Nunca he creído que una imagen valga más que mil palabras.
Bueno, ejem, a veces sí.
La verdad es que no me puedo considerar una persona muy de fotos. En mi casa no tengo álbumes, no guardo fotos de mis viajes y, cuando me gradué, dejé en una tienda la orla de la universidad para que la enmarcaran y jamás regresé a por ella.
Las fotos siempre me suelen poner melancólico. No lo puedo evitar. A mi padre le pasa algo parecido. Debe ser algo hereditario.
Siempre que hay algo que celebrar en mi grupo de amigos, mi amiga Belén monta un espectacular vídeo y yo tengo que hacer ímprobos esfuerzos por contener alguna lágrima al ver fotos antiguas.
De cuando fuimos los mejores.
De cuando éramos reyes.
De los días de vino y rosas.
Tal vez haya desarrollado una especie de síndrome de Dorian Gray (nota mental: averiguar si realmente esto existe) y lo que realmente me pasa es que no soporto dejar de verme tan joven como en las fotos antiguas. Aunque éstas sean del viernes pasado.
También puede que simplemente sea un bicho raro.
No descarto ninguna línea de investigación.
A pesar de todo esto, hay una foto a la que guardo un especial cariño. La tengo desde hace relativamente poco tiempo por mi casa y me encanta. Tiene un significado muy especial.
Es esta foto.
Déjenme que les cuente por qué.
Desde hace unos años, suelo alquilar un barco en verano con mis amigos. Una buena excusa para juntarnos todos, desconectar, descansar, comer buen pescado y leer mientras se te sube el vino a la cabeza, en una de esas reposadas y reconfortantes borracheras solo alcanzables al vaivén de alta mar.
Santorini, Mykonos, Slano, Mjlet, Vis, Hvar, Korcula...han sido algunas de las islas por la que hemos estado.
Juergas de piratas.
Páginas que quedaron escritas en Los diarios del ron.
El pasado verano nos juntamos unos cuantos para hacer una travesía desde Mallorca a Menorca. El único con el título, el conocimiento y el sentido común necesarios para llevar el barco era nuestro amigo Lucas. El buen Lucas. El resto, fuera máscaras, éramos una banda de inútiles capaces de hacer naufragar con víctimas mortales un patito de goma en una bañera.
Una norma básica en cualquier barco es que cada miembro de la expedición tenga muy claro su rol y se ciña a su cometido. El mío, desde hace años, consiste en quedarme leyendo en algún rincón, hacer la fotosíntesis e intentar que no se enrede la cadena del ancla mientras fondeamos. En fin, una labor que sería capaz de hacer con relativo éxito el ficus de su oficina.
Creo que si aún el patrón no me ha hecho andar por el tablón para ser comida de los tiburones es porque pongo buena música y cuento historias divertidas de copas.
Mallorca.
Estamos en una noche calurosa del pasado agosto.
Mientras cenamos cerca del puerto y nos ponemos al tanto de nuestras andanzas veraniegas, decidimos tomar un par de copas con el firme propósito de volver temprano al barco y así amanecer a una hora cristiana, soltar amarras y poner rumbo a Menorca al día siguiente lo antes posible.
Como bien sospechan, el "par de copas" pasa a convertirse en media docena, chupitos de tequila, un mar de Jgermeister, Danza Kuduro, abrazos efusivos, coreografías conjuntas, brindis por nuestra eterna amistad y búsqueda infructuosa de algún tugurio por la isla en el que desayunar algo.
Conclusión: vuelta al barco con el sol en lo alto, los zapatos en la mano y la vergenza por los suelos.
La culpa fue del Cha Cha Cha.
Al día siguiente (o ese mismo día) nos levantamos rayando el mediodía, soltamos amarras y nos ponemos en marcha, con una resaca de campeonato, pero con muchas ganas de empezar el viaje.
No miramos el pronóstico del tiempo. No hacemos demasiados cálculos sobre la travesía. Yo me vengo arriba, probablemente aún bajo la euforia del alcohol, cojo unos mapas que encuentro por el barco y hago un cálculo aproximado del tiempo que tardaremos en llegar a cierta cala donde hacer noche. Hasta me asomo a la cubierta para ver el viento, mientras oteo el horizonte con cara de concentración y con una mano en la frente a modo de visera.
Ahora que ha pasado cierto tiempo puedo decir que fallé en mis estimaciones iniciales sobre nuestra llegada a esa cala. En unas 74 horas.
Núñez de Balboa me pueden llamar. Vasco de Gama. Marco Fuckin´ Polo.
Pero volvamos a ese primer día.
Hace un día estupendo, el mar está muy tranquilo y la travesía es muy agradable. De vez en cuando paramos para darnos un baño, picar algo, y hasta nos permitimos ir a vela un buen rato. Va todo francamente bien hasta que, de repente, se hace de noche cerrada.
No se ve nada. Absolutamente nada. Ni siquiera la luna nos da algo de luz.
Y empieza una tormenta, un viento muy fuerte y unas olas de un tamaño considerable. Todo el barco empieza a ser zarandeado y cruje a cada embestida. Algo no marcha bien. Es como si, de repente, Poseidón se hubiera enfadado. Mucho. Como si le acabaran de contar que su hija, la Sirenita, se ha quedado embarazada del cangrejo Sebastián.
Y todo empeza a ir mal.
Bastante mal.
Fatal.
Los patines del catamarán se sumergen con cada ola. El agua pasa por encima de nosotros, golpeando con violencia el barco.
Miro a mis amigos. Hay uno verde, pero verde pistacho, echando por la borda hasta su primera papilla. Otro está atrincherado tras una mesa. Un tercero no quiere ni mirar y está con la toalla por encima. Como si eso le fuera a proteger.
Podría contar otra cosa, pero yo tampoco es que me encuentre, en esos momentos, como uno de esos aguerridos marineros de los anuncios de Neutrogena (que no sé que hacen pero sus manos sufren mucho) trepando por un mástil.
No, la verdad es que yo estoy tieso, como una puta vela, sin apartar la mirada de un punto fijo en el horizonte para no marearme ante ese incesable zarandeo, sujetando la botavara que no para de hacer un ruido diabólico (gñññe, gñññe, gñññe). Podemos naufragar, pienso, pero me niego a hacerlo, encima, con ese tétrico ruido como banda sonora. Al mismo tiempo que todo esto, estoy rezando en silencio oraciones a San Gennaro, patrón de los marineros en Nápoles, algo que acababa de leer en un libro de John Fante.
Querido, San Gennaro
Jefe, no nos conocemos y nunca te he rezado nada. De hecho, no conozco a nadie que se llame Gennaro. Pero, por lo que más quieras, sácanos de ésta y no nos dejes hundirnos.
O al menos a mí.
Imagínense el panorama a bordo.
Y justo cuando pienso que ya nada puede ir a peor, el bueno de Lucas se gira hacia mí y me pregunta sin perder la calma: "Oye, ¿sabemos dónde están los chalecos salvavidas?"
Los.
chalecos.
salvavidas.
Vamos a morir todos, pienso, como siempre, tratando de ver el vaso medio lleno.
Que el patrón te pregunte por los chalecos salvavidas es algo tan tranquilizador como estar en un avión y que el piloto pregunte a los pasajeros por el altavoz: "Oigan, ¿alguno de ustedes sabe cuál es el botón del tren de aterrizaje? Es que entre que estoy borracho y el humo del incendio que tenemos en cabina, me estoy liando..."
Y me lo pregunta muy tranquilo. Sin perder la calma. Como si fuera lo más normal del mundo.
"Qué prefieres: ¿pasillo o ventana?". "¿Muslo o pechuga?".
Trago saliva, hago de tripas corazón, aparento tranquilidad y me meto hacia el interior con el mismo espíritu festivo del condenado enfilando el corredor de la muerte.
Aquello es como estar dentro de un lavadora en modo centrifugado express. Las maletas vuelan. La comida rebota contra las paredes.
No sé si ustedes han tenido ocasión de buscar unos chalecos salvavidas en medio de una tormenta, pero les aseguro que es una experiencia tan placentera como apuntalar los clavos de tu ataúd o cavar con una pala tu tumba en el desierto.
Doy con los salvavidas. Y con las bengalas.
Porque yo ya me veo, con el barco hundiéndose, de rodillas en cubierta, lanzando bengalas al más puro estilo Nicolas Cage en La Roca.
Pasa el tiempo y nosotros seguimos tratando, en vano, de encontrar una cala para resguardarnos hasta que pase la tormenta. Pero no hay forma. Todas las que pasamos resultan inaccesibles debido a la violencia de las olas, que nos mandarían directo a las rocas.
Cuando ya casi estamos como Eneas al perder Troya, "la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna", el bueno de Lucas consigue meternos en una cala, sin ver absolutamente nada.
Y el mar, de golpe, se convierte en una balsa de aceite.
Estamos salvados.
Esa noche, tras un baño nocturno y un gin tonic, dormí a pierna suelta.
A la mañana siguiente, me desperté el primero de todos mis amigos (fenómeno que no ocurría de 1992) y salí a echar un vistazo a la cala.
Y lo que vi, mientras amanecía, con el olor del mar en calma mezclándose con el del café haciéndose, fue algo tan espectacular que nunca lo olvidaré.
Fue como pasar del invierno a la primavera en cuestión de minutos.
Y clic.
Hice esa foto.
Y ahora, cada vez que las cosas vienen mal dadas, cuando la crisis agita mi barco, cuando las sacudidas marean, cuando miro al cielo y solo hay nubes negras, cuando parece que jamás va a dejar de llover, cuando la primavera nunca termina de llegar, miro esta foto y pienso que, siempre, tras la tempestad, viene la calma.
Y se me dibuja una sonrisa en la cara que aún no ha nacido tormenta que me la borre.
Dedicado al resto de aquella inolvidable tripulación y a San Gennaro.
El guardián entre el centeno
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