando tienen que entregar su placa y su pistola, di aquella Coca-Cola al primer chico que pasaba por ahí de mi curso y que ni siquiera me caía especialmente bien.

Ah. Vale.

Eso fue lo único que me contestó. El muy cretino. El muy imbécil.

Yo le estaba entregando el fruto del sudor de mi frente, de mi tenacidad y de mi esfuerzo, y aquel indocumentado solo me respondía con un miserable y raquítico Ah. Vale.

A veces pienso en acudir a alguna reunión de antiguos alumnos solo para ir a cenar con él y en cuanto pida una Coca-Cola, saltar:

¿QUÉ TAL ESTABA AQUELLA COCA-COLA QUE TE DI, HIENA DESAGRADECIDA? ¿TU PALADAR NOTÓ ALGÚN SABOR EXTRAÑO? BIEN, PUES ERA EL SUDOR DE MI FRENTE Y DE MIS SUEÑOS, MALDITO COLEÓPTERO OPORTUNISTA.

Otro escenario que contemplo es ir con una espada, disfrazado como Íñigo Montoya, y decirle muy seriamente:

Hola, soy el Guardián entre el Centeno. Tú te bebiste mi Coca-Cola. Prepárate para morir.

Ya les contaré cuál es finalmente mi venganza.

La cuestión es que aquel chico se llevó mi Coca-Cola. Y yo me quedé hundido.

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Y el tiempo pasó.

Y llegó el enigmático Cobi y Barcelona 92. Y Curro, un bicho aún más enigmático. Y Aquarius resultó no ser zumo de langosta Y las carpetas cambiaron de cantantes y de peinados. Y cambiaron la máquina.  Y cambiaron las latas de Coca-Cola. Y a Luis Enrique le partieron la nariz en Estados Unidos. Y de repente, yo era tan alto como aquella máquina. Y se fueron la niñas de COU. Y las siguientes. Y las siguientes. Y las siguientes. Y las siguientes. Y las siguientes. Y de repente, las niñas de COU eran mis compañeras. Y viajé. Y fui a la universidad. Y tuvimos un accidente de coche. Y sacaron el Aquarius sabor Coca-Cola, la mayor aberración jamás inventada por el hombre. Y estalló la crisis.

Y el mundo siguió girando.

Sic transit gloria mundi.

Pero yo, siempre, siempre, siempre que voy a una máquina de Coca-Cola, meto la moneda y sigo apretando frenéticamente el botón.

No puedo cambiar. Ni quiero.

Maneras de vivir, que cantaba Rosendo.

Jamás me han vuelto a caer dos Coca-Colas. Pero yo sigo. En mis trece. Erre que erre. Siempre. Sin excepción. Por si un día caen dos. Quién sabe. No me llames iluso porque tenga una ilusión.

Es curioso que tras tantos años, tras tantas cosas en mi vida, uno siga aferrado a esas manías e ideas absurdas de cuando eras niño. Como si fueran un tablón de madera al que agarrarse tras el naufragio.

En la vida uno puede ser de los que aprietan o de los que dejaron de apretar.

Yo sigo apretando. Sigo yendo a jugar al fútbol con mis amigos los domingos. Sigo enfadándome cuando perdemos (casi siempre). Sigo escribiendo. Sigo emocionándome cuando leo El guardián entre el centeno. Sigo escuchando a Loquillo. Sigo riéndome con escenas de Aterriza como puedas. Sigo impresionado con los rascacielos cuando voy a Nueva York. Sigo persiguiendo quimeras. Sigo pensando que se pueden coger dos trenes por la misma vía.

Y sigo creyendo que algún día pueden volver a caer dos latas.

Aprieten, siempre aprieten.

En lo que sea. En lo que hagan.

Como locos, como niños, como si les fuera la vida en ello.

 

El guardián entre el centeno

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Vámonos de boda

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Casarse está bien. No casarse está mejor.

Agustín de Hipona

 

En esta época del año, dos cosas comienzan a brotar sin control: flores y bodas.

Y ambas pueden producir auténticos ataques de alergia entre el personal.

A mí, sin embargo, las bodas me divierten bastante.

Además, en ellas se puede aprender mucho sobre la condición humana. De hecho, si uno permanece en una boda observando atentamente el comportamiento de los asistentes, al acabar la misma puede salir con un doctorado en sociología.

Y resaca.

La resaca no te la va a quitar nadie, amigo.

Del mismo modo que en toda boda hay una serie de protagonistas imprescindibles -el novio, la novia, los padres o el cura- también hay otra serie de personajes secundarios pululando que merecen un reconocimiento especial. Son como John Malkovich: siempre en un segundo plano, con un papel secundario, pero con actuaciones estelares que permanecen en la retina de los ahí presentes durante mucho tiempo.

Su presencia es incuestionable para el equilibrio de la fiesta. Son la amalgama que une y da sentido a todo.

Decía mi admirado Hernán Casciari que todos tenemos un papel, un rol, tanto en la vida como en las bodas.

Asegúrense de tener el suyo:

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1. EL DESATADO

Este personaje es un tipo bastante responsable (opositor, recientemente casado o retirado temporalmente del mundo de la noche) que disfruta de un permiso especial, una especie de Wild Card, para comportarse como un estrella de rock durante la boda.

Y la aprovecha.

Vaya si la aprovecha.

Le reconocerás por su estado de absoluta embriaguez tras la primera copa y el fuego bailando en sus pupilas mientras te sugiere cosas como:

- ¿Tiramos al novio a la piscina?

- Otra copa

- ¿Has visto a la del vestido rojo?

- Otra copa

- Vamos a mantear a la novia. Hasta que toque el techo.

- Otra copa

- Voy a pedir una canción movidita al DJ

- Otra copa

- Tengo ganas de bailar desnudo en el jardín.

2. LA MAGDALENA

Es esa amiga de la novia que va a la boda muy guapa, dressed to kill que dirían los anglosajones, con su sofisticado peinado, su vestido -pensado, preparado e ideado con varios meses de antelación- su tocado, su maquillaje, y que lleva mentalizándose para no llorar durante 6 meses.

Y, sin embargo, en cuanto pone un pie la novia en la Iglesia, la Magadalena rompe a llorar de forma descontrolada, con ataques de hipo y el rímel corriéndose al mismo tiempo que agita el abanico frenéticamente, como si eso fuera a detener la hemorragia lacrimal.

3. LA COMENTARISTA

La Comentarista es esa señora sexagenaria, a la que no conoces de nada ni has visto antes en tu vida, y que por algún motivo desconocido decide sentarse a tu lado en el banco de la iglesia y retransmitirte la boda en directo, mediante susurros, como si estuvierais copiando en un examen de matemáticas.

- Ya entra la novia.

- Qué guapa va.

- Él no parece nada nervioso.

- Les conozco desde que eran así.

- Él es igual que su hermano.

La comentarista será fácilmente reconocible  a 500 metros, por el penetrante olor a perfume, ese perfume cuya venta exclusivamente está permitida a señoras de más de 65 años y un pequinés.

4. LA CHICA CODAZO

Es esa chica espectacular que nadie sabe de dónde sale, si es amiga del novio, de la novia o si se trata de un ángel enviado desde el cielo para anunciar alguna buena nueva. Ella es el elegante cisne del estanque y tú, a su lado, el pato mareado y medio imbécil que no sabe ni nadar.

Llevará algún vestido impresionante (muchas veces de espalda descubierta, mi mayor debilidad), estará morena sea cual sea la época del año y bailará de una forma que conseguiría descorchar una botella de champán a 50 metros de distancia y que hace que suene en tu cabeza la canción de los Troggs:

Wild thing,

you make my heart sing...

Esta chica será fácilmente reconocible por los codazos que te pegarán tus amigos en las costillas y sus enérgicos movimientos de barbilla. Esta técnica del codazo, sutil y elegante como pocas, significa en el lenguaje masculino: Madre mía, Virgen del Camino Seco, por favor, mira inmediatamente a esa diosa del Olimpo que acaba de llegar.

5. EL NIÑO EMPASTILLADO

Es ese niño que está en mitad de la pista bailando Gangnam Style, a una hora inexplicablemente alta de la madrugada, tal vez tras una ingesta masiva de azúcar, con la corbata anudada en la cabeza, sin aparentemente ninguno de sus progenitores alrededor.

Lejos de apelar al sentido común, le jalearás con palmas (EH EH EH EH...) y hasta le subirás a hombros en un momento determinado.

Porque todos fuimos alguna vez ese niño.

6. EL CLICHÉS

Es ese siniestro e inquietante personaje cuya intervención en la boda consiste en ir por ahí, de grupo en grupo, diciendo toda clase de topicazos a gente que ni conoce, forzándoles a esbozar una sonrisa de rigor mortis.

Su repertorio estrella se compondrá de los siguientes clichés:

  1. De una boda sale otra boda, ¿eh? acompañado de un guiño y un codazo inoportuno mientras te encuentras hablando con una chica.
  2. Venga, que a esta te invito yo cuando te encuentras con él para pedir en la barra libre
  3. Ten cuidado que tú eres el siguiente al primer testigo que ve con novia.
  4. Ya no hay marcha atrás, ¿eh? al novio, a la salida de la iglesia, con la novia delante.
  5. Y luego toda clase de comentarios incómodos al novio sobre la noche de bodas y/o el viaje de novios

7. El pistolero más rápido de la ciudad.

Es ese entrañable fenómeno que a los 5 minutos de haber abierto la barra libre, ya lleva encima la madre todas las curdas, va sin chaqueta, con una flor en la oreja y se dedica a sacar a bailar El Niágara en bicicleta a todas las chicas comprendidas entre los 16 y los 86 años, mientras baña a todo el mundo a su alrededor con la ginebra de su copa.

El pistolero sufrirá al día siguiente un repentino y feroz ataque amnésico que le impedirá poder recordar cosas y recurrirá a ti para que le ayudes a reconstruir su noche.

8. EL HANNOVER

Hay que ser muy bala perdida, muy crápula,  para que bauticen en tu honor este noble arte.

Un Hannover no se puede hacer a lo loco. Requiere disciplina y método.

A saber los pasos básicos:

1. Agarrarte una castaña colosal la noche antes de l

La chica que lloraba ginebra

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If it's the beaches

If it's the beaches' sands you want

Then you will have them

The Avett Brothers If it's the beaches

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I.

Todo empezó en una playa.

II.

Bueno, no.

Todo empezó en una biblioteca.

Porque él siempre escogía la época de exámenes en la biblioteca para enamorarse fatalmente de alguna chica, cuyo nombre ni sabía, ni llegaba a saber nunca.

Y empezaba estudiando los apuntes y echando un vistazo furtivo a la chica de turno y terminaba estudiando a la chica y echando un vistazo furtivo a los apuntes.

Y así le iba.

Que luego él suspendía y  la chica de turno aprobaba todo y se iba de prácticas a Google, a un hospital en Nueva York, a un despacho de abogados de esos con dos apellidos unidos con una elegante "&" y el sueldo equivalente al presupuesto nacional de Nueva Zelanda o a un fastuoso estudio de arquitectura en París, ya saben, esos típicos sitios en los que para entrar necesitas superar las doce pruebas de Hércules, dominar alguna lengua muerta y donde a él no le hubieran dejado entrar ni con una orden de registro del FBI.

Y le decía a su madre que no pasaba nada, que la liga estaba ganada, que más se perdió en Cuba y vinieron cantando, que siempre les quedaría París y septiembre, que él era un corredor de fondo.

Y su madre le respondía: No, hijo, no eres un corredor de fondo. Lo que pasa es que eres un imbécil en el fondo. Que es una cosa muy distinta.

III.

Todo empezó,  como iba diciendo, hace bastantes años, en uno de esos días de cuasiverano en los que uno trata inútilmente de concentrarse en los tediosos apuntes ¿y cuáles no lo son en esta época del año?- mientras su mente se encuentra en una fiesta hawaiana, con chicas de bikinis de cocos bailando canciones de los Beach Boys.

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Lo típico que uno hace en verano, vaya.

IV.

Y en uno de esos descansos de dos horas que él solía hacer con un amigo en el bar de enfrente para leer el MARCA, conoció a una chica con una camiseta de rayas en la que se había fijado en la biblioteca. Ella estaba con dos amigas.

Se tomaron unas cañas y acabaron todos tomando luego unas copas en un tugurio con música espantosa de chill-out y decoración futurista, lo único que estaba abierto aquel martes de exámenes. Pero todos parecían poseídos por el espíritu de Carlinhos Brown en los carnavales de Río. Era cuando se bebían la vida a tragos largos.

Ella aprobó todo. Él, no.

Ella veraneaba en Santander.  Y quedaron en verse.

V.

La primera semana de agosto fueron a la playa.

¿Por qué llevas la parte de arriba del bikini y la de abajo distintas?

Es bastante absurdo. De hecho, parece como si te hubieras vestido a oscuras y te hubieras confundido.

Ella no se rió.

Ella, mirada de langosta mutante asesina.

Y un silencio incómodo.

Y las gaviotas huyendo ante el estallido inminente.

Y las olas del mar en silencio.

Aquel día aprendió una valiosa lección.

JAMÁS comentes el modelito de una chica.

Años más tarde aprendería otra.

JAMÁS te refieras como modelito al look/ atuendo/ conjunto/ disfraz/ vestido/ bikini/ ropadegimnasio/ pijama/ sombrero/ poncho/ zapatos de una chica

VI.

Fueron a cenar al Marucho. A ella le gustaron las croquetas de centollo. Pidieron vino blanco. Para exportar. Que casi llaman de las Rías Baixas. Que qué coño se creían. Salieron a la calle. Y hacía ese agradable corriente de aire como cuando abres el frigorífico de casa una noche calurosa. Piel de gallina.

Te estás pelando, observó él, señalando su brazo.

Es verdad, dijo ella.

Y a continuación, de forma inesperada, se arrancó esa tira de piel del brazo, de unos 11 centímetros, como si fuera una serpiente mudando de piel.

En otras circunstancias, él habría puesto una mueca de horror y espanto ante ese grotescto espectáculo y luego habría salido corriendo como alma que lleva el diablo al grito de "Leprosa, Leprosa, Leprosa".

Pero ella se rió, diciendo "Puaaaggghhh qué asco, ¿no?", y puso ojos de ardilla (jódete, Langosta Mutante Asesina) y estaba con esa belleza particular que solo alcanzan las chicas en verano o tras la primera copa,  y la voz cazallera y premonitoria de Sabina empezó a sonar de fondo en su cabeza: Cuidado, chaval, te estás enamorando...

VII.

Enamorarse.

Enamorarse es una cursilada dijo él a la mañana siguiente, mientras jugaba con un amigo al Pro Evolution Soccer en calzoncillos.

Porque nada una más y favorece la conversación entre dos buenos amigos que un vibrante Chelsea-Inter de Milán de 40 minutos en gayumbos.

Siempre he pensado que los jefes de Estado deberían quitarse los pantalones y solucionar sus conflictos y tensiones internacionales echando un partido al Pro. Obama contra Putin, unas patatas fritas de bolsa y una botella de Coca-Cola de 2 litros. Y todo solucionado.

O jugando al poker en calzoncillos, como diría el chico de Belfast.

Nosotros somos del norte. Nosotros no nos enamoramos.

Y pronunció ese nosotros no nos enamoramos como si fuera una palabra con tutú rosa, un lazo y comiera cupcakes.

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VIII.

Le grabó un disco. Lo tituló: El Mejor Disco De Verano Jamás Grabado En La Historia Contemporánea (lo que tampoco tiene mucho mérito si tenemos en cuenta que el primer compact disc grabable se inventó en 1990)

Nunca fue muy bueno escogiendo nombres.

El disco arrancaba con Ask, de los Smiths, la mejor canción para empezar un disco de verano.

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Y póngase crema solar

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Este sábado, bajo un sol cayendo a plomo, tirado en la playa de El Puntal, intentando recuperar las constantes vitales tras una noche de excesos, pensé en lo importante que es ponerse crema solar.

Y vino a mi cabeza aquel genial artículo que publicó la periodista Mary Schmich en el Chicago Tribune, en junio de 1997, y que tuvo tal éxito que lo convirtieron en una canción, con un videoclip dirigido por Baz Luhrmann (el director de El Gran Gatsby).

Wear sunscreen.

Y me puse a pensar en todos esos consejos que me han ido dando a lo largo de la vida y que pueden ser útiles para vivir este verano.

1.- Huya. Escape. Viaje.

Todos huimos. Hasta las ratas huyen. La vida va de eso. Incluso la muerte. (Juan Tallón)

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2.- Duerma con la ventana abierta

3.- Escuche entero el último disco de Vampire Weekend.

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4.- Haga fotos para usted. No para Facebook.

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5.- Escriba y recuerde que una palabra vale más que mil emoticonos (incluso más que el de la sevillana dando palmas y taconeando).

6.- Silbe sin parar esta canción.

7.- Viaje siempre con gente que quiera.

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8.- Báñese en el mar de noche.

9.- Empiece a ver una serie: un homenaje a Tony Soprano o la segunda temporada del mago Sorkin escribiendo The Newsroom.

10.- Escriba una postal.

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11.-

Emborráchate.  

De vino, de poesía o de virtud.

Pero emborráchate.

12.- Cene con amigos al aire libre.

13.- No cene con pesados (*).

(*) Pesados: los que solo hablan de dinero, los todólogos, los sosos, los que no sonríen, los que solo hablan de ellos, los cornetas del Apocalipsis, los que son maleducados con los camareros, los egocéntricos, las parejas que parecen hermanos siameses, los pechofríos, los que tienen el sentido del humor de un cactus, los bebedores de lágrimas, los vampiros de la alegría, los que se quejan del calor, de los mosquitos y de la vida.

14.-.Enamórese de esta canción y tararéela hasta la extenuación

15.- Lean la que dicen que es la nueva obra maestra de la novela negra: "La verdad sobre el caso Harry Quebert" y compartamos impresiones vía Twitter cual club de la lectura friki.

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16.- Vaya al cine al aire libre.

17.- Disfrute de un café con hielo en una terraza mientras lee prensa (incluso prensa extranjera, aunque no tenga ni pajolera idea lo que dice).

18.- Vuelva a ver Casablanca. Siempre es un buen momento para volver a ver Casablanca.

19.- Bébase el miedo y la tensión.

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20.- Tome un helado después de cenar (en cucurucho y a base de lametazos de vaca tudanca, nada de cucharillas y tarrinas, que nos conocemos) mientras da un paseo con alguien.

21.- No se la juegue con el helado. Tiene el resto del año para analizar el maridaje del helado de pistacho, con bacon caramelizado y chocolate fundido por encima.

22.- No se vaya de ningún lado dando un portazo.

23.- Aprenda a hacer esto con los vasos de sangría.

24.- Evite los chiringuitos que atracan a los turistas.

25.- Evite a los turistas.

26.- No tenga miedo a saltarse el protocolo.

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27.-Haga carreras nadando hasta la boya y no dude en agarrar del traje de baño y/o hacer un aguadilla a su rival en caso de ir perdiendo. Todo el mundo sabe que la única regla en una carrera hasta la boya es que no hay reglas.

28.- Siga hablando con sus amigos de ese bar que algún día montarán. Aunque nunca lo lleguen a montar.

29.- 9 de cada 10 dermatólogos aconsejan que tal vez no sea tan buena idea quedarse durmiendo al sol cuando llega de una noche de jarana. El otro dermatólogo era el mío.

30.- Confíe siempre en que la pelota caerá al otro lado.

31.- Vaya a San Sebastián. Pocas ciudades hay más bonitas que San Sebastián en verano.

32.- No lleve un Speedo a.k.a turbopaquet salvo que usted sea un plusmarquista en 200 metros mariposa.

33.- Evite pasear con los brazos cogidos entre sí por la espalda si aún no ha cumplido 60 años.

34.- Perfeccione el noble arte del hamaquismo, mucho más complejo de lo que puede parecer a simple vista.

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35.- Tome el sol pero sin caer en la tanorexia extrema (aunque me temo que ya es demasiado tarde para algunas)

36.- Duérmase debajo de una parra. Créanme, es algo diferente.

37.- Clave una botella en la arena y beba acompañado en la playa.

38.- No se olvide esa botella en la arena cuando lleve 14 copas encima.

39.- Intente no amanecer vestido en la playa, rodeado de niños y familias, como le pasó a mi querido Jabois.

40.- Vaya a la Semana Grande de Bilbao tras leer Resaca Crónica, de Pablo Martínez Zarracina.

41.- Lamento comunicarle que las gafas de sol no le convierten en invisible así que no se quede absorto mirando a las chicas en bikini.

42.- Si le dice a un niño en la playa que le va a ayudar a hacer un castillo de arena, comprométase y hágalo bien: con su foso, su túnel para que entre el agua, su torres, su contrafuertes y su correcta proporción de arena mojada/arena seca. Siempre odié a los mayores que no se comprometían con mis castillos.

43.- Vea alguna película de los Hermanos Marx

44.- Disfrute de un viaje en coche con sus amigos.

45.- No pida un cóctel cuyo nombre tenga connotaciones sexuales.

46.- Vuelva al quiosco, a la panadería y al bar de pueblo. Vuelva al periódico de provincia.

47.-  Aprenda algo de un mayor: jugar al tute, pescar, echar la partida de dominó, plantar patatas, hacer licor café casero, jugar a los bolos cántabros o bailar chotis. Algo. Lo que sea.

48.- Viva de noche.

49.- No existe más que una estación: el verano. Es tan hermosa que las otras giran a su alrededor – Ennio Flaiano

50.- Y, sobre todo, póngase crema solar.

Y disfruten del verano.

Y vuelvan con fuerza porque, cual tahúr del Mississippi, tengo un par de ases en la manga para la vuelta...

Les espero al final de la escapada.

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El guardián entre el centeno

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Como decíamos ayer

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Y no estaba muerto. Que estaba de parranda.

Disculpen el retraso.

Estaba aferrado a la barra, pidiendo la última, con las luces encendidas y gritando "Del barco de Chanquete no nos moverán" mientras los puertas me sacaban a rastras del verano.

Qué quieren que les diga. Nunca he encajado demasiado bien esto de que se acabe el verano.

Será que septiembre sabe a copa aguada, a derrota en la prórroga y a beso de despedida. Será que el verano siempre se va con los zapatos en la mano y sin dejar una nota en la mesita de noche. Será lo que sea que será.

Y no es que septiembre no me guste. Es que el verano me gusta demasiado.

Septiembre es como quedar a cenar con una chica justo después de una apasionada relación de varios meses con la que crees que es la mujer de tu vida, una mujer que va siempre en bikini, vive en la playa y está perpetuamente morena y de juerga, bebiendo copas en el bar de la playa y moviendo la cintura al ritmo de Carlinhos Brown.

O de Jimi Hendrix.

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Ay.

(Suspiro).

No eres tú, Septiembre. Soy yo.

Cause you´re a lovely girl, but just not for me.

Septiembre siempre acaba volviendo. Como los supervillanos archienemigos de las películas que, cuando parecen muertos y enterrados, sacan el puño enhiesto de entre la grava en la última escena, sedientos de venganza.

Así es septiembre. Siempre vuelve. Siempre tiene la última palabra. Como Darth Vader, el Joker o tu madre.

Espero que hayan tenido un verano divertido. El mío ha sido intenso, que es como tienen que ser los veranos.

He recorrido con mis amigos Sicilia y las islas Eolias en barco. He roto mi enésimo teléfono móvil. He jurado amor eterno a mi nuevo helado favorito: limone e pistacchio, una combinación de sabores tan perfecta que debe ser inmoralCalculo que me habré enamorado, en un escenario conservador, de aproximadamente 700 chicas napolitanas en la isla de PanareaMe ha entusiasmado Palermo, como me pasa con todas las ciudades decadentes, caóticas y con cierto grado de abandono.

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He conseguido la extraña proeza de hacer volcar una zodiac. He ganado a las cartas a mis amigos (a pesar de confundir sistemáticamente las picas con los tréboles para exasperación de todos ellos). Me he sentado en las escalinata del Teatro Massimo donde Michael Corleone llora desconsolado en la escena final de El Padrino III (y si aún no ha visto El Padrino, se merece el spoiler).

Me he despeñado en plena noche de Stromboli por un terraplén de varios metros de altura (no pregunten) y he continuado de copas (sigan sin preguntar). He leído todos los libros de Christopher Hitchens. He conocido un vino dulce llamado Malvasía que es probable que empiece a importar a España en cantidades industriales. He decidido que me retiraré en la isla de Stromboli, rodeado de limoneros y alcaparros, como Ingrid Bergman y Roberto Rossellini.

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He descubierto un restaurante pequeño en la playa de Panarea, llamado Zimmari, que lo lleva un encantador tipo llamado Andrea, donde preparan los mejores spaghetti alla bottarga que he probado en mi vida. He llorado como una quinceañera viendo El Diario de Noa por la marcha de zil del Real Madrid (Mesut, si estás leyendo esto, vuelve por favor. VUELVE).

Ha sido un verano inolvidable.

Ojalá hubiera sido interminable.

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Pero a todo cerdo le llega su San Martín. Y uno está tranquilamente viendo la vida pasar en alguna terraza cuando, de repente, empiezan a sonar anuncios por doquier sobre la vuelta al cole, haciendo que tu niño interior rememore viejos traumas y muera un poco por dentro. Y vuelve a aparecer en el informativo de Matías Prats, como si de El día de la marmota se tratara, la misma psicóloga laboral de todos los años, con cara circunspecta, hablando sobre cómo combatir la depresión postvacacional, recomendando que hay que tomarse la vuelta al trabajo con "filosofía" y subrayando que "es importante beber mucha agua", consejo muy versátil que por lo visto debe valer para combatir una ola de calor, la vuelta al trabajo o el ataque de una orca asesina.

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Me gusta tanto el verano que me niego a aceptar que se acabe, a pesar de notar las garras de septiembre cerniéndose sobre mí y de ya andar por las calles de Madrid como un poeta atribulado paseando por París, abatido por la certeza inexorable del Tempus Fugit y como si estuviera escribiendo El libro del desasosiego de Pessoa.

Pero hay que ser fuertes y volver con ganas.

Porque los hombres de verdad, los tipos duros no lloran ni miran hacia atrás en las explosiones.

Les traigo varias novedades. Bonitas novedades.

Así que, como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes.

En primer lugar, les diré que a partir de ahora, tendremos cada mes una cita en la revista ELLE de papel. En el número de septiembre ya aparece mi primera columna, en la que hablo de las chicas de septiembre, lo único que hace que el fin del verano sea algo gestionable y no acabe arrojándome al vacío desde el puente de Juan Bravo.

Les confesaré que estoy tan encantado como sorprendido con la acogida que ha tenido. Me han llegado infinidad de fotos de lectores por todo el mundo acompañados por mi "yo de papel" en sitios tan dispares como en la playa de Cádiz, en un avión rumbo a Tailandia, en las fiestas de algún pueblo de Castilla, en las calles de Moscú, en alta mar cerca de alguna isla del Caribe o en un bar del SoHo de Nueva York.

Incluso me han dedicado un par de columnas sorprendentemente bonitas para ser yo el objeto de las mismas: El hombre que bailó con Beyoncé de Gonzalo Altozano y La nostalgia es de jóvenes de Enrique García-Máiquez.

Creo que no tengo gracias suficientes para todos. Y como dijo Andrés Calamaro en un concierto en San Sebastián: "se van a arrepentir de haberme tratado así de bien".

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En segundo lugar, y a tenor de los muchos mails y tuits que he ido recibiendo preguntándome por distintas recomendaciones sobre libros, música o restaurantes, hemos decidido tomar cartas en el asunto.

A partir de ahora, iré publicando de forma periódica varias recomendaciones que podrán consultar en los laterales de este bonito blog. Serán recomendaciones de libros, bares, restaurantes y música.  Ya saben, sobre eso que realmente importa.

"Hace tiempo, Dick, Barry y yo decidimos que lo que importa es lo que te gusta, no lo que te gustaría ser. Discos, libros, películas... eso es lo que realmente importa. Puede que suene cínico, pero es la puta verdad"

Alta Fidelidad

Y solo recomendaré cosas sublimes, magníficas y bonitérrimas. Que la vida es muy corta como para escribir sobre libros o restaurantes malos.

Así pues, iré actualizando cada semana sobre esos libros que me hacen quedarme despierto hasta las 4 de la mañana, sobre mis restaurantes favoritos, sobre bares, ¡qué lugares!, y sobre la música que me entusiasma, música de todos estilos y épocas. Porque las cosas buenas siempre son actuales.

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Canciones tan bonitas como esta que llevo escuchando todo el verano.

Un libro.

Un restaurante.

Una lista de canciones.

Ese es el plan.

Esta semana ya publicaré mis primeras recomendaciones literogastromusicales. Permanezcan atentos.

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Y en tercer lugar, he prometido a mis queridas chicas de ELLE, mano sobre Biblia y juramento con escupitajo en la mano mediante, actualizar más a menudo.

Y haciendo mías las palabras del gran Loco:

"Y vive Dios que escrito está: si te doy mi palabra, no se romperá"

Además, últimamente he recibido, ejem, "sutiles sugerencias" de ciertas queridas lectoras dejando caer alguna indirecta sobre el retraso en actualizar.

Llámenme suspicaz pero siempre he sabido leer entre líneas

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Así que aquí estamos de vuelta, con más ganas que nunca y tantas cosas por hacer que no sé ni por dónde empezar.

Espero, eso sí, que hayan descansado porque se viene encima una temporada divertida.

Bienvenidos de nuevos a su bar favorito. Y no se preocupen que a la primera ronda invito yo. El último que cierre.

Vayan sacando del armario sus zapatos de bailar, la crema antiojeras y las ganas de comerse la ciudad.

Y recuerden que del barco de Chanquete no nos moverán.

Eso jamás.

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Lo poco que sé de la vida

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You know, Bill, there's one thing I learned in all my years. Sometimes you just gotta say, "What the fuck, make your move."

Tom Cruise en Risky Business (1983)

Como cualquier chico de mi generación, lo poco que sé de la vida lo aprendí de las películas de los años 80.

Soy consciente de que quedaría mucho mejor dejando aquí por escrito que fue una visita a la Basílica de Santa Croce en Florencia lo que cambió mi vida, como le pasó a Stendhal, cuando casi le da un pasmo por una "sobredosis de belleza". O que descubrir la singularidad de los números primos supuso un punto de inflexión en mi vida. O que fueron los años 60, un disco de Grateful Dead y un viaje iniciático por California a base de ácido lo que me hizo abrir los ojos.

Pero les estaría mintiendo. Porque yo aprendí de la vida con las películas ochenteras.

Aprendí el valor de la amistad y de la lealtad con Los Goonies (róbame la novia, quema mi coche o desvélame el final de Breaking Bad, pero jamás te metas con Los Goonies). Michael J. Fox, Charlie Sheen y Tom Cruise fueron los hermanos mayores que nunca tuve. Jugábamos a Tiburón en la playa y le cogía la cajetilla de tabaco a mi padre para ponérmela en el hombro, por debajo de mi camiseta blanca Ferry's, tal y como hacía River Phoenix en Cuenta Conmigo.

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Soñaba con fundar El Club de los Poetas Muertos Santanderinos y como primer paso le pedí a mi pobre madre que me comprara la antología de poemas de John Keats (yo creo que fue cuando empezó a darse cuenta de que tenía un hijo medio tarado). Deseaba ser castigado por el director de mi colegio y conspirar contra él formando nuestro propio Club de los Cinco. Sleep all day. Party all night. Never grow old. Never die era nuestro lema

Algunos días quería ser un caballero Jedi y otros, un cazafantasmas, y en cuanto mi hermano se despistaba le propinaba mi mortífera Patada de la Grulla, inspirada en Karate Kid. Top Secret nos mataba de la risa -y sigue haciéndolo- y aprendí lo que era enamorarse de una femme fatale con la mujer de Roger Rabitt, que no era mala sino que la habían dibujado así.

Pero si tuviera que elegir una película, una sola película de los años 80, escogería Risky Business.

Sin ninguna duda.

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Y no me juzguen, listillos, que ayer el vídeo en el que Miley Cyrus aparece lamiendo un martillo llevaba 107.464.511 reproducciones en Youtube y sé que más de uno de ustedes lo habrá visto. Y no es que estemos hablando precisamente de Shakespeare.

Les cuento toda esto porque ayer leí una noticia haciéndose eco de la decisión de Tom Cruise de pedir ayuda a la iglesia de la Cienciología para encontrar a su futura mujer.

En fin. Tom Cruise pidiendo ayuda para ligar. Ya lo que me faltaba.

zil se va al Arsenal, Harrison Ford está rodando una película con el cafre de Schwarzenegger y ahora Tom Cruise me sale con esto. Corren malos tiempos para mis mitos.

Tratando de quitarme de la cabeza esta imagen de un Tom Cruise cincuentón arrastrándose por conseguir una novia, volví a acudir a mi DVD de Risky Business y di al play a esta joya atemporal.

Y volví a reírme.

No creo que el cine de hoy en día sea peor. Ni la música. Ni el fútbol. Ese argumento ad antiquitatem de que cualquier tiempo pasado fue mejor es algo que no comparto. Porque simplemente estamos comparando lo mejor y lo más brillante que ha sobrevivido a una época con lo bueno, lo malo y lo espantoso de ahora. Es una comparación sesgada.

Pero sí que hay ciertas cosas que me impactaban más hace tiempo. Tal vez sea cierto lo que decía The Economist el otro día acerca de que lo peor que perdemos con la edad es la curiosidad.

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Una de mis escenas favoritas de Risky Business (y de la historia del cine) es cuando Joel, interpretado por un jovencísmo Tom Cruise, se queda solo en casa, abre la botella de Chivas de su padre, lo mezcla con Coca-Cola y se pone a bailar en gayumbos por el salón de su casa.

Es un baile icónico. Representa a una generación, como los patos de Holden Caulfield.

Era cuando Tom Cruise  el rey del mambo. Cuando lo petaba antes de que el concepto 'petarlo' existiera. Cuando puso de moda las Wayfarer. Cuando era un seispesetas, más chulo que un ocho y jugaba al billar con Paul Newman, buscando nuevos Gordos de Minnesota a los que batir sobre el tapete verde por un puñado de dólares.

Es decir, antes de meterse en toda esa historia de la Cienciología dando pábulo a turbios e inquietantes rumores de come-placentas.

Aquel baile fue imitado hasta la saciedad por cualquier adolescente en cuanto sus padres salían por la puerta de casa para irse de viaje. El baile de la libertad. El baile de los viernes. El baile de la victoria. El baile que no precisaba saber bailar bien. Míranos, no bailamos tan mal, son los demás los que no saben. Solo necesitabas poner algo de música a todo volumen y unos calzoncillos.

Hasta Heidi Klum lo baila.

Vaya si lo baila.

O mi añorado ALF, ese alienígena de alarmante pilosidad, napia en forma de croissant y flequillo mod, poseedor de 7 estómagos y cierta debilidad gastronómica por los gatos.

¿Cómo no amar a un bicho así?

O en Scrubs, una de las series más desternillantes de los últimos años.

Aquel baile marcó una época.

Recuerdo perfectamente que mi amiga Cris, la chica más guapa de mi clase, tenía en su carpeta una foto de Tom Cruise, y yo solo deseaba que ese retaco ardiera en el infierno.

Pero luego vi Top Gun y le tuve que perdonar. Era Maverick. El puto Maverick.

Ay, Tom. Lo tenías todo. Eras Maverick, cobrabas cientos de millones de dólares y tenías a la chica más guapa de mi clase. Y te acabaste casando con la insulsa e hierática Nicole Kidman. Normal que terminases metido en una secta.

Pero siempre nos quedará aquel baile, como el París de Casablanca.

Ese baile reservado para las ocasiones especiales, como cuando llega el viernes, o vuelves de cenar con una chica fascinante, o viene tu grupo favorito a tocar a tu ciudad, o sacas la nota que quieres en el MIR, o gana tu equipo de fútbol a domicilio, o llega el tío de la pizza una mañana de resaca o te hacen esa oferta justo en el trabajo que quieres.

Ya saben, esos momentos en los que uno solo desea quitarse los pantalones, resbalar sobre el parquet y empezar a gritar el "Old time rock and roll" de Bob Seger.

Porque hay veces en las que uno simplemente tiene que decir "what the fuck".

Y subirse a la mesa a bailar.

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Eso es lo poco que sé de la vida.

 

El guardián entre el centeno

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Música para camaleones

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Es alta y esbelta, quizá de setenta años, cabellos plateados, soigne, ni negra ni blanca, el color oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleans. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado de ajenjo.

Tres camaleones verdes corretean por la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:

- Camaleones. ¡Qué extraordinarias criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la música?

Me contempla con sus bellos ojos negros

-¿No me cree?

-Sí, claro que la creo.

Ladea su cabeza plateada.

-No, no me cree. Pero se lo demostraré.

Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado. Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla: una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas. Empieza a tocar una sonata de Mozart.

Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego. Se deslizan por la terraza y entran correteando en el salón: un auditorio sensible, absorto en la música que suena. Y que entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones calen disparados como chispas de una estrella en explosión.

Ahora me mira.

- Et maintenant? C´est vrai?

Truman Capote,  Música para camaleones (1980)

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Música para camaleones es uno de mis cuentos favoritos de Truman Capote. Recuerdo perfectamente la primera vez que lo leí y cómo me quedé fascinado con estos camaleones de la Martinica que sentían debilidad por Mozart.

Curiosa mezcla.

La semana pasada volvieron a mi cabeza los camaleones de Capote mientras me encontraba viendo una película que me encantó: Le Havre.

Se trata de una película franco-finlandesa (acabo de reventar el gafapastómetro) que cuenta la bonita amistad entre un frustrado escritor reconvertido en limpiabotas y un niño africano y sin papeles recién llegado a Le Havre. La soledad, el hambre y el desarraigo de ambos les une y les hace cuidar uno del otro.

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En una escena que me impactó de la película, Idrissa, que así se llama el niño, se queda de piedra, completamente asombrado, la primera vez que ve funcionando el tocadiscos en casa del limpiabotas. Le atrapa por completo ese sonido que sale del aparato cuando la aguja rasca el vinilo. Es un momento mágico.

Y, por unos segundos, me recordó a un camaleón de los que hablaba Capote.

Al terminar la película pensé en lo importante que es recuperar esa sensación de asombro con las canciones. Volver a quedarse de piedra cuando suena una canción que te gusta. Masticar las letras.

Últimamente estamos rodeados de tal volumen de canciones que no prestamos la atención suficiente a la música. Nadamos en la superficie de los discos. Canciones de usar y tirar. No valoramos ciertos detalles como el mensaje que subyace en la letra, el sonido de instrumentos desconocidos o el de una voz distinta.

Esta es una lista con las canciones que han conseguido en mí el mismo efecto que tenía Mozart en los reptiles. Que dejara cualquier cosa que estaba haciendo y me quedara absorto, por unos segundos, como uno de los camaleones de Capote, mientras sonaban.

Aquí están esas canciones.

Escúchenlas.

Escúchenlas como camaleones.

Lista:  Música para camaleones

(* Hagan clic en cada título para que les lleve a Spotify)

1.-  Justin Townes Earle One More Night in Brooklyn

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Guardo especial cariño a esta maravillosa canción porque me recuerda a esas noches por Nueva York con amigos. A poder ser, tras habernos calzado un chuletón en Peter Luger de Brooklyn y luego un par de dry martinis en el Pravda.

Siempre hay tiempo para una noche más en Brooklyn...

2.- Smile City girl

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Estoy enamorado cual quinceañero con de esta canción que habla sobre inocentes chicas engañadas por surfers egoístas, amores de verano, revistas de pubertos, botellas vacías del minibar y Toblerones.

Y el vídeo, que me lo sopló un amable lector, animaría hasta un velatorio. No se lo pierdan porque es tremendamente adictivo. Les resultará imposible verlo una sola vez.

(Necesito urgentemente que la niña rubia que sale bailando me enseñe un par de pasos. Porque ha nacido para esto)

3.- Niños Mutantes No Puedo Más Contigo

Esta versión en directo y con Zahara es fabulosa.

Confieso que me fascina casi cualquier canción en la que haya silbidos. No sé por qué. Pero dame una canción con silbidos en el estribillo y estaré varios días entonando la melodía para penitencia de la gente a mi alrededor (soy un lamentable silbador).

Panderetas y armónicas también despiertan en mí un sentimiento de exultación parecido.

Estos granadinos mutantes son unos clásicos en mis listas.

4.- 

El Maletas

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Me gustaban aquellos jueves.

Gloria me llevaba a una cafetería a tomar chocolate con churros. Nos sentábamos en la barra. El camarero era igual que Saddam Hussein y tenía un diente de oro. La radio siempre estaba encendida. Yo tendría 6 o 7 años.

Me acuerdo perfectamente de la primera vez que vi al Maletas. En la calle llovía a mares y Gloria leía una revista que había sacado del bolso. Y entonces entró él. Con su pelo canoso, revuelto, peinado de cualquier manera, como si antes de salir de casa hubiera introducido un tenedor en el enchufe. Barba de dos días, con briznas de gris y marrón. Nariz bulbosa y amoratada. Y aquellos ojos enormes, tan líquidos, con los que siempre parecía estar a punto de romper a llorar. Pero él no era de esos tipos. Era imposible que él supiera llorar. Porque tenía manos de tipo duro. No sé si de marinero, de carpintero o de boxeador. Pero eran manos de tipo duro. Nudillos como cordilleras y venas serpenteando por el dorso de la mano y perdiéndose bajo los puños de la camisa. Era imposible que alguien con esas manos supiera llorar.

Vestía una gabardina arrugada. Zapatones para la lluvia. Y llevaba consigo una maleta pequeña pegada al cuerpo, tratando en vano de protegerla de la cortina de lluvia que caía fuera.

El Maletas. Todos le llamaban así.

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Entró en la cafetería como si estuviera en la cocina de su casa. Saludó muy amablemente a los parroquianos ahí presentes y llamó por su verdadero nombre a Saddam Hussein. Y se sentó a mi lado. A continuación pidió un sandwich vegetal, una trinaranjus y empezó a dar golpes en la barra metálica silbando una melodía.

Qué bien silbaba.

Posó sus ojos en mí, escudriñándome con algo de extrañeza.

"Qué pasa, chaval".

Yo me quedé mirando a aquel tipo con esa mezcla de fascinación e incomprensión que muestra un perro la primera vez que ve funcionar una aspiradora.

Dejó de silbar un momento.

"¿No sabes qué es esto, chaval?".

Y yo, sin abrir la boca. Mutis por el foro. Solo se oía el pasar de las páginas de la revista de Gloria y el ronroneo de la radio de fondo.

"Es una ópera, chaval. Aída. De Verdi. Esto es La Marcha Triunfal. ¿No te enseñan estas cosas en el colegio?".

Y reanudó la melodía.

Cuando le trajeron su sandwich, se abalanzó sobre él. Parecía que llevara un mes sin alimentarse. Comía con prisa. Con las manos. Encorvado sobre su plato. Sorbía el trinaranjus haciendo un ruido tremendo, como si tratara de que le llegara al cerebro. Un grupo de hienas devorando un ñú en estado de descomposición tenían mayor sentido del protocolo que el Maletas.

Y yo no podía apartar la mirada de aquella maleta vieja, llena de costurones, como cicatrices. ¿Qué llevaría dentro? ¿Por qué la protegía? ¿Dónde iría? ¿De dónde vendría?

Cuando dio buena cuenta de su sandwich, se sentó hacia atrás en su taburete y emitió un ruido de satisfacción.

"Ahora me puedo morir tranquilo"

Sacó un cigarro y dio un par de golpecitos a su inseparable maleta, objeto de mi tormentosa curiosidad.

"¡Qué semana! Vengo de Argentina, chaval. Negocios. Ahí todos dicen Che. Che esto, Che aquello. Todo el santo día con el che en la boca. Ahora es verano ahí. Van al revés. ¿Te lo puedes creer? En Navidad están en la playa tomando el sol. ¡Una cosa de locos! Las chicas más atractivas viven en Buenos Aires, chaval ¿Sabes por qué? Por la mezcla de sangres: italiana, alemana, turca... Mira qué bonita es la bandera de Argentina".

Y se sacó del bolsillo un palillo, un mondadientes, con la bandera de Argentina.

"Quédatela, chaval".

Salí de ahí fascinado con eso del che, con lo del verano al revés y con aquel palillo con esa bandera con un sol enorme y radiante en ella.

Volvimos al siguiente jueves. Rezaba para que volviera a aparecer el Maletas. Y ahí apareció. Su gabardina. Sus zapatones. Sus piscinas desbordantes por ojos. Su sandwich vegetal. Su trinaranjus. Su golpes en la barra. Su marcha triunfal. Su Aída.

Y su maleta.

"Qué tal, chaval".

"Hola, Maletas" contesté, armándome de valor.

Se quedó en silencio un momento. Y rompió en una sonora carcajada.

Y volvió con su silbido.

"Esta semana he estado en Australia..."

Y así eran todos los jueves. Esperaba con impaciencia durante toda la semana, deseando volver a aquella cafetería. Ni siquiera me gustaba tanto el chocolate con churros. Lo que me gustaba eran las historias de viajes de Maletas. Cada jueves me contaba una distinta sobre su último destino.

Rascacielos. Peces. Taxis. Pirámides. Frutas de colores. Un muro en Berlín. Barreras de coral. Una sirena varada en Copenhague. Jardines. La URSS. Ballenas. Estambul. Limusinas. Costa de Marfil. La Guerra Fría. El río Zambeze. Nieve. Cataratas. El transiberiano. Canguros. Venecia. Esquimales. Un pianista en Viena.

Y al final me regalaba siempre un palillo con una bandera. Y mi imaginación se desparramaba mientras yo me manchaba de chocolate y Gloria me echaba la bronca.

Ardía en deseos de conocer todos esos sitios. Me guardaba los cromos de los futbolistas de los países más exóticos para que el Maletas me contara historias de sitios como Panamá o Noruega.

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Sentía admiración por el Maletas. Me hacía gracia que siempre tuviera algún motivo por el que quejarse. La lluvia. Los políticos. Los árbitros. La salud. Los coches. Pero especialmente siempre se quejaba de lo alta que estaba la calefacción. Mantenía una cruzada contra Saddam Hussein al respecto. Y empezaba a  soltar todo tipo de tacos y maldiciones.

Esto parece un puto crematorio, cagoenros.

Se me van a derretir las pestañas.

Cuando me muera, no pediré que me incineren, vendré aquí a tomarme un chocolate con churros.

Me mataba de la risa. Un día Gloria me puso un puré de verduras que ardía y dije que aquel puré parecía un puto crematorio, cagoenros. Y me soltó una bofetada.

Siempre hablábamos de banderas. Su favorita era la de Nepal. Porque era diferente al resto. Como las mujeres especiales. Mi bandera favorita era la de Yugoslavia.

Una tarde me dijo que viajar era pasear un sueño.

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Uno de esos jueves, el Maletas empezó a discutir con un par de habituales. No sé si de política o de fútbol. El ambiente empezó a caldearse y uno agarró al Maletas por las solapas del abrigo. Intervino Saddam Hussein para poner paz. Aquí no queremos escenitas. A la puta calle. Y se perdieron en la oscuridad insultándose a gritos. Hijo de tal. Hijo de cual.

El jueves siguiente no apareció el Maletas. Ni el siguiente. Ni el siguiente.

Le pedí a Gloria que no volviéramos a la cafetería. Ya no quería chocolate con churros.

Una semanas más tarde, la víspera de Navidad, me pasé por la cafetería. Hacía frío en la calle y yo llevaba un abrigo que tenía ciervos dibujados en los botones y que odiaba con todas mis fuerzas. Le había escrito una carta al Maletas. Y pedí a mi padre que me la pasara a máquina porque me parecía mucho más elegante. El comienzo de la carta arrancaba de forma demoledora: "El Maletas me cae bien porque es más simpático que la mar". Qué quieren que les diga. Era un niño de Santander. Las metáforas marítimas estaban a la orden del día.

Se la entregué a Saddam Hussein. La dobló y la colocó debajo de una figura de la Virgen, donde ponían la Quiniela de la semana para que les diera suerte, al lado de un banderín del Racing. Se la daré en cuanto aparezca por aquí. Feliz Navidad, chaval.

Al cabo de unos meses me invitaron por un cumpleaños a tomar chocolate con churros a aquella cafetería. Nada más entrar, miré hacia la estantería. Y ahí seguía doblada la carta, debajo de la figura de la Virgen, intacta.

Nunca volví a ver al Maletas. Jamás supe qué llevaba en esa maleta. Tampoco llegué a saber nunca si realmente había estado en alguno de esos sitios de los que me hablaba. Ya nadie me llama chaval.

Pero en muchas ocasiones me sorprendo a mí mismo pensando en el Maletas. Porque supo contagiarme esa enfermedad por querer viajar. Y ahora cuando llego a una ciudad nueva y noto ese olor a lo desconocido nada más salir del aeropuerto, siento una corriente eléctrica subiéndome por los tobillos y me pongo a pensar en qué disparatado resumen me haría el Maletas de esa ciudad. Qué historias se inventaría solo para hacerme reír. Y a veces voy andando por la calle y comienzo a silbar, muy bajito, la marcha triunfal de Aída.

Hace unos años fui unas navidades a Roma con unos amigos. La ciudad estaba preciosa. Fue un viaje perfecto. Me enamoré del Panteón y de la pasta Cacio e Pepe. Una tarde lluviosa estaba leyendo en nuestro apartamento, cuando me topé con este fragmento justo al final de una novela de Miqui Otero:

Buscad arrecifes y cosas que brillen, nadad con otros peces que conozcan nuevas rutas, atentos a la música eléctrica de las focas y a las crestas de las olas, y a las resacas y a los rayos de sol y a todas las estrellas. Nadad más y más. Practicad un poco más. Practicad en aguas dulces. Dentro de un tiempo, os echo una carrera.

Y, aunque pueda sonar muy extraño, sentí que aquella era la respuesta del Maletas a la carta que nunca me había respondido.

 

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Sos tan fashion

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Es divertido escribir para una revista como ELLE. Siempre hay chicas muy guapas y estilosas por la redacción, café bueno, te invitan a eventos interesantes y, de vez en cuando, te cruzas con alguna modelo de piernas largas.

Pero también implica ciertas responsabilidades.

Por ejemplo, estar a la última. Saber qué está IN. Saber si decir que algo "está a la última" o "está IN" sigue estando IN (que no lo tengo nada claro).

Al principio tenía la sensación de que no podía escribir para un revista como ELLE sin estar al tanto de lo que estaba de moda en cada momento. No podía permitirme dejar salir a la luz al primitivo cavernícola que realmente habita en mí porque, entonces, adiós a las chicas guapas y estilosas de la redacción, adiós al café bueno y adiós a las modelos con piernas largas.

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Tenía que hacer algo.

Así pues, torpemente, como cualquier proceso autodidacta, fui navegando por las procelosas aguas de la moda, enterándome de las nuevas tendencias. Qué cócteles bebían la IT girls del momento en los bares de Nueva York. Qué coño era eso del floral print. Qué diseñadores jóvenes estaban teniendo éxito en la Semana de la moda de París. Qué red social era la que estaba pegando fuerte.

Y la tarea no fue fácil. Porque servidor, como Jack Lemmon en El Apartamento, siempre ha vivido como un náufrago en una isla desierta, ajeno todo tipo de modas y tendencias. Mi concepto de temporada de otoño consiste en comprarme la nueva camiseta del Real Madrid y ni siquiera tengo Facebook.

Pero me fascina salir a la calle y observar esas modas que se convierten, de la noche a la mañana, en verdaderos fenómenos virales. Como los carteles del Keep Calm, la vuelta de las terribles hombreras, el afterwork, los colores flúor, el hipsterismo, las tachuelas (queridas, se os fue mucho de las manos este tema, que a veces uno ya no sabía si estaba cenando con una chica o con un armadillo), el vodka tonic o el candy crush.

Y me fascina porque no entiendo nada.

Últimamente, como parte de mi proceso de aprendizaje, he estado anotando algunas de estas nuevas tendencias y modas que observo por la calle, en conversaciones, en bares y en restaurantes.

Tendencias que, por supuesto, no comprendo demasiado.

 

1.- LAS FOTOS SELFIES

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De un tiempo a esta parte parece que todas las chicas (y chicos) del universo se han puesto de acuerdo para autohacerse fotos (el denominado fenómeno selfie), posando en todas ellas del mismo modo y siguiendo meticulosamente este orden:

I) Morritos Mick Jagger.

II) Gesto ligeramente ladeado, prestando especial atención al efecto caída lateral en cascada del pelo.

III) Dedos en señal de victoria, Churchill style.

Y me tiene preocupado. De verdad. Hago ímprobos esfuerzos por tratar de entender qué gracia o interés puede existir en hacerte fotos a ti mismo y, además, salir en todas ellas exactamente igual. Y no hallo respuesta.

De hecho, hace unos días, leía con bastante estupefacción que se ha puesto de moda hacerse este tipo de fotos en los funerales. Sí. Una idea tan brillante como el balconing o el eyeballing.

Qué quieren que les diga. A los que tenemos el encanto fotogénico de Chandler siempre nos ha fascinado en el fondo la gente que posa en las fotos.

2.- LOS HASHTAGS

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Hace unos días leía un artículo interesante sobre Jack Dorsey, el creador de Twitter, y me pareció realmente curioso cómo contaba en la entrevista la revolución que había supuesto Twitter en el lenguaje popular. Ahora todo el mundo identifica rápidamente signos como @xxx, un RT o los famosos hashtags (#), las almohadillas de toda la vida que me tienen muy desconcertado.

Porque ahora, cada vez que abro Instagram, me encuentro con una catarata de hashtags aparentemente inconexos, como palabras escogidas al azar, sin orden ni concierto.

De este modo, cuando ahora alguien sube, por ejemplo, una foto de su plato de macarrones con queso, te encuentras a continuación con algo como esto:

#ñamñam #yummy #instafood #hidratos #happy #moments #impossibleisnothing #energía #rainbow #sunshine #BFF #vintage #instamoment #Obama #instalife #Madrid2020 #summer #memories #yeah #like #mmm #foreverandever #hakunamatata #skyisthelimit #Messi #instagood #healthy #party #rocknroll #autumn #fall #felblan #Italy #dontworrybehappy #RyanGosling #unicornios

Y no lo entiendo demasiado, la verdad. De hecho, hay momentos en los que dudo si realmente me encuentro ante algún tipo de mensaje en clave para el enemigo, como cuando durante la Segunda Guerra Mundial los espías mandaban mensajes ocultos en los crucigramas del periódico.

3.- EL EMOTICONO DE LA SEVILLANA

De verdad. Basta. Por favor. No podemos contestar a todo con un emoticono de una sevillana dando palmas. Hemos creado un monstruo vestido de gitana. La sevillana dando palmas ya es una lengua cooficial del Estado. Es el nuevo esperanto.

Quedamos a cenar a las 8. SEVILLANA DANDO PALMAS.

Te paso a buscar en coche. SEVILLANA DANDO PALMAS.

Compra leche y queso rallado. SEVILLANA DANDO PALMAS

Se ha muerto mi hámster. SEVILLANA DANDO PALMAS.

Además ya no se manda una sevillana de forma independiente y esporádica. Ahora se envían ejércitos de sevillanas, como si fueran tropas romanas en formación de ataque, colonizando tu whatsapp a ritmo de palmas.

También estoy observando últimamente, y no sin cierto recelo, un incremento en la popularidad del emoticono de un mono tapándose la cara. Que no sé qué puede significar realmente pero la cuestión es que no dejo de recibirlo.

Paremos esta locura. Aún estamos a tiempo. Entre todos podemos.

4.- HIPSTERS VS. ANTIHIPSTER

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La primera vez que escuché el término hipster fue hace un par de años, mientras daba un paseo con mi amigo Luisón por el barrio de La Condesa, en el DF. Aquí es donde viven los hipsters, me dijo, pronunciando hipster con un impecable acento americano. Pese a no tener ni idea en aquel momento de a qué se estaba refiriendo con eso de hipster, opté por no parecer un españolito desfasado y asentí con convencimiento, emitiendo un sonoro ajá, mientras me fijaba atentamente en la gente que pasaba a mi lado, tratando de buscar un patrón común que me diera alguna pista sobre esa nueva y misteriosa tribu urbana.

Al poco tiempo de volver a Madrid, y ya al tanto de lo que era realmente un hipster, empecé a escuchar el término por todos lados. A todas horas. De repente, todo era hipster: las camisas de cuadros, llevar barba o bigote, los sombreros, las coderas, la pana en cualquiera de sus manifestaciones, Apple, las cámaras de foto Leica, Instagram, los cárdigan, la música folk, Starbucks, las bicicletas, tu padre...

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Pero lo más curioso es que, tras el advenimiento del fenómeno hipster, he observado recientemente el surgimiento de "patrullas antihipster", un movimiento contracultural que controla los niveles de hipsterismo de la ciudad. Los hipsters ahora viven perseguidos como los comunistas en EE.UU en la época de la caza de brujas de McCarthy. Así que, si se le ocurre salir a tomar algo con sus amigos y lleva una camisa de cuadros, barba de 3 días y unas New Balance (yo tengo unas del año 2003 pero me da miedo ponérmelas) es muy probable que en cuanto un amigo le vea, le espete algo del estilo:

¿PERO DE QUÉ VAS DISFRAZADO? ¿QUÉ TE CREES QUE ERES? ¿UN LEÑADOR? ¿EL PUTO BON IVER? ¿AHORA VAS DE HIPSTER? ¿EH? ¿ERES UN HIPSTER? ¿TE VAS A DEJAR BIGOTE Y A COMPRARTE UNAS GAFAS DE PASTA, MODERNITO?

5.- EL CRONUT

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Estoy viviendo con auténtico pavor y estupefacción el desembarco de este engendro pasteloso en todas las reposterías y tiendas cuquis españolas. Si dicen que cuando Estados Unidos estornuda, el mundo se resfría, podríamos asegurar que cuando una estupidez se pone de moda en Manhattan, en España montamos una religión en torno a ella.

Primero fueron los muffins, luego los cupcakes y ahora llega esto. Vamos de Guatemala a Guatepeor.

El cronut (croissant + donut) es el paradigma de esa obsesión por querer tocar las cosas que ya funcionan perfectamente tal y como están. Si Homer Simpson viera lo que están haciendo con sus rosquilllas, se quemaría a lo bonzo frente a la pastelería del creador de esta diabólica creación en señal de protesta.

6.- EL RUNNING

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Siendo un firme defensor del mens sana in corpore sano, hay que admitir que nos estamos poniendo algo intensos con esto del running, otrora footing. Es un no parar de anuncios con frases motivadoras para correr (Yesterday you said tomorrow), de recorridos que la gente comparte en todas sus redes sociales con sus entrenamientos diarios y hasta cadenas de mails (sí, cadenas, porque no puedes escapar de ellas) para apuntarte a carreras de todo tipo, distancia y duración.

Sin ir más lejos, el otro día estaba corriendo por el Retiro cuando me paré a estirar justo a la estatua del Ángel Caído. Mientras me tomaba el pulso convencido de estar sufriendo una parada cardiorrespiratoria, un grupo de tipos ataviados con mallas, gorras, cortavientos, zapatillas supinadoras  y demás gadgets se paró a mi lado a realizar sus profesionales estiramientos. Mi antilook de runner (camiseta de Loquillo + pantalón del Real Madrid + zapatillas viejas) debió despertar en ellos cierta ternura porque, tras un breve y cordial intercambio de impresiones, se les activó el modo testigo de Jehová y me ofrecieron, muy insistentemente, unirme a su Grupo de Running.

Grupo de Running.

Que si es muy divertido. Que si es un plan estupendo. Que si conoces a mucha gente. Que si ya luego nos apuntamos todos juntos a carreras. Que si ya verás.

Esto se quedaría en mera anécdota si no fuera porque justo al día siguiente, en el vestuario de mi gimnasio, un tipo al que he bautizado para mis adentros como Diógenes (por su afición a filosofar sobre cualquier tema completamente desnudo y con la toalla al hombro a modo de toga) me ofreció también salir a correr con él y su Grupo de Running.

No dudo de las nobles intenciones del ambas ofertas, pero, en fin, digamos que me parece algo excesivo apuntarme a algo como un grupo de running. De momento, prefiero la soledad del corredor de fondo. Gran libro (y película), por cierto.

Es estupendo ser corredor de fondo, encontrarse solo en el mundo sin un alma que te ponga de mala leche o te diga lo que tienes que hacer. A veces pienso que nunca he sido tan libre como durante este par de horas en que troto por el sendero de más allá de la puerta y doblo por el roble aquel de tronco pelado y enorme barriga del final del camino. Todo está muerto, pero bien, pues ha muerto antes de haber vivido; no ha muerto después de haber vivido. Así es como yo lo veo.

La soledad del corredor de fondo – Allan Sillitoe

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7.- PATATAS PAJA

De un tiempo a esta parte vengo comprobando con cierto horror que en muchos restaurantes cool de la Villa y Corte se ha puesto de moda acompañar las viandas con ese diabólico invento de las patatas-paja, ese quiero y no puedo de patata frita.

Son un invento atroz y no hay ninguna forma lo suficientemente operativa de comerlas. Mucho crujido y poco sabor. Es como un plato de pequeñas ramas de árbol. Prefiero como guarnición una ensalada de alambre de espino y cristales antes que esto de las patatas pajas.

¿Patatas fritas? Siempre

¿Patatas Panaderas? All in.

¿Patatas Cocidas? Not my cup of tea pero podemos alcanzar un acuerdo

¿Patatas paja? Fuera de mi vista, hereje

Recuperemos el sentido común y volvamos a la patatas fritas, uno de los mejores inventos alumbrados por el ser humano.

8.- LAS FIESTAS DE DISFRACES

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Durante este mes de noviembre me han invitado a tres fiestas de disfraces. A tres. Y de temáticas muy diversas: Halloween, personajes de series de televisión y años 20 (qué daño ha hecho El Gran Gatsby).

Conozco a niños de 8 años con menos fiestas de disfraces que yo a lo largo del año.

Odio disfrazarme. Siempre lo he hecho. Siempre lo haré.

Tal vez sean viejos traumas que arrastro desde que mi madre me obligó en una ocasión a disfrazarme de cuadro de Miró en un concurso de disfraces de mi colegio. Sí, han leído bien. De cuadro de Miró. Yo quería disfrazarme de Butragueño, de Superman o de vaquero, como cualquier niño de la época, pero mi madre se sintió creativa. Y tuve que salir de esa guisa delante de todo mi colegio. Traten de explicar con siete años a un repetidor de B.U.P. que vas disfrazado de cuadro surrealista con ciertos toques fauvistas e impresionistas. A ver cuántas collejas caen.

La cuestión es que no me divierten las fiestas de disfraces. Nada. Pero, por algún extraño motivo, esto de las fiestas de disfraces es un asunto que entusiasma a las chicas.

Las únicas fiestas de disfraces a las que me hubiera gustado asistir fueron la fiesta Black & White que organizó Truman Capote en el Hotel Plaza y la legendaria Toga-Party del inolvidable James Belushi al ritmo de Shout en Desmadre a la americana.

Ah, eso sí que eran fiestas de disfraces de verdad.

9.- LAS SERIES

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Tenemos que admitirlo. No pasa nada. Hemos perdido el norte con las series. Yo, el primero. Admitirlo es el primer paso. Sin ir más lejos, me he calzado, en menos de un mes, la primera temporada de Orange is The New Black (altamente recomendable) y todo Breaking Bad, de una manera completamente enfermiza y compulsiva. Y mi amigo Luis me confesaba el otro día sobre la barra de un bar que se había enchufado 4 temporadas de The Wire en apenas dos semanas. Estamos mal. Necesitamos ayuda.

De hecho, ahora que he acabado Breaking Bad, siento un vacío enorme dentro de mí. Está siendo tan doloroso como una ruptura. Veo algún capítulo de otra serie, pero en fin, no es lo mismo. Aún es demasiado pronto. No estoy preparado para nuevas aventuras. Solo quiero hablar de ella.

Un signo inequívoco de que has perdido el juicio con alguna serie es cuando te sorprendes a ti mismo tomando unas copas con unos amigos y pensando en tu fuero interno: "Qué diablos estoy haciendo aquí con lo bien que estaría ahora mismo bajo mi edredón nórdico viendo alguna serie".

Y sabes que lo has hecho.

10.- EL VERMUT

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Este sábado, mientras tomaba el aperitivo con mi amigo Coru, escuché a unas chicas muy guapas en la mesa de al lado decir que el vermú era el nuevo gin tonic.

Y quise llorar por dentro.

Vivo atemorizado con la idea de que el vermú, esta bebida de elegante color rubí y efectos letales a la hora del aperitivo, se ponga de moda y sea el comienzo del fin, como le pasó al GT.

Si realmente les interesa la verdadera esencia del vermú, lean esto de Kiko Amat.

 

Estas son algunas de las modas que creo van a ser the next big thing.

Para algunas ya llegamos demasiado tarde. Para otras, sin embargo, aún estamos a tiempo de salvarnos.

Luego digan que no les avisé.

Si ven el horizonte otras amenazas similares, no duden en darme el chivatazo.

Estaré al tanto de sus comentarios mientras me como un cronut maridado con un vermut y salgo a correr con mi grupo de running y mis New Balance de hipster.

#cronut #guardian #frapuccino #running #yeah #cute #follow #justdoit #hipster #asereje #vermut #quitateeltop #summer #Batman #orangeisthenewblack #yippikayye #ELLE #Sostanfashion #vintage #HalaMadrid #pink #instamood #smile 

Tengo que estar IN.

El guardián entre el centeno

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Vietnam Sentimental

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Querido M,

Perdona que me haya tomado cierto tiempo en contestar a tu mail. Sé que te dije que te respondería "a la velocidad del rayo" y, sin darme cuenta, ya estamos entrando en el tiempo de descuento de este 2013.

Qué locura esto de que se esté acabando ya el año. Precisamente ahora, justo cuando estaba cogiéndole el tranquillo a 2011. Antiguamente los años duraban más, ¿no? Ahora recién acabamos de aterrizar en 2013 y ya me siento como si estuvieran encendiendo las luces de la discoteca y echándonos a casa. Deberíamos pedir la hoja de reclamaciones. A veces pienso que la vida es un reloj de arenas movedizas.

Siento oír lo que me cuentas de lo tuyo con T.

Tampoco puedo decir que me sorprenda. Porque esta historia tuya con T es como un déj vu. Como si viviéramos atrapado en El Día de la Marmota. No aprendes. Si el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra, tú, amigo mío, eres como Sísifo: te pasas la vida con la misma piedra, subiendo y bajando eternamente una colina. Y ya no sabes cuándo subes y cuándo bajas.

Puedo imaginarme la escena perfectamente en mi cabeza.

Viernes noche. Cena en un restaurante de moda que recomiendan en esa revista que siempre lees. Discusión sobre algún motivo nimio que se va envenenando por momentos. Silencio estrepitoso. Tensión en el aire. Pellizcos al pan. Miradas de reproche. Sonrisa sardónica de ella al camarero. Ruido de cubiertos. Tragos amargos de vino. Esas palabras que nunca quieres decir y que tratas de recuperar con cazamariposas nada más salir de tu boca. Vagos sentimientos de culpabilidad. Deseos de tener bajo la silla un botón de EJECT que te catapulte a 14.000 kilómetros de ahí.

Y una pregunta.

Una pregunta que te atraviesa de lado a lado como una espada de acero toledano. Una pregunta que no te atreves a pronunciar en voz alta. Pero que puedes saborearla en el paladar. Y tiene cierto regusto a hierro. Como la sangre.

¿Pero-qué-cojones-estoy-haciendo-aquí?

Ah, querido amigo...

Estás atrapado, una vez más, en tu Vietnam Sentimental.

No sabes ni por dónde te pega el aire. Las balas silban a tu alrededor, el ruido es ensordecedor y, por mucho que mires, no aparecen refuerzos que te saquen de ahí. Cualquier paso en falso y una mina te convertirá en confeti. No sabes ya ni por lo que estás luchando. Y si acaso merece la pena.

Los besos saben a Napalm

en tu Vietnam sentimental

Los anglosajones tienen un nombre para esto porque los anglosajones tienen un nombre para todo: The fog of war (La niebla de la guerra).

Dícese de ese estado de confusión, desorientación y aturdimiento en medio de la batalla, fruto de la polvareda que produce el cuerpo a cuerpo, que hace perder por completo la perspectiva de la guerra.

Y tú, amigo, viniste de serie sin faros antiniebla.

Y recuerdas. Recuerdas nítidamente esa tarde en Madrid, en un bar con pretensiones londinenses, cuando aquel amigo te advirtió muy seriamente: no te vuelvas a meter en esa guerra. Pero tú ya no escuchabas nada. A lo lejos se podían oír  tambores de guerra, ruido de sables y cañonazos pero tú los interpretaste como los compases de Danza Kuduro. Y ahí que te lanzaste. Como uno de esos concursantes de la televisión que se ciegan por el bote que pueden ganar. Y no atienden a razones.

QUE SÍ. QUE ME LA JUEGO. QUE YO HE VENIDO AQUÍ A JUGAR. QUE SATURNO ES EL PLANETA MÁS ALEJADO DE LA TIERRA. QUE LO VI EN UN DOCUMENTAL DEL DISCOVERY CHANNEL. QUE SÍ. HAZME CASO. MARCAMOS SATURNO.

Y no. Nunca es Saturno. De hecho, la respuesta correcta está a mil jodidas millas de Saturno.

Te lo advirtieron. Y no hiciste caso. Porque pensabas que clavarías la bandera en territorio comanche con un par de cócteles antes de cenar, discos de Nina Simone y domingos de café para llevar. Que te conozco, zorro.

NbN

Pero no eres tonto. De hecho, tienes muy poco de tonto. En el fondo, sabías que era complicado. Sabías que te metías en una guerra. Pero sentías ese deber patriota que te inflamaba el pecho. Porque tu patria eran sus caderas y sus labios rojos, tu bandera. Tenías que luchar por lo que era tuyo.

Y te metiste. Vaya si te metiste.

Y ahora te encuentras con disparos, fuego cruzado, emboscadas y destrucción.

Portazos. Escenitas. Llantos.

The horror. The horror... como musitaba Marlon Brando en Apocalypse now.

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Y la salida más digna que contemplas ahora mismo es salir corriendo aún a riesgo de recibir un disparo en las posaderas, como Forrest Gump, mientras te bates en retirada, sin mirar atrás, emprendiendo una huida desesperada, lejos de disparos y explosiones.

Y sé que ahora te sientes exactamente igual que en esa canción de Pulp que nos pusieron al cerrar aquel bar turbio cerca de Gran Vía en el que solo quedábamos 4 matados. "Like a friend". Esa canción tan magistral que se convierte en un auténtico misil a partir del minuto 1:50 y con la que tú te pusiste a imitar a Jarvis Cocker bailando en el videoclip.

You are the last drink I never should have drunk
You are the body hidden in the trunk / You are the habit I can't seem to kick
You are my secrets on the front page every week
You are the car I never should have bought
You are the dream I never should have caught
You are the cut that makes me hide my face
You are the party that makes me feel my age
Like a car crash I can see but I just can't avoid
Like a plane I've been told I never should board
Like a film that's so bad but I've got to stay till the end

Nadie imita a Jarvis Cocker entre las 2 y las 3 de la mañana como tú. Nadie mueve así la cadera.

Sí, todos hemos estado en un Vietnam Sentimental alguna vez.

Batallas perdidas antes de empezar.

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Pero esto no es lo grave, amigo.

Y lo sabes.

Lo más grave es que dentro de unos días, en Navidad, cuando te encuentres postrado en la cama de un hospital de campaña para veteranos, convaleciente de estas heridas de guerra, ya empezarás a maquinar cómo volver al campo de batalla.

Otra vez.

Y, como en esas película de acción tan malas de Antena 3, con esos actores que piensas "¿Pero qué harán estos tíos con su vida? ¿Tendrán otro trabajo? ¿El director se habrá pegado un tiro tras rodar esta basura inmunda?", te arrancarás todos los tubos, las máquinas empezarán a pitar frenéticamente y te pondrás a duras penas en pie con ese pijama ridículo mientras sale a tu paso una maternal enfermera con cofia y pinta de hacer galletas caseras con forma de árbol de navidad.

Aún no está recuperado. No haga locuras. Vuelva a la cama. Deje ese móvil. Aún es demasiado temprano. Necesita descansar. Voy a llamar a seguridad.

Pero le dedicarás tu mirada magnum, esa sonrisa tuya de medio lado y le espetarás un solemne:

Vuelvo a la guerra. Y que me cosan a balazos.

Y saldrás por la puerta.

Y tus amigos te volveremos a mirar como si fueras un trapecista borracho a punto de ejecutar un triple salto mortal.

- Relaja, Rambo. Tómate tu tiempo. Deja que cicatricen un poco las heridas de la última vez.

- ¿Esto? Si no es nada. Un arañazo sin importancia.

- Te puedo ver el páncreas desde aquí.

- Ah. Esto. Correcto. Pero esta vez va a ser todo diferente. Ya verás.

Pero no me malinterpretes. No creas que todo esto es un "te lo dije". Tampoco te estoy aconsejando nada en concreto sobre lo que tienes que hacer porque no tengo ni idea.

Te escribo estas líneas para decirte, simplemente, que admiro todo esto. Sí. Admiro esa forma tuya de obviar el peligro, esa fuerza y esas ganas que siempre tienes para meterte en fregados y jardines aún a sabiendas de que vas salir escaldado. Esa mezcla de valentía y locura en proporciones similares a las del vermut y la ginebra en el martini. Puede ser que no siempre aciertes. Aún me acuerdo cuando nos hiciste perder un quesito naranja al Trivial porque te empeñaste en que cada equipo de polo tenía 12 jugadores. Sí. Hacía falta un puto ejército de caballería para organizar un partido de polo según tu teoría. Pero insististe y nos convenciste a todos. O nos rendimos y sacamos la bandera blanca.

Y así es como cómo defiendes en lo que crees a muerte. Tus proyectos, tu trabajo, tus ideas y tus convicciones. Así es tu día a día. Y eso, en cierta forma, es admirable.

Si la vida es una fiesta en una piscina, yo estoy en el borde, con albornoz, sacando una muestra de agua para enviarla al laboratorio y que me digan la composición química exacta, a la vez que me meto con en AccuWeather para ver qué tiempo va a hacer por la tarde y evitar un resfriado. Y tú, mientras tanto, te tiras desde el balcón de la casa de enfrente, aún sin saber la profundidad y siendo altamente probable que te dejes los dientes contra el bordillo.

Pero que nadie te diga que no lo intentaste.

Es importante vivir así. Como si esto fuera un Vietnam. Creo que va a ser mi único propósito para 2014.

Hace no mucho leí en "Memorias líquidas", de Enric González, este párrafo que cierra el libro.

Y me acordé de ti.

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Nos vemos en las trincheras de tu Vietnam Sentimental, amigo.

Quiero saber cómo huele el napalm por la mañana.

Feliz Navidad.

El guardián entre el centeno.

 

Twitter: @guardian_el_

Luna de papel

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Hace unos días leía una divertida entrevista a Bill Murray, probablemente el actor con más carisma del mundo, en la que contaba que ya se encontraba algo cansado del faranduleo hollywoodiense y que lo único a lo que aspiraba ahora mismo era a irse de "luna de miel con un libro", esto es, hacer las maletas, soltar amarras y largarse por ahí sin más compañía que la de un buen libro.

Y desayunar en la cama con el libro, ir a la piscina con el libro, comer con el libro, tumbarse en la hierba con el libro, ir de la cama al sofá y del sofá a la cama con el libro y pasar la noche en vela con el libro.

Y ser feliz.

A pesar de que el término "luna de miel" es algo que siempre me ha parecido de lo más empalagoso (me suena a restaurante con violinista, a fotos con delfines, a unicornios corriendo por la playa y a películas de Jennifer Aniston), me pareció una auténtica genialidad la idea de "luna de miel" con la que Murray hace referencia a ese estado en el que no te puedes separar ni 5 minutos de tu querido libro.

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Así que he decidido rebautizar este concepto como "Luna de papel". Ya he hablado del tema con Bill, me ha dado el visto bueno para usar el nombre e iremos al 50% en los derechos de autor.

Pero, pensando en el tema, he llegado a la conclusión de que elegir los libros adecuados para disfrutar de una agradable "luna de papel" no es una tarea fácil. Nada hay más horrible que estar peleándote con un libro que estás odiando con todas tus ganas a medida que lo lees. Del mismo modo que si te plantas 2 semanas en las Seychelles o en las Maldivas con una persona insoportable puede que termines arrojándote por un acantilado, pidiendo asilo político en la embajada más cercana o construyendo una rudimentaria balsa en la playa para escapar de ahí.

Una de las pocas cosas que tengo claras en esta vida es que si estoy con  un libro que, por cualquier motivo, me está resultando espantoso, lo cierro y me pongo con otra historia. Sin ningún remordimiento. Lo confieso: soy un abandonador de libros. Tengo, en cambio, un amigo de mentalidad germánica que es incapaz de hacer esto y el pobre hombre agoniza intentando finiquitar tochos insoportables solo por el simple hecho de acabar lo que ha empezado.

Si bien admiro este férreo sentido de la disciplina, algo totalmente ausente en mí, nunca he terminado de entender ese afán por sufrir así. Siempre me ha parecido un ejercicio masoquista.

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Cuando alguien me confiesa que no fue capaz de acabar no sé qué libro, como si se tratara de un crimen horrible o un acto merecedor de 500 latigazos en la Plaza Mayor, siempre pienso en esto que leí una vez de una conferencia de Borges en una universidad.

Mi padre me dijo que leyera mucho ante todo. Sobre todo que viera en la lectura no una obligación sino un goce. Creo que la frase de "lectura obligatoria" es un contrasentido. La lectura no es obligatoria, debemos hablar de placer obligatorio ¿por qué? el placer no es obligatorio, el placer es algo que buscamos. La felicidad no es obligatoria, la felicidad la buscamos también. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Y siendo profesor he aconsejado a mis estudiantes que si un libro les aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lo lean porque es antiguo, si un libro es tedioso para ustedes déjenlo, aunque ese libro sea "El paraíso perdido" (para mí no es tedioso), o "El Quijote" (para mí tampoco es tedioso), pero si un libro es tedioso para ustedes no lo lean, ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura ha de ser una forma de felicidad. De modo que yo aconsejaría, a esos posibles lectores de mi testamento (que no pienso escribir), les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores. Que leyeran buscando la felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.

Grábenselo a fuego.

Estas son mis diez propuestas para una "luna de papel". Diez libros que he disfrutado especialmente Hay de todo, porque de todo hay en la viña del Señor. También hay algún libro difícil de encontrar. Porque pocas cosas hay más satisfactorias que rastrear, buscar, perseguir libros.

1. El muñeco de nieve – Jo Nesb

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El otro día leía que Enric González recomendaba este libro. Y yo siempre intento leer todo lo que recomienda porque suelo coincidir con él en gustos (Montanelli, Camba, el steak de Peter Luger, el café de Sant'Eustacchio, el martini o el fútbol italiano).

En este libro de Nesb (cómo me gusta esto de escribir una 'o' tachada) están todos los ingredientes de una novela negra perfecta: un sagaz detective con problemas con el alcohol, las mujeres y ciertos fantasmas de su pasado; un malo malísimo poniendo en jaque a toda un ciudad; bosques siniestros en los que hasta Bambi trama algo turbio y una auténtica casquería de macabros asesinatos con una escenografía a cada cual más espectacular. 

Una novela eléctrica y más adictiva que la tarta de zanahoria.

2. Mezclados y agitados – Antonio Jiménez Morato

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Si a usted le gustan la literatura y las bebidas espirituosas, este es su libro. Indispensable en toda biblioteca (y mueble bar) que se precie. Historias y anécdotas sobre los mejores cócteles, los escritores que los bebían y los bares que frecuentaban: el destornillador de Truman Capote, el Papa Doble de Hemingway, el Sol y Sombra de Gil de Biedma o el dry martini de Buñuel. A la altura del mítico y maravilloso "Beber de cine" de Garci, libro descatalogado pero que todo el mundo debería de tener. La Biblia.

Es un libro editado con muy buen gusto y contiene unas ilustraciones maravillosas de cada escritor a cargo de Aurelio Lorenzo. Un muy buen libro para regalar.

Esta profesión de escribir es un largo paseo entre copas, escribió Capote.

Chin-chin, Truman

3. El lugar más feliz del mundo – David Jiménez

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Recopilación de historias sobre los sitios más recónditos en los que ha estado el periodista y viajero David Jiménez. El libro está separado en 6 partes diferenciadas: Lugares, Fronteras, Calles, Celdas, Amaneceres y Retornos que abarcan todo tipo de historias y personajes a cada cual más interesante.

El autor deja al principio del libro una reflexión sobre la diferencia entre un turista y un viajero que me pareció muy interesante:

El viajero ha pasado a ser una especie en extinción en un mundo tomado por turistas. Como les tiene aversión, se pasa la vida huyendo de ellos. Les observa con condescendencia, repitiéndose que no es como ellos y forzándose a marchar cada vez más lejos para no encontrárselos. Quiere ir allí donde todavía le reciben con sorpresa. O mejor aún: donde no le recibe nadie. Busca, sin terminar de encontrarlo, el fin del mundo. Pero, ¿dónde queda?

Bien, en este libro encontrarán el fin del mundo.

4. Hotel Nirvana – Manuel Leguineche

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Manu Leguineche probablemente sea uno de los periodistas más elegantes escribiendo que yo he leído nunca. En este maravilloso libro, difícil aunque no imposible de encontrar, cuenta de forma fascinante anécdotas e historias de su paso por los hoteles más carismáticos -no confundir con los más caros-  de Europa.

Supongo que es el típico libro que alguien muy finolis, de los que beben el té con el dedo meñique estirado, calificaría de lectura deliciosa.

Búsquenlo. No se arrepentirán.

5. El Proyecto Esposa – Graeme Simsion

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Una simpática lectora me envió un mail recomendándome -u obligándome- la lectura de este libro. Reacio en un primer momento por el título poco sugerente, disfruté sin embargo de su lectura. El protagonista, un profesor de Genética que haría parecer a Sheldon Cooper una persona cabal y amigable, trata de encontrar a la mujer de su vida mediante un método bastante poco ortodoxo.

Una lectura ligera pero no por ello exenta de un gran sentido sentido del humor. Terminarán queriendo a este bicho raro.

6. When you are engulfed in flames – David Sedarais

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David Sedaris es un genio. Y esto es indiscutible. Su humor ha sido comparado hasta la saciedad con Oscar Wilde y Woody Allen. Y, aunque suene a herejía, no le veo muy distante de este par.

Si no tienen problemas, mi recomendación es que lean sus libros en inglés (son sorprendentemente fáciles de entender). Siempre están compuestos por pequeños capítulos, como si fueran posts del mejor blog del mundo, en los que cuenta sus avatares diarios con un sentido del humor extraordinario.

Acérquense y conozcan a David Sedaris. No se arrepentirán.

7. Su nombre era el de todas las mujeres - Luis Alberto de Cuenca

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Nunca fui un gran aficionado a la poesía. Cuando era niño y leía algún poema que caía accidentalmente en mis manos, me quedaba impasible cual vaca viendo pasar un tren. El estrepitoso ruido de la nada. Y cuando alguien me hablaba sobre la genialidad de cierto poeta, le miraba con extrañeza, como si estuviera ante el chico de American Beauty con su vídeo de una bolsa de plástico danzando en el aire.

Esto no está hecho para mí pensaba, retomando mis sesiones de lecturas intelectuales de MARCA, Asterix y "Fray Perico va a la guerra". Hasta que una profesora en el colegio, la ilustre y querida Lupas, me enseñó a leer poesía como quien te enseña a nadar. Me enseñó a interpretar símbolos, referencias y figuras literarias. A no quedarme en la superficie. Desde entonces, siempre que leo algo de poesía, pienso en qué me diría la Lupas. Qué vería ella que no estoy viendo yo. Qué se me está escapando. Esto, supongo, es lo que significa ser un buen profesor.

Este poemario de Luis Alberto de Cuenca es un libro que suelo regalar y que releo con cierta frecuencia. Y es accesible. Incluso para alguien como yo.

Loquillo sacó un disco poniendo música a algunos de sus poemas. Aquí uno de mis favoritos:

8.- Quai d´Orsay – Lanzac & Blain

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Este cómic es una sátira brillante y muy divertida sobre el mundo de la política y la diplomacia. Narra las desventuras de un joven asesor en el Ministerio de Asuntos Exteriores al que le toca lidiar con las ideas felices y los delirios de grandeza de Dominique de Villepin. Si te gustó The West Wing, disfrutará con esta versión mucho menos idealista de los entresijos de los políticos y sus asesores. Han rodado la película recientemente (en la que sale Jane Birkin, por cierto).

Si les gustan los comics, les recomiendo otra maravilla: "El asesino de Green River".

9.- Menos que cero – Bret Easton Ellis

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En los 80 calificaron esta novela escrita por un desconocido de apenas 20 años como el nuevo "El guardián entre el centeno". A mí me fascinó. Después escribió otros libros superventas como American Psycho e, incluso más recientemente, la secuela del propio "Menos que cero" pero ninguno me impresionó tanto como este. Hace poco lo he releído y conserva intacta esa frescura con la que describe la vida salvaje y desenfrenada en Los Angeles.

10.- Una historia sencilla – Leila Guerriero

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Llegué a la escritora argentina Leila Guerriero  gracias a la periodista Lara Hermoso (@lhermoso_), groupie de Ian McEwan, hater oficial de Murakami y auténtica devoradora de libros, que no paraba de recomendar a esta escritora. Y ahora, tras leer varios de sus libros, puedo decir que yo también me he convertido al Guerrierismo (apellido complicado para montar un movimiento) con la misma convicción de un Hare Krishna.

Guerriero publicó recientemente "Una historia sencilla", un librito breve y fugaz, que deja un buen sabor de boca. Y, sobre todo, es una buena forma de acercarse a esta gran escritora de pelo ensortijado (en serio, tiene el pelo más ensortijado que he visto nunca). Apunten este nombre.

 

Ahora ya solo falta que se encierren con alguno de estos libros, o con los diez, y que disfruten de su particular luna de papel. Bill Murray y yo haremos lo propio. Cada uno por su lado, eso sí.

Espero que me dejen sus recomendaciones. En los comentarios, por mail, por Twitter, por telegrama o por paloma mensajera. Pero necesito nuevas lecturas. Seguro que, como siempre, sabrán recomendarme.

Abrazos para ellos, besos para ellas.

El guardián entre el centeno.

Sígueme en Twitter: @guardian_el_

 

 

 


Miles Davis en la cocina

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Dice David Sedaris que no le gusta ir a restaurantes modernos en Nueva York porque, por regla general, desconfía de un sitio en el que se prohíbe fumar y donde, en cambio, se considera perfectamente aceptable bañar un pez espada en salsa de chocolate y servirlo con una guarnición de menta fresca.

A mí, al contrario que al gran Sedaris, sí me gusta conocer nuevos restaurantes. Me encanta, de hecho. Aún a riesgo de que conviertan mi pez espada en una especie de After Eight por el módico precio de 50 euros. Es más, no descarto que el pez espada al chocolate pase a convertirse, de la noche a la mañana, en mi plato favorito, alimentándome exclusivamente de esta guarrada durante un mes hasta terminar detestándolo. Al pez espada, al chocolate, al restaurante y a mí mismo.

Porque yo funciono así. Por obsesiones. Recientemente he añadido a mi ya amplio catálogo de monomanías la tarta de zanahoria y el guacamole. Y ahora voy por todos los restaurantes probando estas dos cosas con ansiedad, buscando mi chute, y preguntándome cómo he podido vivir tanto tiempo sin la tarta de  zanahoria en mi vida.

Pero sí. Me gusta ir a restaurantes. No sé si esta pasión por ir a restaurantes me convierte en un foodie ni, sobre todo, si realmente quiero serlo, porque es uno de estos neologismos que aún no terminan de inspirarme demasiada confianza. Las etiquetas las carga el diablo. Sobre todo, aquellas que no sabes qué significan exactamente y flotan en ese aire de lo indefinido. Foodie, gourmet, runner, yuppie, hipster, blogger. Es mucho más divertido ir por la vida como un perro sin collar e intentar huir de todas estas etiquetas por una cuestión de higiene mental. Solo acepto lo de IT Boy que me dice de vez en cuando David Gistau pero porque sospecho que realmente no tiene ni idea de lo que significa.

El otro día un amigo me enseñó su CV actualizado y había puesto, entre sus aficiones e intereses personales, que era un foodie. Así, tal cual. Sin explicar mucho más del asunto. Foodie. Como si fuera miembro de una sociedad secreta. Escrito así, uno no sabía muy bien si aquello era un título, un estado civil, un rango en el ejército o el nombre de una secta introversionista. Al menos tuve que reconocer a mi amigo que eso de foodie incrustado entre sus aficiones quedaba bastante más sofisticado y cosmopolita que el triste y casposo "Salir con amigos, ir al cine, leer, hacer deporte, escuchar música y bailar" que decoran muchos de nuestros currículums.

Aunque murió hace demasiados años para que alguien se atreviera a llamarle foodie, Julio Camba ya sentó las bases de la gastronomía antes que muchos de nosotros en su magistral "La casa de Lúculo". Mi mayor aspiración siempre ha sido llegar a tener una vida como la suya: vivir en hoteles en países extranjeros, quedarme hasta las seis de la mañana bebiendo y jugando a las cartas, levantarme tarde, ir a comer a algún restaurante bueno y mandar algún artículo minutos antes del cierre del periódico. Y vuelta a empezar.

Y que, cuando muera, escriban también de mí que nadie bailaba la aceituna del dry martini bajo la cúpula del Palace como yo.

Así cualquiera se hace foodie.

Hermanos Roca

Lo que sí parece evidente es que la gastronomía vive un momento de auténtico auge. De eso se da cuenta cualquiera. Enciendes la televisión y hay programas de cocina a todas horas. Estás viendo las campanadas en TVE y te encuentras con dos cocineros flanqueando a Anne Igartiburu en lugar de las otrora vacas sagradas del ente público como el mítico Ramontxu (y su capa) o Imanol Arias (y su tupé). En los quioscos, los cocineros acaparan portadas de revistas en lugar de Kate Moss. Los restauradores de toda España se encomiendan a San Chicote confiando en que haga reflotar sus negocios mediante imposición de manos (y de share). Niños que parecen recién sacados del Colegio de San Ildefonso para cantar el Gordo de Navidad aparecen en televisión cocinando cocochas de bacalao al pil pil con una insolente facilidad, mientras yo experimento dificultades para abrir una lata de mejillones sin rociar las paredes de mi cocina de escabeche.

Hasta el otro día un amigo me confesó, completamente asombrado, que su sobrino pequeño le había pedido por Reyes una Fondue en lugar de la camiseta de Cristiano Ronaldo. Una fondue. Una puta fondue, ¿te lo puedes creer? me repetía incrédulo.

No hay duda, vivimos un momento foodie. Sea lo que sea eso.

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La semana pasada, sin ir más lejos, tuve ocasión de acudir a los Elle Talks Gourmet donde se dieron cita bastantes cocineros de prestigio como José Andrés, Paco Roncero, Ramón Freixa o Jordi Cruz para hablar de esta edad de oro de la gastronomía patria en la que estamos inmersos. Al acabar las charlas, ya en el cóctel, estuve hablando sobre este boom gastronómico con un cocinero, quien me comentó que tenía en mente abrir un nuevo restaurante en Madrid orientado a gente joven (gente como tú, me dijo, llenándome de júbilo y haciéndome sentir irrefrenables ganas de invitar a champán a toda la sala). Y mientras escuchaba mis desvaríos y descabelladas teorías sobre la cocina y los restaurantes, me sugirió que escribiera un post al respecto.

Sobre todo lo que me gusta y lo que no me gusta de los restaurantes. Sobre aquello que tendría en mi restaurante soñado y aquello que no. Sobre lo que entiendo y lo que no.

Detalles. Manías. Tendencias. Modas.

Carta blanca. Barra libre. A mi manera. A calzón quitado.

Como jamás creo que pueda tener la oportunidad de ser escuchado por un grande de la cocina cuando a duras penas soy capaz de cocinar una tortilla francesa, recojo el guante y expondré aquí lo que me gusta y lo que no me gusta de los restaurantes a los que voy. Por supuesto, son ustedes más que bienvenidos a exponer por aquí sus filias y fobias y crear, entre todos, un restaurante perfecto. Solo espero y deseo, por el bien de sus estrellas Michelin, que no siga ninguno de estos consejos.

1. Muerte al Doble Turno

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Sé que es la única manera que tienen muchos restaurantes de hacer su negocio rentable. Sé que hay restaurantes con dobles turnos más flexibles. Sé que en muchos sitios no saldrían los números de otra forma. Bien, aclarado todo esto, y tras varias experiencias desagradables, prefiero no ir a restaurantes con doble turno en los que a las 23h te hacen un tablus interruptus o en los que empiezas a cenar a horas intempestivas. No están hechos para mí. Tampoco me gusta ir a restaurantes donde, directamente, no reservan mesas por política del restaurante. Porque nada me genera más angustia que desplazarme  con un grupo de amigos a un restaurante tras hablarles de una maravillosa hamburguesa o prometerles el cielo en forma de steak tartar y que no haya sitio o, en su defecto, haya que esperar 45 minutos en un sitio abarrotado hasta conseguir mesa mientras salivas como un perro de Pavlov. No tengo paciencia ni espíritu para estas cosas. Además, ¿hay algo más bonito y sagrado en un restaurante que un libro de reservas ajado y garabateado por todos lados? Respetemos la liturgia.

2. El fin de las Minihamburguesitas

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O son mini. O son hamburguesitas. Pero la letal combinación de ambos conceptos que estoy viendo en muchos sitios, minihamburguesitas, me parece que supera todos los límites de la decencia. Que uno dice en alto que quiere probar unas minihamburguesitas y parece, de golpe, poseído por Ned Flanders. Imposible mantener intacto un mínimo de decoro. Una cosa es ir de finos, acompañando a una fémina, y renunciar a sanguinolentos mazacotes de cebón chorreando mostaza y ya otra muy distinta es alcanzar estos niveles de cursilería gazmoña.

3. Descorchar la botella de vino

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Por lo que he podido observar, esta costumbre no está tan extendida en España como en otros países. Y es una pena. Creo que poder cenar con unos amigos con una botella de vino de tu casa, o una que te hayan regalado, y poder descorcharla en el restaurante (con el consiguiente pago por descorche) y pimplártela tan ricamente es algo que se debería hacer más. E incluso potenciar. A pesar de que se pueda perder rentabilidad, creo que fomentar esto es una práctica muy inteligente para ganar la fidelidad del cliente.

4. La vuelta del Carrito

Hace poco lo anuncié en una cena y se rieron de mí. Dije que estaban volviendo los carritos en los restaurantes y todos me miraron como si fuera un Fernando Arrabal etílico proclamando la inminente llegada del Milenarismo. Sin embargo, la periodista del portal Gastroeconomy, Marta Fernandez Guadaño, lo dijo en los Elle Talks: el carrito está volviendo. Y muy fuerte. Seguro que lo han visto. Sí. Porque el carrito ya está entre nosotros. Pides una tabla de quesos en el postre y aparece, de repente, un camarero empujando un carrito de un tamaño desproporcionado, como las catapultas de los orcos en el Señor de los Anillos. La operativa se repite con las copas: se te planta al lado un señor con un pequeño bar portátil en una especie de mesa-carrito en la que no sabes si te van a preparar una copa o pedirte que te tumbes y hacerte una operación a corazón abierto. Yo, confieso, no soy un gran entusiasta de esta nueva tendencia por excesiva y aparatosa. Pero aún no tengo una idea del todo formada. Daremos una oportunidad a estos carritos.

5. Mesas Redondas

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Hay pocas mesas redondas. Demasiado pocas. Logísticamente son complicadas, pero multiplican la diversión en una cena de forma exponencial. Siempre que voy a un restaurante a cenar con amigos y veo que nos ha tocado una mesa redonda, mi reacción es equivalente a la de un niño pequeño la mañana de Reyes (con fondue incluida).

Mi restaurante soñado tendría mesas redondas.

Muchas. Siempre. Everywhere.

6. Hey Mr. Waiter

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Una de mis primeras medidas en mi restaurante sería desterrar para siempre ese aparato que anida en muchas mesas de restaurantes con los que llamas a un camarero con una especie de reloj-pulsera en la muñeca, como si estuviera en libertad condicional. Cada vez que lo pulso me imagino a un camarero convulsionando en el suelo de la cocina y recibiendo descargas eléctricas para que me traiga la cuenta o más vino. No creo, además, que sea muy eficiente. Por supuesto, si un cliente "chista" al camarero, hace chascar los dedos, mientras le llama "Chico" o "Garon" (algo que viví este fin de semana), estará perfectamente legitimado para clavarle un cuchillo en la garganta al susodicho.

7. De tornillos y tuercas

Nunca olvidaré la primera vez que vi uno de estos cuartos de baño modernos con puertas originales. Pasaba la Navidad  en Madrid y yo, un chico de provincias, de apenas 7 años, con poco mundo aún, fui a cenar a un restaurante moderno -por aquel entonces- con mis padres. Me levanté un momento de la mesa, pregunté por el cuarto de baño a un camarero y ya en el umbral de las puertas, donde los caminos se bifurcan en función de sexo y condición, me quedé estupefacto. Una puerta tenía un tornillo. La otra, una tuerca. Y me quedé pensando. Un rato. Un rato largo. Demasiado largo. Tornillo-Tuerca. Tornillo-Tuerca. Tuerca- Tornillo. Tuerca- Tornillo. Creo que aquí hay un mensaje entre líneas. Viendo mi indecisión, un camarero algo socarrón se me acercó y me dijo: "Chico, en un par de años solo pensarás en tuercas".

Entonces creo que no entendí demasiado bien por donde iba aquel camarero.

Ahora sí.

Creo.

Volví a la mesa maravillado con esa forma tan moderna y gráfica de separar los cuartos de baño. Tanto es así que recuerdo contarlo a los amigos del colegio en el recreo con la misma pasión en el relato que la de un descubridor del Nuevo Mundo. Y en Madrid los cuartos de baños  de los restaurantes están separados con tornillos y tuercas...

Últimamente, sin embargo, nos estamos pasando de modernos. La creatividad tiene un límite. Los cuartos de baño, también. Que cualquier día entro en el equivocado y acabo retorciéndome en el suelo tras ser rociado con un spray pimienta.

8. Prohibir las fotos de la comida

En algunos restaurantes sugieren al comensal no hacer fotos a la comida. Bien, yo hablo de otra cosa. Voy más allá. Hablo de prohibir. Prohibir con mano de hierro. Prohibir inquisitivamente. Hablo de que cuando el jefe de sala vea a algún comensal haciendo una foto a su triste ensalada de queso de cabra para subirla a Instagram y martirizar a sus followers, tenga permiso para agarrar su smartphone, estrellarlo contra la pared más cercana, saltar sobre los pedazos, meterlos en el horno de leña de la cocina y posteriormente verter un cubo de lejía sobre sus restos carbonizados. De eso estoy hablando.

9. Cocinas Abiertas

13-Coins Amo los restaurantes en los que se ve la cocina. Me encanta ir a StreetXO y ver cómo los cocineros casi se queman las cejas con los desbocados fuegos de la sartén. O ver a Angelo en La Tavernetta saludándome con sus gafas a lo Edgar Davids mientras prepara los cangrejos para sus  fettucini. O a un batallón de cocineros preparando nigiris en el Sea Me de Lisboa. Creo que es parte del encanto del asunto.

Es como ver una parte del truco de magia o estar entre bambalinas de una obra de teatro.

The show must go on.

10. El toque Miles Davis

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Hace un tiempo leí un artículo muy interesante sobre un restaurante de Nueva York, el Eleven Madison Park. El encargado contaba que, al poco tiempo de abrir, una crítica del New York Observer se pasó a cenar por ahí una noche y escribió ese fin de semana que el restaurante era bueno pero que le faltaba un toque de Miles Davis. Al leer la crítica, el enfado fue mayúsculo. ¿Qué cojones significaba eso de un toque de Miles Davis? ¿Quién se creía que era aquella crítica?

Sin embargo, al día siguiente este encargado compró para su equipo todos los discos de Miles Davis, que estuvieron sonando en bucle durante meses. Colgó fotos del músico por todos los rincones y escribió por las paredes de la cocina palabras que iban asociando con aquella música. Cool. Fresh. Vibrant. Spontaneous.

Y no dejó de sonar Miles Davis hasta que consiguieron 3 estrellas Michelin.

Hoy dicen que es uno de los diez mejores restaurantes del mundo.

Me encanta esta pequeña anécdota. Y no solo para hablar de gastronomía. Creo que para todo. Podemos quejarnos o podemos remar. Podemos cruzarnos de brazos o podemos buscar el toque de Miles Davis. Pero lo verdaderamente importante es aprender por el camino.

 

Estas son algunas de mis notas para "mi" restaurante. Más que bienvenidas son las suyas para terminar de crear este Frankenstein gastronómico y arruinar la carrera de un reputado cocinero.

Y recuerden: no analicen la comida como un teorema matemático. No es tal. Es un sentimiento.

Manuel Vicent escribió sobre esto en su libro "Comer y beber a mi manera". Creo que este párrafo refleja perfectamente todo lo que pienso sobre la comida.  

Sé perfectamente que el día en que me muera no echaré de menos los grandes acontecimientos que haya podido vivir, sino el perfume del café con las tostadas del desayuno y otras pequeñas sensaciones, por ejemplo, estirar la pierna hacia el lado fresco de la sábana en las mañanas de primavera y algunas sobremesas tan divertidas que he celebrado con amigos. ¿Qué es la muerte? Joan Fuster decía que morir sería dejar de escribir. Por mi parte creo que la muerte será no poder tomar nunca más unos erizos de mar acompañados de un vino seco, bajo el humo dormido de las calmas de enero, a orillas del Mediterráneo, y no volver a probar otros manjares sencillos, naturales y terrestres que me han alimentado.

Supongo que esto debe de ser un foodie.

Pero tampoco me hagan demasiado caso.

A fin de cuentas, solo soy un perro sin collar.

Besos para ellas y abrazos para ellos.

 

El guardián entre el centeno

 

Sígueme en Twitter: @guardian_el_ 

El efecto mariposa

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"A  ver cuándo escribes en tu blog sobre lo de Barcelona".

Si hay algo en lo que me insisten mis amigos, es en esto, en que cuente un día aquí, en este blog, lo de Barcelona.

Lo De Barcelona.

Y lo dicen así. Con mayúsculas. Y en negrita. Y haciendo comillas en el aire. Y con retintín. Y subrayado. Y con risas de fondo. Jiji. Jaja.

Y todos sabemos a qué se refieren.

Pero siempre me he negado. En rotundo. Como gato panza arriba.

Es imposible. No puedo. No es el lugar.

Porque aún creo me queda algo, aunque sea un resquicio, de amor propio y de orgullo. Así que nunca he vuelto a a abrir esa puerta.

Pero hoy es mi cumpleaños. Y odio, con todas mis fuerzas, cumplir años. Y son las 4 de la mañana. Y vengo de tomarme unos vinos con unos amigos. Y me siento desinhibido como una de esas chicas que salen a bailar levantándose la falda más allá de lo socialmente aceptable. Y, total, como diría Jabois, "aquí hemos venido a humillarnos".

Así que voy a contar la historia.

Y que me quiten lo bailao.

Esta historia, lo de Barcelona, tuvo lugar hace exactamente cuatro años.

Y empieza así:

*

Estoy sentado en una silla de cuero negro en medio de la habitación de un hotel de Barcelona.

Me masajeo las sienes, mientras noto cómo mi corazón empieza a latir de manera un tanto descontrolada.

Delante de mí hay 4 hombres de pie, extremadamente musculados, vestidos con traje, hablando entre ellos en un idioma del que no entiendo una sola palabra.

Están discutiendo sobre algo que les acabo de decir. Y tengo la horrible sensación de que nos les ha gustado nada.

De pronto, paran de hablar, y me miran como si fueran un grupo de doctores examinando a un paciente con una enfermedad rarísima.

Se me acerca uno de ellos. Agarra otra silla y deposita, no sin cierto esfuerzo, su cuerpo rebosante de músculos, tendones y venas, mientras se inclina lentamente hacia mí. Puedo oler su after-shave barato y su aliento a café. Es de piel cetrina y tiene la nariz deformada, como de boxeador. Lleva el pelo cortado a cepillo. Me mira muy fijamente y veo que tiene los ojos ligeramente enramados, con miles de minúsculas culebras rojas serpenteando el blanco de sus ojos. No ha debido de pasar una buena noche.

Y entonces, cuando está a escasos centímetros de mi cara, me dice una frase. Pero no es una frase cualquiera. No me dice "Qué tal estás, amigo. Luego quedamos en el bar del hotel y nos tomamos una copa".

No.

No se trata de una frase escogida al azar. Sabe perfectamente el mensaje que quiere transmitirme. Es un avance informativo de lo que va a suceder si no le digo lo que quiere oír. Y además, me lo dice en un tono muy tranquilo, muy suave, incluso con educación, sin alterarse lo más mínimo. Es una frase de esas que tienen un no-se-qué que se te quedan grabadas a fuego durante toda la vida.

El problema, el enorme problema de todo esto, el elefante en la habitación del que nadie habla, es que realmente no tengo ni la más remota idea de lo que quiere oír.

Se inclina hacia mí y, dejándome ver sutilmente el arma reglamentaria que lleva bajo la chaqueta, me dice:

"O me cuentas qué es lo que estabas haciendo, o vas a tener problemas. Problemas serios".

Trago saliva.

¿Cómo he llegado a esta absurda, ridícula y surrealista situación?

¿Qué estoy haciendo en esta habitación?

¿Quiénes son estos tíos?

Todo tiene una explicación.

O al menos eso creo.

Todo, queridos lectores, todo empezó con el simple aleteo de una mariposa lejos de esa habitación.

 

Barcelona, (6 horas antes de comenzar a tragar saliva)

La sacudida del avión al aterrizar en el aeropuerto de El Prat me despierta del profundo sueño en el que estaba inmerso.

Ya he llegado. Aparto El Mundo arrugado que tengo sobre las rodillas y enciendo el móvil. Son las 9 de la mañana en punto. Me pongo en pie, agarro el portátil y el abrigo, y llamo a Almudena, mi jefa.

"Ya he llegado, ya estoy en Barcelona".

Cojo un taxi hasta Sant Boi de Llobregat donde tengo una reunión que dura hasta el mediodía.

Cuando acabo, me voy en tren hasta la estación de Paseo de Gracia, desde donde voy andando (bastante más metros de lo que originalmente había calculado) hasta el hotel en el que tengo la reserva.

Para mi sorpresa, resulta que hay un enorme control policial en los alrededores del hotel. La gente incluso se para y pregunta a los policías apostados en la entrada. "Nada, nada señores, no pasa nada, sigan andando, no se amontonen"

Me acerco a la recepción para registrarme y me piden el DNI y la tarjeta de crédito. Cuando empiezo a buscar el DNI en la cartera, una imagen horrible me viene a la cabeza: el DNI encima de mi mesita de noche en Madrid. Lo saqué la noche anterior para hacer una fotocopia y no lo volví a meter.

La mariposa acaba de dar ese pequeño aleteo, ese insignificante y minúsculo aleteo, que va a desencadenar una gran tormenta. La madre de todas las tormentas.

Me disculpo y me dan la tarjeta de la habitación sin mayor problema.

Entro en mi habitación, distraído, hablando por teléfono, mientras me confirman que mi DNI sigue, tal y como temía, en la mesita de noche.

Dejo el ordenador y saco de los bolsillos del abrigo la cartera, el móvil y los 285 caramelos que he cogido en recepción, aprovechando un momento de distracción de la recepcionista.

Noto un hambre atroz. Son las 15:00 de la tarde y apenas he tomado un café en todo el día. Decido salir a comer algo y, cansado de cargar con bultos toda la mañana, cojo únicamente la tarjeta de la habitación que me acaban de dar y 20 euros para comer, y salgo por la puerta.

Como rápido en un restaurante italiano al lado del hotel. Hablo por teléfono con mi amigo Pablo sobre el viaje a California que estamos preparando para verano. Pido la cuenta, pago, apuro mi Coca-Cola Zero y me subo otra vez a la habitación.

Cuando ya me encuentro en el ascensor del hotel, me doy cuenta de que no recuerdo el número de la habitación. Recuerdo los dos primeros números. Quinientos cincuenta y... algo. Pero nada más. Estaba hablando con mi hermano cuando entré y no me fijé. Saco del bolsillo la tarjeta de la habitación y veo que los muy modernos del hotel no ponen el número, sino una especie de postal de México, algo que queda muy mono y muy fashion, pero que me es totalmente inútil en esas circunstancias.

Me acerco a las habitaciones que empiezan por 55... y dudo entre dos puertas que están juntas: la 551 y la 552. Estoy convencido de que es una de ellas. Pero no estoy seguro de cuál. Barajo la posibilidad de bajar a recepción y preguntar pero no quiero parecer que tengo alzheimer prematuro ni que soy tan empanado como para, no solo dejarme el DNI cuando viajo, sino también para ser incapaz de recordar del número de habitación que me acaban de dar hace escasamente 20 minutos.

El aleteo de la mariposa ya está formando los primeros nubarrones en el cielo.

Saco la tarjeta, la miro, y me quedo de pie contemplando las puertas. Parece que estoy en un concurso de la tele. Apuesto por una de ellas: la 551. Hemos venido a jugar. Si hubiera público detrás de mí, viendo cómo me la juego, me hubieran jaleado, como si estuviera en la Ruleta de la Fortuna. Solo que, aunque aún no lo podía saber, estaba jugando a la Ruleta Rusa más que a la de la Fortuna.

Ingenuo de mí.

Nada más meter la tarjeta en la cerradura electrónica de la habitación, aparece un puntito rojo en la puerta confirmándome que me he colado, y que debe ser la otra puerta.

Pero no me da tiempo a comprobarlo.

Porque en ese momento, de la absoluta nada, aparecen detrás de mí cuatro tíos descomunales que incluso tapan el sol. Estoy en un puto pasillo, sin ventanas, en un 5 piso, y realmente noto que me tapan el sol. Imaginen lo grandes que me parecieron.

Me pregunta uno, muy amablemente, con un acento inglés algo peculiar:

"¿Tienes algún problema con la puerta, amigo?"

Yo, también muy amablemente, respondo que no, que lo que pasa es que no recuerdo bien el número de mi habitación.

"Acompáñanos un segundo, amigo, que aquí hay alguien que te puede ayudar".

Y yo, desoyendo aquellos tempranos consejos de mi madre acerca de nunca ir con extraños, me voy con ellos, pensando que a la vuelta de la esquina va a haber algún trabajador del hotel.

Ingenuo de mí.

Y de repente, sin comerlo ni beberlo, me veo sentado en la silla de cuero negro, con los cuatro fulanos, más otros tantos que acaban de entrar, en una habitación llena de walkie-talkies, pantallas, pistolas (aquí conviene recordar que lo más cerca que he estado en mi vida de un arma fue cuando tenía la pistola para la Nintendo y el videojuego aquel de disparar patos) y demás instrumentos que me hacen sospechar que realmente no se tratan de los botones del hotel.

Hay mucha gente. Hablan entre ellos. No entiendo nada. Es como el camarote de los Hermanos Marx. Solo que aquí no se ríe nadie.

"¿Quién eres?", me pregunta el mismo tipo de antes, ya sin ningún rastro de simpatía.

Digo mi nombre, con una sonrisa de auténtico imbécil, con un tonillo de "Hey, tío, soy el de antes, tu colega del pasillo, el de la puerta. ¿Te acuerdas? ¿Amigo?".

Trato de aparentar normalidad, pero lo cierto es que estoy total, absoluta y horriblemente acojonado con lo que estoy viendo a mi alrededor.

Empiezan a hablar entre ellos en otro idioma.

"Enséñanos tu DNI", me suelta uno.

"No lo tengo aquí. Lo tengo en Madrid", respondo con rapidez, volviendo a tener la imagen mental de mi estúpido DNI en mi estúpida mesita de noche al lado de mis estúpidos libros en mi estúpido cuarto de mi estúpida casa en mi estúpida calle de Madrid.

"Pues algo que te identifique"

"Hmmm... No tengo nada encima, está la cartera en mi habitación, puedo ir a por ella...pero tampoco entiendo por qué os tengo que enseñar nada" digo elevando mi tono de voz, y sacando orgullo no sé de dónde.

"Cierra la puta boca", me sugiere uno.

Y ahí, justo en ese momento, justo en el "Cierra la puta boca", es cuando me doy cuenta de que, no sé qué coño he hecho, pero el caso es que me he metido en un buen lío.

Y que será mejor que vaya cerrando la "puta boca".

Ya oigo los truenos. Se avecina la tormenta.

No paran de hablar por los walkie-talkies. Entran y salen tíos que parecen copias unos de otros. Como en Matrix. Enormes tíos en traje que me dirigen miradas de hielo. Todos me miran, me señalan, y hablan entre ellos. Hago como que me levanto para irme y aproximadamente 15 brazos salen a mi paso, parándome los pies.

"¿A dónde vas?"

"A mi habitación", pero no suena en absoluto con decisión. De hecho, mientras lo estoy diciendo, me voy sentando otra vez, lentamente, en mi silla, en plan "voy a ser un buen chico y me voy a comer las lentejas".

Llaman a la puerta. Oigo una voces en castellano. Son los Mossos d'Esquadra. "Salvado", pienso.

Ingenuo de mí.

Lo que pasa es que en vez de venir a rescatarme, como pensaba en un primer momento, han acudido a la llamada de mis amigos de traje y se unen al interrogatorio.

Que quién soy

Que qué hacía en esa planta.

Que qué intentaba.

Qué por qué no me identifico.

Que si la abuela fuma.

Ya no puedo más y les pregunto.

"¿Qué está pasando? ¿Alguien tendría el detalle de explicarme qué coño hago aquí? ¿Por qué no me dejan irme? ¿Qué he hecho?"

"Mira, hijo", me dice uno de los Mossos, el mayor, mirando a los otros con ojos cansados, "Estos tíos son agentes del Mossad, el servicio de inteligencia israelí. Así que, por favor, más te vale decir la verdad y dejarte de historias porque estos tíos no se andan con bromas".

Empieza a diluviar. La tormenta se ha desatado. Rayos. Truenos. Centellas.

El MOSSAD (servicio de inteligencia responsable de la recopilación de información de inteligencia, acción encubierta, espionaje y contraterrorismo cuyo ámbito es todo el mundo fuera de los límites del país, wikipedia dixit). No me lo puedo creer. Esto no me puede estar pasando.

He enfadado al Mossad. Si ya me lo decía mi padre: "Qué pena de hijo: tan alto y tan tonto".

Joder. Joder. Joder.

La palabra rebota en mayúsculas en mi cabeza, como si fuera una bola de pinball. Pasan ante mis ojos todas las películas y libros en los que sale alguien del MOSSAD. Y todo lo relaciono con disparos, persecuciones y litros de sangre.

La mejor descripción que se me ocurre para ilustrar cómo me quedo tras escuchar lo que me acaban de decir es la de un ciervo iluminado, en mitad de una autopista, por un camión que se aproxima a 250 km/h.

Me explican la situación, al ver que me he quedado de piedra, como si me acabaran de caer encima 10 litros de cemento y me estuviera quedando petrificado por momentos:

La planta en la que tengo mi habitación, está reservada entera para un equipo de baloncesto de Israel que juega, esa misma noche, contra el Barcelona. Se trata de un equipo israelí, propiedad de uno de los tíos más poderosos de Israel, cuya cúpula directiva es el objetivo número 1 de miles de terroristas y de otros tantos miles de mafiosos con los que debe de hacer negocios. Y ese tío, está vigilado 24 horas al día, en todo momento, por cientos de agentes del Mossad, que son, grosso modo, unos tíos entrenados para matar si ven alguna amenaza.

Es decir, los amigos con los que estoy charlando.

Y yo, con mi inconsciencia natural, con esa lucidez mental, con ese saber estar, con ese oportunismo con el que Dios me ha obsequiado, con ese "estar en el sitio adecuado, en el momento adecuado", he tratado de entrar en la habitación de uno de los tíos más amenazados y con más seguridad del planeta Tierra.

No es que le haya mirado mal por el pasillo. No es que no le haya querido pasar la sal en el buffet del hotel. No es que le haya visto venir corriendo cuando se cerraban las puertas del ascensor y me haya puesto a mirar a los botones haciendo como que no le veía, tal y como hago a diario. No. Mucho peor que eso.

Es que he querido entrar en la habitación de un tío al quieren matar a diario miles de personas.

Y encima sólo tengo para mostrar mi inocencia e identificarme, un ticket que pone que he comido una pizza campagnolo (que encima estaba fría), una Coca Cola Zero y que me ha atendido una tal Natividad.

Y ahí estoy, con mis 12 o 14 colegas del servicio de inteligencia israelí, cada vez más mosqueados, sin entender nada de mi historia.

¿Cómo he podido coger el avión sin DNI esa mañana? Pues no me lo pidieron. Increíble, pero no me lo pidieron. Me pidieron quitarme los zapatos, el cinturón, dejar el desodorante y la colonia, sacar todas las monedas, pasar el portátil por rayos X, y hasta me cacheó un policía sin que me invitase siquiera a una copa con la que romper el hielo y desinhibirme.

Pero no me pidieron el puto DNI en ningún momento.

Me empieza a doler la cabeza. Les digo que llamen a recepción y pregunten por mí para que vean que tengo una habitación a mi nombre. No me hacen ni puto caso. Hablan entre ellos en hebreo. Me imagino lo que deben estar diciendo.

"Matemos a éste tío ya"

"Aquí no, que manchamos las cortinas"

"Pues en el baño"

Les explico mi historia ,paso a paso, otra vez. No se la creen.

Empiezo a hablar con los Mossos de Esquadra.

"Bajad a recepción y comprobad que estoy registrado y el número de habitación."

"Mira, es imposible que tengas la habitación en esta planta ya que está entera reservada para éstos así ,que por favor, diles la verdad sobre lo que estabas haciendo".

Que si quieres arroz, Catalina.

"Me llamo X, mi DNI es el 720..., haced el favor de bajar de una PUTA VEZ y comprobad que estoy registrado"

Toman nota de mi nombre y apellidos con gestos de no creerse nada. Bajan, y nos dicen que ahora nos confirman.

La habitación se queda en silencio 3 minutos, en una tensa espera. Nadie sabe realmente qué decir.

Todos me miran. Y yo les miro.

Y de pronto, me entra un ataque de risa. No lo puedo controlar. De los nervios, la tensión, y lo surrealista de la situación, estallo en una carcajada que rompe el silencio reinante en la habitación. Me miran todos estupefactos.

Antes de que digan nada (o en su defecto, antes de que me peguen un tiro por listillo), oímos un ruido familiar:

"Gggrrrggggggrrrrrr..."

(no sé transcribir el ruido de un walkie-talkie cuando van a decir algo por él, así que nos quedaremos con lo de gggrrrrggggrrr...)

"Gggrrrrrgggggrrrr...aquí no hay registrado nadie por ese nombre. Repito. NO está registrado".

Y estalla la tormenta.

Granizo. Tornados. Huracanes. Maremotos. Torbellinos. Tsunamis. Tifones. Inundaciones. Diluvios. Anticiclones.

Que llueva. Que llueva. La Virgen de la Cueva.

"Ya está" pienso. "Tiro en la nuca, y al Mediterráneo con cemento en los pies"

No me lo puedo creer. Qué clase de broma es ésta. Noto que las piernas me tiemblan un poco. No hace nadie ningún gesto. Continúa el silencio. Oigo mi respiración.

...

"Grrgrgrgrrrr...espera, espera, sí tenemos a alguien con ese nombre. Teníamos apuntado mal el apellido".

...

Respiro.

Respiran.

Respiramos.

...

Me llenos los pulmones de aire. Cuento hasta 10.

12345678910.

Estoy registrado, luego existo.

Putos disléxicos. El orden de dos letras de mi apellido casi me produce un infarto de miocardio (por no hablar de lo del tiro en la nuca y ser comida para peces en el Mediterráneo).

El tío del Mossad que sujeta el walkie-talkie por el que acaban de dar la mejor noticia que recuerdo, deja caer la muñeca un poco, lo suficiente como para darme a entender que ya está todo más tranquilo, que lo peor ya ha pasado.

La tormenta para de pronto. Un rayo de sol rasga las nubes.

Los siguientes 20 minutos son comprobaciones, disculpas, ruegos, más disculpas, "comprende nuestra situación con lo de Gaza", más comprobaciones, "es que lo de que no tengas DNI es raro..."

Horas después estoy deambulando por Barcelona, con la adrenalina saliéndome por las orejas, y haciendo compras compulsivas con las que distraer mi agitada mente, sin dejar de mirar por detrás, completamente paranoico con que me están siguiendo.

Simplemente no puedo creer lo que acaba de pasarme.

Por la noche quedo a cenar con mi gran amigo Cuerdas, que vive en Barcelona.

Nos vemos en la puerta del hotel y, tras darnos el abrazo de rigor, me pregunta sorprendido por la seguridad que hay por el hotel.

"No preguntes Cuerdas, no preguntes. Te cuento la historia con una copa delante".

Y fuimos a cenar a Parco, y nos reímos, y bebimos, y fuimos a una fiesta, y celebramos que su novia le había dejado, que estamos en crisis, que casi me matan los del Mossad por una concatenación de estupideces, que Barcelona estaba muy bonita, que nos vemos de Pascuas a Ramos, que no le llamo casi nada y que estaba a punto de estallar la primavera...

Y entonces, ¿cuál es la moraleja de la historia?

¿Llevar siempre el DNI encima?

¿No salir nunca sin la cartera encima?

¿No intentar entrar en una habitación que no es la tuya?

No.

La moraleja de esta historia es que nunca permitas que te jodan una cena con un buen amigo.

Ni siquiera los del Mossad.

El guardián entre el centeno

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El olor del sol de Londres

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El fin de semana pasado estuve en San Sebastián. La ciudad estaba muy bonita, olía a mar cada esquina y el cielo era un trailer del verano. Comí bien. Bebí mejor. El domingo quedé a desayunar con mi amiga Maia. Tomamos un café con leche en una terraza viendo la isla de Santa Clara mientras hablábamos de la Real Sociedad y de libros malos, con Chillida y Oteiza mirándose frente a frente, como pistoleros, sobre el Cantábrico.

Maia es una experta en perfumes. Sin ir más lejos, esta semana ha dado un par de charlas en el Guggenheim sobre el tema. Me recomendó un par de nuevas colonias. Me gusta llevar la misma habitualmente pero ahora que empieza la primavera tengo ganas de cambiar y probar alguna nueva. La vida es muy corta como para oler siempre igual.

Hoy, casualidades de la vida, ha llegado a mi bandeja de entrada un mail de una casa de perfumes. Al parecer están preparando una nueva colonia para "jóvenes cosmopolitas con un aire bohemio" y quieren conocer mis gustos sobre distintos olores. Cosmopolita y bohemio. Hay que joderse. No se lo digan a mi madre: ella cree que soy pianista en un burdel.

Pienso en qué puedo responder. Pienso en mis olores favoritos. Y empiezo a andar por la habitación y a tirar una pelota de tenis al techo que es algo que me ayuda a pensar. No tanto a mis vecinos.

¿Qué se supone que uno ha de contestar en una situación así? ¿Qué respondería un cosmopolita bohemio? ¿Debería mudarme a una buhardilla y llevar bufanda en primavera para ser bohemio del todo? ¿Qué hay detrás de un olor? ¿Cómo funciona la conexión olor-recuerdos? ¿Se expande el universo? ¿Es cóncavo o convexo?

Me gusta el olor a incienso, a sándalo y a lavanda. A jabón. A limón y a hierba recién cortada. A chicle Boomer de fresa ácida. A madera. A neroli. A café recién hecho. A cine antiguo. A horno de leña, a nardos y a tierra mojada. A vela de Dyptique, que es lo que compramos los urbanitas que no pisamos el campo pero que nos gusta cómo huele. Y me gusta el olor a jacaranda en primavera, que no tengo ni idea de qué tipo de flor es, pero siempre salía en los libros de Gabriel García Márquez y yo me imaginaba que era una flor que olía como huele el pelo de la chica que te gusta.

Pero no puedo responder algo así. Porque de tanta intensidad esto parece un cruce entre anuncio de BMW y uno de Anas Anas. ¿Te gusta conducir y oler a sándalo?

Con el folio, la mente y la piel en blanco, cojo las gafas de sol y salgo de casa para dar un paseo. Huir es lo que más me ayuda a pensar cuando la pelota de tenis no funciona. Comienzo a andar por el Retiro. La primavera se sale por los costados en Madrid. Como escribe Blanca Establés, los colores de la primavera tienen algo de libro de plástica de un niño de primaria: cantidades ingentes de un amarillo muy fuerte con algo de naranja, rosa y azul amenazando con salirse del margen. Voy andando con las aletas de la nariz abiertas de par en par, intentando captar olores y aromas que danzan por la calle, al son de una brisa, fina y delicada, como las blusas de McKenzie en The Newsroom.

Sí, definitivamente la primavera ha llegado. Solo en esta época del año se me ocurriría comparar una brisa con una blusa.

Me pongo los cascos. Miro al sol. Estornudo. Doy al Play. Y suena mi nuevo tema favorito:

Me meto en el metro. Porque me gusta ir en metro. Y siempre que digo esto delante de otras personas, cenando en algún restaurante moderno recién inaugurado, se me quedan mirando con la cara de incredulidad que pondría la Reina de Inglaterra en una despedida de soltera con Miley Cyrus. A veces creo que la gente debe pensar que me muevo por la ciudad en una calesa tirada por cinco corceles negros. Eso sí que debe ser cosmopolita y bohemio.

Estoy en la estación de Gran Vía, para hacer transbordo con la línea 5. Y de pronto, mientras voy bajando unas escaleras, un olor se me cuela por la nariz. Es un olor conocido. No es madera, ni pan recién horneado, ni hierba cortada, ni la jacaranda en flor (sea lo que sea). Es una mezcla a moqueta vieja, a hierro, a óxido, a polvo subterráneo y a cañerías.

Y, como Carrie Mathison con sus rotuladores en Homeland, de pronto veo todo claro.

Ese es mi olor favorito.

Porque en ese punto, exactamente en ese punto y no en otro de la estación de metro, en esa baldosa y no en la siguiente, el olor es igual que el de aquella estación de metro de Londres. Es raro. Es inexplicable. Pero es así.

Aquel metro de Londres, aquel repugnante y viejo metro, que se inundaba cada dos días y en el que un viaje de ida y vuelta costaba aproximadamente lo mismo que una cena de langosta y champán.

Aquel metro, sí, aquel metro en el que iba a trabajar como becario. Durante varios veranos. Cuando Zidane aún corría por el verde del Bernabéu. Cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades.

Imposible no acordarse de mi pensión repugnante cerca de Earl´s Court, con aquella recepcionista gótica del tamaño de un mamut que se maquillaba como si fuera la batería de KISS, propietaria de un loro enorme que me escupía pipas cada vez que pasaba delante de su jaula, el muy hijo de puta. Y aquel diminuto cuarto, con humedades en el techo, en el que podía abrir la ventana, ducharme, lavarme los dientes y hacerme una tortilla francesa sin moverme de la baldosa. Con aquellas paredes de papel, con mis vecinos fornicando los lunes, con puntualidad suiza y el ímpetu de dos ñús del Serengeti, mientras yo trataba de centrarme en la lectura de la "Piedra Lunar" de Wilkie Collins, intentando aunar ese sonido ambiente con la lectura de una novela victoriana.

Aquellas noches sin aire acondicionado. Aquellas mañanas de café con hielo. Siempre despiertos. Tomando el sol en Battersea Park. Magos en Covent Garden. Descubriendo pequeños jardines en los que sentarnos a ver la vida pasar. Y Tamara Rojo girando sobre el eje en el Royal Ballet. Y el pizzero del Manchester United hablándome de fútbol noventero mientras se fumaba una porro en la puerta del local y silbaba a las Chelsea Girls que iban a quemar tacón a algún garito.

Y aquel piso compartido en King´s Road con el frigorífico lleno de cerezas.

Qué feliz fui, maldita sea.

Y no sé si realmente me gustaba ese olor del metro o, precisamente, deshacerme de él en cuanto salía a la luz de la calle de agosto. Y ser joven, y tener toda la vida por delante, sin crisis, sin problemas, sin un duro, equivocándome continuamente, siempre sin pedir perdón ni permiso.

Hay un maravilloso artículo de Pedro G. Cuartango llamado "El club de los corazones solitarios" que tengo guardado en la mesa donde trabajo y que releo frecuentemente. Sobre todo este párrafo:

Me gusta retornar a los sitios que forman parte de mi historia. Pero ello siempre me produce frustración porque nunca están como yo me los imaginaba en mi memoria. Todo fluye, todo cambia menos nosotros, que somos arrastrados por el paso de un tiempo que nos destruye. Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante porque en él se condensa toda la eternidad.

Podría intentar escribir esta sensación mil veces. Y nunca me saldría tan precisa.

Cuando Calamaro dejó de estar secuestrado por su nariz y de meterse todo lo que pasaba delante de él, escribió una canción sobre sus viejos fantasmas y hábitos. Era un canto al optimismo, a empezar de cero y a mirar hacia delante. Pero hay una estrofa demoledora, por sincera y dura, en la que no puede evitar una ligera nostalgia por la vida pasada, la vida de excesos:

"A veces mataría por cincos minutos más".

Jamás repetiría una semana de mi vida anterior. No me gusta demasiado mirar para atrás. Intento huir de la nostalgia.

Pero a veces mataría por cinco minutos más.

A veces mataría por cinco minutos en aquel Londres.

Un amigo me ha invitado a pasar unos días en su casa de Londres. Estoy viendo billetes de avión. Aún no sé si iré. Ahora todo el mundo parece que vive en Londres. Pero nadie vivió en mi Londres. Es tan único que mi recuerdo es el de una ciudad soleada.

Estoy intentando hablar aquí del olor de la eterna juventud. De ese olor que nunca te abandona por muchas veces que te duches. Del olor de las cosas imposibles. Del olor del sol de Londres.

Así que no me vengan a hablar de sándalo, notas de madera y putos cítricos.

 

Summer is coming. I could feel it. I kinda thought I smelled corn, which is impossible.

And there it was again: Perfume.

El guardián entre el centeno

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Los placeres y los días

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Adoro los placeres sencillos; son el último refugio de los hombres complicados.

Oscar Wilde

 

Hace bastante tiempo, una lectora mexicana me envió un mail sugiriéndome que escribiera un post sobre mis guilty pleasures. Contesté que por supuesto, que cómo no, que marchando, que ahora mismito. Acto seguido, me metí en Google para enterarme de qué iba esa vaina porque a mí lo de Guilty Pleasures me sonaba a título de película noventera interpretada por Winona Ryder.

Resulta que los Guilty Pleasures pertenecen a esa clase de placeres que uno nunca confesaría en público por miedo al qué dirán. Como que el Wrecking Ball de Miley Cyrus te parece un temazo (culpable) o que no tienes problema en comerte la grasa del chuletón cuando nadie te mira a pesar de que te sientas luego un monstruo sin escrúpulos como Hannibal Lecter (doblemente culpable).

Pero lo curioso de estos guilty pleasures es que no son transgresiones en el sentido estricto de la palabra. Como escribe Jennifer Szlai en The New Yorker:

"Que te diviertan las inocentes correrías de Bridget Jones es algo percibido como un guilty pleasure. Que te guste participar en depravadas y salvajes orgías propias del Marqués de Sade, no".

Ese genio del humor llamado Ricky Gervais sostiene que el guilty pleasure más genuino y puro que conoce es El Padrino porque realmente uno se posiciona claramente del lado de la Familia. Algo parecido pasa con Scarface. Vas claramente con El Mal. Esto debería despertar cierto sentido de culpabilidad.

Para mí, que debo tener alma de rubia, la mejor definición audiovisual de guilty pleasure es esta:

Yo pensaba que no tenía guilty pleasures. Eres un fulano con personalidad, me decía delante del espejo. Pero les confesaré que últimamente me he estado percatando de situaciones en las que he decidido obviar, no defender públicamente e incluso posicionarme en contra de algunos de mis placeres secretos. Y me he sorprendido a mí mismo. Y me he repudiado. Es por no dar largas explicaciones trato de autojustificarme.

Pero no habría que darlas. Si algo te gusta, te gusta. Y punto.

Así que he decido hacer catarsis, ponerme delante del foco y enseñar los muertos de mi armario:

Disfruto enormemente con todas las películas con monstruos, siempre y cuando sean marinos. No me valen robots, ni dragones, ni dinosaurios. Tienen que ser marinos. Conditio sine qua non. Cuando era pequeño me asomaba al balcón de mi casa de Santander, mirando a la bahía y solo deseaba que emergiera de esas aguas un gigantesco reptil y destruyera todo a su paso. Mis penosos dibujos de la época dan fe de esta turbia obsesión. Y admito que he leído más de lo públicamente confesable sobre el monstruo del Lago Ness (hace poco, de hecho, circuló por las redes una foto de Google Earth con una sospechosa sombra en el lago y por poco salgo a la calle gritando como un enajenado: OS LO DIJE, OS DIJE QUE EXISTÍA, SIEMPRE CREÍ, SIEMPRE CREÍ).

Me muero por ver la nueva película de Godzilla y no una película sueca subtitulada.

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Tengo debilidad por las chicas con mucha nariz. Siempre que voy con mis amigos, me señalan alguna chica con una prominente napia cuasijasídica, como la Dra. Cuddy en House. Y me derrito. "Esa chica es muy tu estilo". Y sí, siempre aciertan. He intentado buscar alguna razón antropológica para explicar este raro fenómeno o hallar una rama de antepasados judíos en mi árbol genealógico que justifique esta filia, pero supongo que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y esas cosas.

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Hay una canción de Jarabe de Palo que me gusta (mucho). Y negaré haber escrito esto delante de un tribunal. Diré que todo es un error, que me suelten, que yo estaba escuchando un disco de Wilco.

Las Ruffles Yorkeso. Es la mayor guarrada que el ser humano ha podido crear junto con la Coca Cola con sabor a vainilla y unos chicles Boomer sabor a natillas (sí, a natillas, señores) que compraba de pequeño en el quiosco debajo de mi casa y que probablemente el Ministerio de Sanidad, el Defensor del Pueblo, la OMS o la ONU acabó retirando de la circulación y enviando al Área 51 como material clasificado junto a los alienígenas de Roswell. Unas patatas fritas industriales de bolsa con sabor a sándwich de jamón york con queso fundido. Bien, pues no concibo hacer un viaje en coche de más de una hora sin ellas. No sé si es por el sabor o por los recuerdos de viajes con amigos que ya no están cerca.

Las Chicas Gilmore. Las protagonistas, madre e hija, eran unas repelentes, listillas, cursis que tenían ese tipo de relación materno-filial tan enrollado-desenfadado-cool que siempre he detestado. Pero me parecía una serie muy divertida y ágil. No tenía osos polares en islas, ni metanfetamina azul, ni mafiosos de New Jersey, ni transcurría en los muelles de Baltimore. Solo eran una madre, una hija, un pueblo y una cafetería. Pero el guión a veces hacía magia. Y que me perdone Sorkin.

Leslie Nielsen. Me desternillo de risa con este tipo  y no lo puedo remediar. Creo que se confirma mi teoría de alma de rubia.

El Kindle. He sucumbido. Yo, que siempre había jurado amor eterno al papel. Yo, que siempre dije que sería fiel al olor de los libros. Me he pasado al lado oscuro. Y ahora no puedo vivir sin este cacharro. Voy a las librerías y no puedo mirar a los ojos a los libreros que me conocen por si pueden ver en mí la traición.

La Mayonesa. Ella me bate como haciendo mayonesa es la décima sinfonía que nunca compuso Beethoven. La quinta estación de Vivaldi, el sonido de las puertas del cielo de Bob Dylan, el himno de la Champions de las bodas, la Marsellesa latina. Es miel para mis oídos. Miel.

(Ahora la estoy escuchando a todo volumen. Es perfecta)

(Ya está)

(Esperen, un repeat. La última. La última y lo dejo)

(Acabo de descubrir, gracias a Spotify, que los creadores de La Mayonesa tienen un hit llamado El baile de la bananita)

(Voy a dar a Play)

(Mala idea)

(Pésima idea)

(¿Algún médico en la sala para practicarme una lobotomía y borrar esta letra de mi cerebro?)

Helen Mirren me parece muy, muy, muy atractiva. Y tiene 68 años. Lo que me hace plantearme muchas cosas.

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El merchandising del Real Madrid. Puedo comprarme cualquier cosa que tenga el escudo del Real Madrid. Mi elasticidad como consumidor es 0. Piensa en lo más hortera que se te ocurra. Lo tuve, lo tengo o lo tendré. Además padezco de una especie de síndrome de Diógenes que me impide deshacerme de nada del Real Madrid porque lo considero una vil traición a mis principios. No sé en qué momento de mi vida podré ponerme una camiseta morada de Roberto Carlos de Kelme. Pero ahí está, para una emergencia. Y que nadie me la toque.

Las noveluchas negras con detectives marlowescos que van de duros y dicen "nena" a rubias fatales que siempre traen problemas en bares con mucho humo y tienen que resolver asesinatos sangrientos y finales esperados. Toda la literatura Pulp que antes se vendía en quioscos y que se escribía en cuestión de una semana. La devoro.

Un futbolín. No puedo ver uno y no jugar. Y perder, porque soy malísimo. Y retar a un doble o nada a cualquier desconocido. Y volver a perder. Y echar la culpa a mi portero. Y que me terminen sacando a rastras de ahí como si fuera un casino. Me tengo terminantemente prohibido jugar al futbolín porque pierdo la noción del tiempo-espacio y el respeto al dinero. Cuando me invitan a jugar, desdeño la invitación con un cortés no me apetece, jugad vosotros para no dejar salir al monstruo que llevo dentro.

Pizza fría. Oh. Dulce ambrosía. Manjar de los dioses. Ya lo decían en 30 Rock.

Revenge is a dish best served cold, Jack. Like sashimi, or pizza.

Toy Story 3. He llorado dos veces en mi vida en un cine. Una fue con Gran Torino y otra con Toy Story. 3. Tuve que deshacerme de todos los testigos que estaban en la sala. Uno tiene una reputación de tipo duro que mantener. (O la tenía)

Confesaré, a pesar de ser repudiado y tachado de hereje, que me gusta el lambrusco. No me lapiden aún. No digo que me parezca un buen vino, desde luego. Pero es un trago agradable. De vez en cuando alguien en una cena dice que el lambrusco es un vino infame y que solo a gusta a chicas sin paladar. Y yo me río, JAJAJA, con esa sonrisa de culpabilidad que tendría un vegetariano en una barbacoa. Pero dame pizza y lambrusco, y dime tonto. Y que nos quemen juntos en la hoguera.

Leer el HOLA en sala de espera de mi dentista (que es mi tío) y esconderlo rápidamente como si fuera una revista porno en cuanto entran a avisarme.

Sándwiches. O cualquier cosa que venga emparedada entre dos rebanadas de pan. De verdad, cualquier cosa. (Uno de mis posts pendientes es terminar de recopilar los mejores sandwiches de Madrid. Y estoy a punto de terminarlo. Un trabajo de investigación de años)

Esta canción.

Recuerdo hace bastantes años, en Estados Unidos, yendo al cine con un amigo de Vermont en su Saab (uno de mis coche favoritos y que el otro día me enteré que ya no se fabricaban para mi enorme disgusto). Sonaba un disco con la música hippie que siempre escuchaba, Grateful Dead o Phish, como buen hippie que era. Y de pronto, en mitad del disco, comenzó a sonar esta canción. Y se hizo un silencio estrepitoso, como si acabáramos de atropellar a un ciervo. Mi amigo, sin quitar las manos del volante y mirando fijamente a la carretera, dijo con voz trémula:

Es que es una canción preciosa.

Y yo me sumé: ¡Y qué piano!

Ese piano aún me sigue cautivando.

El Bosque. A todo el mundo le espantó esta película M. Night Shyamalan, el director de El Sexto Sentido, y yo salí totalmente fascinado del cine. Pero fascinado de Wow, madre mía, qué inesperadísimo final, que locura todo esto. Aún, a día de hoy, no he encontrado a nadie que le gustara esta película. Y no puedo evitar sentirme como si estuviera conduciendo por una autopista en dirección contraria sin que nadie me diga nada. La veo bastante a menudo.

Y esta escena es brutal

Laura no está.

Sí.

La de Nek.

Qué quieren que les diga. Me vengo arriba cuando la escucho.

A lo mejor se me ha ido de las manos esto de confesar mis perversiones.

 

Estos son los muertos de mi armario. Supongo que ustedes tendrán los suyos. Espero que los confiesen y no quedarme solo a la intemperie de la verdad.

Comprenderé que muchos de ustedes me retiren el saludo cuando nos crucemos por la calle. Yo creo que haría lo mismo con alguien que confesara públicamente su amor por "Laura no está".

Pero, al final, como dice Dave Grohl, cantante de los Foo Fighters.

"I don't belive in guilty pleasures, I believe you should be able to like what you like. If you a like a fucking Ke$ha song, listen to fucking Ke$ha."

 

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Que disfruten de sus placeres y sus días.

Sean culpables o no.

Besos y abrazos según correspondan,

 

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(Des)amor en un Starbucks

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Cafe

Mientras escribo estas líneas, estoy sentado en un Starbucks, haciéndome el interesante y tecleando febrilmente en mi portátil al tiempo que hago pausas dramáticas llevándome la mano al mentón, como si estuviera trabajando en la Gran Novela Americana, cuando lo que realmente estoy haciendo es poner la antena en una fascinante conversación de un grupo de chicas guapísimas sentadas en la mesa de al lado. Para mantener la pose de que realmente estoy inmerso en mi inaccesible e insondable mundo interior y no cotilleando esas maravillosas intrigas palaciegas del Barrio Salamanca, dignas de las tramas más dramáticas y apasionantes de Gossip Girl, tengo sobre la mesa un libro de David Foster Wallace, que ojeo de vez en cuando, como si tomara notas o buscara inspiración. A veces, para reforzar mi papel, hago que subrayo párrafos. Pero sin perder detalle de la conversación.

Son sitios curiosos estos Starbucks. Aunque he de confesar que mi relación con ellos no siempre fue fácil.

Recuerdo la primera vez que entré en uno. Que es en el que me encuentro ahora mismo, precisamente, esperando a un amigo mientras me pongo al día de la azarosa vida sentimental de estas chicas. Era una gélida navidad en Madrid e iba por la calle de Ortega y Gasset con mi abuela, cuando vi que habían cambiado mi querida heladería Taruffi, creo recordar que ese era su nombre, por un sitio llamado Starbucks. Soy un poco raro y me sienta muy mal que cambien las tiendas porque altera mi mapa mental. Da igual que sea una ferretería en la que nunca entre o una cochambrosa agencia de viajes. No quiero cambios. Si de mí dependiera, seguiríamos con los mismos comercios que en 1930. Así que, como amante de las tradiciones y animal de costumbres que siempre he sido, entramos y pedí una Coca Cola, a pesar del molesto cambio de local. Y cuando me dijeron que ahí no vendían refrescos, vaticiné su inminente fracaso.

Esto no dura aquí ni un mes, abuela. Hazme caso. Vámonos.

Ahí están las pruebas de mi capacidad visionaria: más de 18.000 locales abiertos en todo el mundo, cotiza en bolsa y su modelo de negocio se estudia en las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo. De seguir viviendo, capaz habría sido de aconsejar a mi pobre abuela invertir todo su patrimonio en Gowex.

Cuando años más tarde llegué a estudiar a Madrid, me gustaban los Starbucks. Me parecían una buena idea. Acostumbrado a tomar café en cafeterías llenas de dinosaurios, encontraba atractiva la oferta de Starbucks, donde uno podía tomar tranquilamente su café, retreparse en un sillón de esos grandes de sentarse frente a una chimenea, y leer algo tranquilo, rodeado de gente joven y con una música extrañamente confortable de fondo. No tenía ese aroma bohemio e intelectual del Café Gijón pero podía llegar a tener su encanto. Aún recuerdo un disco folk que me encantaba y que solían poner durante un otoño, con Norah Jones, Ryan Adams y Willie Nelson. Solo me faltaba un perro labrador tumbado a mis pies para ser inmensamente feliz. Mi novia me acababa de dejar. O yo a ella. Aún no lo tengo nada claro. Pero era feliz.

Te llamaban por tu nombre y hacían un café especial en Navidad. Trampas marketinianas de cajón en las que el chico de provincias que habitaba en mí caía de forma inmisericorde. A mí me ponen unos villancicos de fondo, me envuelven algo en papel de renos y me llaman por mi nombre, y soy capaz de comprar hasta un fardo de heroína en un aeropuerto de Tailandia.

Sin embargo, como en todas las relaciones, tras un comienzo fogoso, lo mío con el Starbucks empezó a sufrir altibajos. La primera medida que me hizo distanciarme de los Starbucks fue la cuestión económica. Cuando uno empieza a ganarse la vida y a pagarse sus cosas, se da cuenta de que gastarse diariamente unos 7 euros en un café y una magdalena, por mucho que te lo llamen latte y muffin, tal vez no sea la manera más diligente de gestionar su patrimonio.

La segunda medida que me mató fue su decisión de dejar comprar periódicos (o al menos en los Starbucks que yo frecuentaba). Eso me aniquiló por completo. Nada me gustaba más que ir al Starbucks a primera hora, comprarme un sándwich Bloomer (que tiene un toque de mostaza fantástico) y pedir que me lo calentaran mientras daba largos tragos a mi humeante Mocca Blanco mediano (sin nata), mientras despotricaba solo, como un loco, como el borracho de un bar, sobre las alienaciones de Schuster en el Real Madrid. "¡Baptista tiene que jugar más! ¡Hay que fichar un 9 en el mercado de invierno!" le solía decir frecuentemente a uno de los baristas (que es como se llama a los camareros en el universo Starbucks, del mismo modo que el tamaño Grande no es realmente el tamaño grande, por confuso que esto pueda parecer) al que tenía martirizado con mis diatribas futboleras. La cuestión es que verme obligado a comprar el periódico aparte desbarató por completo mi rutina diaria.

La tercera cuestión que me alejó de los Starbucks fue ya exclusivamente mi culpa. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Si la memoria es un palacio, yo tengo los recuerdos asociados a este momento clasificados en el fondo de un archivador cerrado con llave en un sótano oscuro en una habitación precintada con una cinta amarilla del FBI que pone DO NOT CROSS, custodiada por dobermans y un aviso en grande que pone: Cuidado con el leopardo.

Por aquella época solía ir a un Starbucks en el que me atendía una chica argentina particularmente guapa. Y encantadora. Era rubia, tenía los ojos claros y cada mañana me decía algo ingenioso, me tomaba el pelo o me alegraba el día con su acento diciéndome que estaba reguapo en traje. Tan probable es que se lo dijera a todos como que a mí fuera al único tonto al que le hacían verdadera ilusión esas palabras. Siempre he sido de esos a los que la dependienta de una tienda le dice que le queda bien el pantalón vaquero que se está probando y se lleva 5.

O a lo mejor era uruguaya. Qué sé yo. El caso es que tenía un acento exótico y me piropeaba, algo que yo agradezco mucho los días de invierno en Madrid antes de las 9 de la mañana. Y hasta un día me puso un corazón haciendo de punto en la -i de mi nombre.

American girls,

All weather and noise

¿Qué puedo decir en mi defensa? Yo era joven, insentato y enamoradizo. Me llamaba por mi nombre. Hacía mucho frío fuera...

Un día fui a una hora distinta. Había mucha más gente y los camareros/baristas parecían no dar abasto. Mi querida camarera no me dijo nada de cómo me quedaba el traje, lo que hizo que me repasara de arriba abajo por si no había acertado aquel día con el estilo del traje o el color de la corbata.

Exigía mi ración diaria de piropos.

Tras hacer mi pedido habitual, a pesar de estar desbordada, me hizo un par de comentarios simpáticos y, de repente, me dijo:

¿Te importaría darme tu número?

Ajá, pensé yo. AJÁ.

Y cuando yo suelo decirme a mí mismo cosas como AJÁ siempre son momentos en los que nunca debería haberme dicho AJÁ.

Y con pose de galán, haciéndome el tipo duro de repente, acodado en la barra de ese Starbucks, con una sonrisa de ganador impresa en la cara, con el pecho hinchado como un pavo real, haciéndome el GUAY, porque no tiene otro puto nombre, con cierta pose carygrantiniana, saqué mi móvil con desgana, como si las chicas me pidieran el teléfono cada media hora, y con una voz algo impostada y grave, tras carraspear ligeramente, empecé a decir: 

Claro. Apunta: 63033...

Pero, a mitad de camino, mi sentido arácnido me alertó de que algo no iba bien.

Y se hizo un silencio incómodo. Ella no estaba apuntando nada. Ella, más bien, estaba perpleja e inmóvil como una estatua.

Muy perpleja. Muy inmóvil. Muy estatua.

Poco a poco fui dejando de decir los números, como si de repente me acabaran de anestesiar la boca.

Y de pronto ella estalló en una carcajada. Una carcajada sonora,  que aún escucho en los pasillos de mis peores pesadillas.

No, tonto, me refiero a esto. Y se quedó sosteniendo el tiquet que me habían dado con mi pedido.

¡Este número! Es que ahora lo tenemos que pedir.

Hubo un silencio incómodo. Noté cómo mi cerebro se salía de la pista, haciendo trompos, dando vueltas de campana e incendiándose.

Y yo solo quería hacer 3 cosas:

  1. Salir gritando por la puerta.
  2. Ir corriendo a mi casa y encerrarme en el sotáno.
  3. Construir una máquina del tiempo y volver atrás en el tiempo una hora.

En lugar de eso, me quedé pálido, con sudores fríos, como un niño llevando el traje de un adulto, y murmuré un escueto y lastimoso "Perdona", como si acabara de atropellar a su perro dando marcha atrás con el coche. Empecé a retroceder, me batí en retirada, chocándome con clientes, sin mirar atrás, con el café incandescente abrasándome la mano y sin pararme siquiera a coger un sobrecito de azúcar moreno.

Y no volví a ese Starbucks. Ni a ninguno. Me autoimpuse una orden de alejamiento. No podía soportar pensar la idea de entrar en un Starbucks en San Francisco, en Tokio o en Sidney y que, por cosas del destino, aquella chica argentina (o uruguaya) hubiera pedido un transfer ahí y me estuviera esperando con una sonrisa maliciosa tras la barra:

Oh, acá viene el boludo del número.

El tiempo pasó y poco a poco me he ido reconciliando con los Starbucks. No creo que sea el mejor café del mundo, pero en Madrid tampoco estamos para ponernos exigentes. Y puedes escuchar conversaciones fascinantes.

Ahora bien, juro que cada vez que estoy a punto de entrar a un Starbucks, oteo como un cervatillo en busca de una melena rubia, el fulgor de una evidente cabellera argentina, que diría Scott Fitzgerald, no vaya a ser que me encuentre tras el mostrador a aquella argentina (o uruguaya) que me rompió el corazón en un Starbucks.

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El guardián entre el centeno 

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