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Channel: Manual de un buen vividor
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Y siga poniéndose crema solar

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Hace un año, justo antes de vacaciones, escribí un post llamado Y póngase crema solar.

Era un recopilatorio de ideas/consejos/recomendaciones homenajeando a la mítica canción Wear Sunscreen.

Siempre me gusta apuntarme consejos o anécdotas interesantes que me dicen personas a las que admiro. Esas personas que siempre te aportan cosas: un familiar, un amigo, algún profesor, un escritor que murió hace un siglo, un camarero, un abuelo, un peluquero o un algún taxista de madrugada. Me los apunto en post-its o en notas en el móvil. Hace poco estuve en un funeral, escuché una idea muy interesante y salí un minuto para apuntármelo para que no cayera en el olvido. Me obsesiona.

No conozco otra forma de ir por la vida.

Es el verdadero equipaje de una maleta que nunca se cierra.

El verano es un buen momento para pensar en estas cosas con calma, como si planearas un atraco a la vida a plena luz de día.

1.- Hacer una maleta es como un examen. Hagas lo que hagas nunca te vas a quedar satisfecho del todo. Pero sobrevivirás.

2.- No te fíes ni de tu padre. Es uno de los mejores consejos que me han dado en la vida. Me lo dio mi padre.

Kennedy

3.- Haz fotos naturales. De una persona normal. Cenando, hablando, fumando o tomando una copa.

Hace unos días vi en Instagram a una chica de las que tienen un blog de moda. Salía en una foto con unas amigas, fumando en la playa y con una botella de cerveza en una mano. Estaba guapa y mostraba actitud. Vi los comentarios y había recibido bastantes críticas. Qué feo con el cigarro. Qué horror. Si te haces una foto, por lo menos moléstate en apagar el cigarro y dejar la cerveza. A mí me encantó. Me gusta ver fotos de gente natural haciendo cosas naturales y no con esas poses como de recién licenciado en su orla de la universidad. Como si cada foto que nos hiciéramos fuera un momento para la posteridad. Todo demasiado artificial. Mi foto favorita de mi madre es una en la que sale jovencita, paseando a su bóxer llamado "Sansón", fumando un cigarro y con una ropa algo hippy. Todo bastante impensable ahora mismo. Y para eso están las fotos.

4.- No más fotos en Instagram con una copa de vino en la playa con el pie: "Aquí, sufriendo". Es el tuning de las fotos.

5.- Siempre el pack completo.

6.- Dicen que el puerto de San Francisco es el punto en el que más abrigos por minutos se vende. ¿Por qué? Porque la gente se planta de vacaciones pensando que en San Francisco hace la misma temperatura que en Malibú. Total, es California. No seas el que compra un abrigo en el puerto de San Francisco. Lee y entérate sobre tu destino.

7.- Wear Panama 

Panama

8.- Entrégate a las #ReflexionesVeraniegas.

Me senté y empecé a conjeturar sobre esto y aquello y lo de más allá. Por ejemplo: ¿por qué el primer sorbo de cerveza es mucho mejor que el segundo? Ese era el tipo de especulación filosófica que me iba, de ahí mi reputación de investigador sesudo". 

9.- Tranquilos, nazis del aire acondicionado. Que a veces uno no sabe si está entrando en un restaurante o en la guarida del Pingüino de Batman.

10.- There´s a certain sadness behind all the blue skies, beaches, and brunches I see on my facebook 

11.- Esta es mi canción favorita del año. Preciosa y dura.

12.- Le pregunté a un buen amigo que ganó una Champions.

- ¿Cómo es el tacto de la Copa de Europa?

- Frío, frío. Como cuchillo de Albacete.

Las cosas que realmente merecen la pena siempre se sienten como un cuchillo.

13.- Este precioso poema de Edna St. Vincent resume lo que es el verano

Por los cabos arde mi vela

No durará toda la noche,

Pero, ah, amigos, ah, enemigos

Qué espléndida es la luz

14.- Las historias están donde usted las encuentra – Gay Talese

Me compré una edición de "Vida de un escritor" de Gay Talese en un Fnac y me regalaron un imán con esta frase. Ahora decora la puerta de mi frigorífico. Y pienso en ella todos los días. Todos-los-días. En pocas cosas creo tanto como en esta.

15.- No te quejes tanto de los First World Problems. "Mi 4G no va lo suficientemente rápido", "No me han dado la puerta de emergencia en el avión".

16.- Pretender encontrar el Trabajo Soñado a través de LinkedIn es como querer encontrar a la mujer de tu vida en una de las orgías de Eyes Wide Shut o en Tinder. Es para otra cosa.

17.- No llames a la puerta. Tírala abajo.

18.- Nunca beberemos tan jóvenes.

19.- Lee el periódico. En verano muchas veces se da oportunidad a gente buenísima. Columnas y reportajes que no se atreverían a publicar en otro momento. Mejores que muchos dinosaurios. Sangre fresca. Ventanas abiertas.

20.- No seas el primero en quitarte el cinturón en los aviones nada más saltar el anuncio de que te puedes quitar el cinturón de seguridad. En serio, no seas ese tipo. Es una metáfora de la vida.

21.- Puede que los Pet Shop Boys tengan un punto hortera. Pero esta es, indudablemente, una de las mejores canciones del verano

22.- ¿Ugly shoes? ¿En serio?

Yo no soy el experto en moda de la revista pero me parecen una cosa muy espantosa y bastante loca. ¿Por qué alguien en su sano juicio querría llevar algo que lleva expresamente la palabra "feo" en su nombre? Y me da igual si están de moda o si los lleva alguna it girl.

En serio. Me recuerdan demasiado a esos zapatos que llevaba a sus 80 años mi querida tía Tachi, descanse en paz, cuando íbamos a verla los veranos a Polanco.

23.- Si escribes #ModoIroníaOn ya no es ironía

24.- Si eres de los que tienen muchos pelos en la piernas, no te subas en un avión con pantalones cortos. De verdad, el frotamiento de pierna peluda con pierna peluda es de las cosas más desagradables que uno puede sufrir en un avión.

25.- No seas maleducado con las azafatas. No trabajan solo para ti. Tampoco son camareras.

26.- Haz cosas solo.

Hace poco un buen amigo me dijo que tenía una entrada para ir a ver a los Stones pero no sabía si ir solo. Como si un tribunal le fuera a juzgar por no tener amigos. No pasa nada. Se puede ir al cine o a la playa solo. De hecho, en ocasiones, es bastante recomendable.

27.- No te pongas demasiado cerca de la gente en la playa. De verdad. Es algo muy turbio.

28.- No vayas de moderno si llevas pidiendo 20 años el mismo helado. No pasa nada por cambiar y abandonar, por un día, el de vainilla, fresa o chocolate. Hay más sabores.

29.- Escucha el último disco de Los Lagos de Hinault: "Flores de Europa". Para mí, el grupo con las letras más inteligentes e ingeniosas del indie español. Mi favorita (aunque realmente tengo varias) es "Panero y yo".

30.-  Nada. Es el mejor ejercicio que conozco para pensar. Estar bajo el agua, aislado, sin ruido y solo mirando los diminutos azulejos del fondo de la piscina.

Don draper

31.- De vacaciones, cuando vayas a cenar a un restaurante que no te inspire mucha confianza, siempre pide la ensalada/pizza/sandwich/hamburguesa que lleve el nombre del local. Me ha salvado la vida en muchas ocasiones.

32.- Intenta luchar contra el Síndrome Padre, ese síndrome que afecta a todos los varones de mediana edad, y que hace que te pongas cardiaco, con ataques de ansiedad e insomnio, cada vez que tienes que hacer un viaje. Antes o después es algo que nos afecta a todos y que tenemos que vigilar, como la caída de pelo o la próstata.

33.- Lee a Francisco Casavella. Uno de los escritores más fascinantes y menos conocidos. Uno de esos genios que se van a una edad demasiado temprana.

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34.- Ama las mañanas

Lo que requería para escribir se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas, a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte. Hemingway

35.- Esto me parece un temazo de Lilly Allen y lo escucho todos los días.

36.- Jamás preguntes por el significado de un tatuaje

37.- Basta de selfies. Sobre todo si eres político.

38.- Si no sabes sonreír, no abras una tienda. O un restaurante. O un bar. No abras ni la puerta de tu casa.

39.- La mejor orden es el ejemplo.

40.- Habla de lo que sabes. No hace falta que des tu opinión y que muestres un posicionamiento en cualquier tema del mundo. Estar callado a veces es la mejor forma de no parecer ni tonto ni listo, algo bastante útil.

41.- Deja de odiar y de ser tan negativo. No escupas tanta bilis. Aporta algo. Deja tu marca. Construir es difícil y destruir, lo fácil. Por eso los arquitectos estudian tantos años y los haters mandan tuits a Sálvame.

42.-  No hace falta que pongas "Qué guapa" en todas las fotos que suben tus contactos. Porque es mentira. No hay nada peor que devaluar tus halagos. Si le das a Like, que siempre signifique: "Esto me encanta. Me vuelve del puto revés".

43.- Vete al cine a ver "The Kings of Summer" y recupera esos veranos adolescentes.

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44.- Uno de los libros más bonitos que he leído este año es el "Éramos unos niños" de Patti Smith. Amor del duro, Nueva York sin blanca y pura bohemia.

Fue el verano en que murió Coltrane. El verano de Crystal Ship. Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterrey. AM radio retransmitió Ode to Billie Joe. Hubo disturbios en Newark, Milwaukee y Detroit. Fue el verano de la película Elvira Madigan, el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida.

Fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe.

Patti Smith

45.- Y, sobre todo, no te olvides de la crema solar

 

El guardián entre el centeno

@guardian_el_

 

 

 


Como el sol que se oculta en septiembre

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Supongo que ya nadie me explicará el origen de los huevos Benedictine. Ni me cogerá del brazo por las calles de otoño como en esa portada de Bob Dylan. Nadie me llenará la cabeza de nombres de amigas y de nombres de novios de amigas y de nombres de amigas de amigas de amigas para que se me olviden a los pocos días. Y desaparecerán de mi vida los altramuces y conceptos como "fobiabilidad".

Y volveré a andar solo. Porque solo, solo de sin tilde, solo se anda a tu ritmo y no tienes que esperar a nadie. Y volveré a nadar solo. Porque nadar es lo mismo que andar pero con una letra al revés. Y, bueno, en el agua. Aunque hay un señor muy pesado en mi piscina que insiste en andar en vez de nadar cuando compartimos calle por no sé qué excusa de su rehabilitación y una cadera rota.

La Ley de Murphy querrá que coincidamos (tú y yo; no el pobre señor de la piscina y yo) algún jueves de finales de septiembre o a comienzos de octubre en la inauguración de un restaurante etíope o de una tienda de mecedoras de segunda mano o en la última hipsterada que se le ocurra a una agencia de comunicación de nombre ingenioso. Y vendrás a saludarme y seguirás inexplicablemente morena y vendrá a mi cabeza Azul casi luz de la Costa Brava. 

Ella vino a mí brillando como el sol que se oculta en septiembre.

Y será un desastre: dos personas atrapadas en un claustrofóbico ascensor de paredes invisibles. Y empezaré a tartamudear y a hacer aspavientos con las manos, como si alguien hubiera prendido fuego a la manga de mi jersey. Y logorreico perdido dispararé preguntas estúpidas. ¿Te apuntaste al final a Crossfit? ¿Qué te pareció Boyhood? ¿Encontraste un piso en la calle Piamonte? ¿Estamos solos en la galaxia o acompañados? Y se me pondrá la boca seca como siempre se me pone en cuanto me agobio por algo de lo que soy el responsable.

E iré a la barra improvisada, con cajas de frutas a modo de estantería y ristras de bombillas por todos lados, como si estuviéramos en una boda folk en el granero de una familia de Kentucky, y pediré una copa de vino blanco al camarero con tatuajes originales en el brazo, vestido de El Ganso, y que se parecerá inquietantemente al barbas del anuncio de Trivago (¿soy yo o veo a este tío por todos lados? ¿Es, quizá, el hombre que hace todo en España?).

Y me beberé la copa de vino, no tan frío como me gustaría, casi de un trago, probaré eso que parece salmón y fingiré reírme con el comentario supuestamente ingenioso de ese espontáneo que coge una brocheta de pollo teriyaki a la paciente camarera, algo novata a juzgar por la forma de manejar la bandeja, y que lleva oyendo tonterías toda la noche mientras intenta ahorrar un poco de pasta en la empresa de catering de su hermana mayor para pagarse un vuelo en el puente de diciembre a Nueva York. Y de pronto sentiré al mismo tiempo una tristeza inmensa y ganas de escuchar Time to pretend de MGMT, concretamente la estrofa: Let´s move to Paris, shoot some heroine and fuck with the stars.

Y, aunque sea algo que odie, aunque vaya contra mis principios más sagrados, me acercaré al DJ encargado de "amenizar la velada" (sí, hay gente que sigue diciendo velada) y se la pediré un momento, así por lo bajini y mirando de reojo, como si le estuviera pidiendo la respuesta a una pregunta de un examen de física del colegio.

– No puedo. Es muy 2008, tío.

– ¿Qué?

– Que esa canción. Que es muy de 2008. Que está muy pasada

– ...

– ...

– ¿En serio?

– Sí, tío, en serio. No puedo

– ¿Pero te estás oyendo hablar ahora mismo?

– Sí.

Y, en fin, desearé salir disparado de ahí y dejar a DJ Tiest atrás y largarme a mi casa subido en esa máquina que alcanzaba los 500hm/h que usaban Charlie Sheen y Nastassja Kinski para escapar en Velocidad Terminal, un thriller noventero bastante absurdo que siempre me encantó y en el que el malo era (spoiler) James Gandolfini, sí, el de Los Soprano, y llegar a mi casa, apagar el móvil y ponerme a ver el último capítulo de Broadchurch, pura droga dura, y que me encantaría recomendarte pero a lo mejor piensas que de qué árbol se ha caído este cretino mandándote un whatsapp para que veas una serie después de toda esta escenita lamentable.

Así que saldré a la calle solo, solo de sin tilde, y pediré un café solo, solo de sin tilde y solo de con tilde, en el bar más cercano. Y pediré un segundo café. Sonará Azúcar Moreno en Radio Olé de fondo. Todo muy 2002, pensaré, parafraseando a mi amigo el DJ. Dudaré un instante y me meteré en Wikipedia en el iPhone para corroborar de qué año es ese single de Azúcar Moreno. Y, sí, Divina de la muerte es de 2002. Y ya podré morirme tranquilo.

Buscaré un taxi, con el otoño a la vuelta de la esquina  y el viento susurrándome "¿qué hay de nuevo, viejo?".

Y mirando por la ventanilla llegaré a la extraña conclusión de que a tu lado soy como poner de fondo a unas plantas coloridas y llenas de vida un disco de Nacho Vegas para que crezcan: la teoría está bien, la práctica no. No sé Christina, yo, yo estoy de acuerdo contigo en teoría, pero en teoría funciona incluso el comunismo, en teoría. Y me atravesará la espantosa certeza de que soy yo. Que soy esa exótica chaqueta gambardelliana que me compré en un arrebato primaveral y que no pega con nada y que al final termino dejando colgada en el armario.

Y si esto fuera una película de cine negro, al llegar a casa me serviría un par de dedos de whisky sacados de la mesa de mi despacho y abriría la ventana mientras se cuelan sirenas de policía, el rumor de un local de un jazz y el olor de los puestos de comida, pero ni yo soy Sam Spade ni esto es Los Ángeles ni tú tienes alas, así que sacaré del frigorífico leche semidesnatada, me tomaré un par de galletas Dinosaurus, me pondré el último disco de Counting Crows, que es una barbaridad de discazo, y leeré un libro aleatorio hasta quedarme dormido con la luz encendida por miedo a que vengas a ajustar cuentas en mis sueños.

Y volveré a ir a nadar y el señor que anda y no nada en mi piscina me verá pensativo en el banco de la piscina y me dirá: No le des tantas vueltas, chico. Sea lo que sea, seguro que no es tan grave. Y me tocará amistosamente el hombro.

Y yo me sentiré culpable por haberle odiado en secreto.

Setas y Rolex: #24h en Bilbao

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Yo te lo di todo; el katxi, el pincho, el corazón

tú me entregas la ira de una mirada esquiva

Satrústegui

 

Hoy inauguramos una pequeña sección en el blog: #24h.

En ella trataré de ir escribiendo con cierta periodicidad "guías" de 24 horas sobre mis ciudades favoritas. Y entrecomillo lo de "guías" porque no se tratará de rutas turísticas al uso (soy demasiado caótico para hacer algo así con un mínimo de éxito) sino más bien serán "recorridos sentimentales" (ojocuidado que me pongo intenso) por rincones que me gustan y a los que siempre vuelvo.

Ya saben: dónde encontrar una librería con encanto. A qué bar ir para tomar un buen Bloody Mary. Un local con buena música en directo. Un sitio donde desayunar.

Hoy empezaremos por donde empezó todo, el universo incluido: Bilbao.

 

Muchas veces escucho que Bilbao es una ciudad gris, industrial y fea. Como si fuera la hermana poco agraciada de San Sebastián, la reina del baile de fin de curso. Y yo siempre me levanto enérgicamente y digo: ¡SANDECES! ¡FRUSLERÍAS! (soy muy de emplear expresiones en desuso cuando me indigno).

Hay tres ciudades de las que me molesta particularmente que se hable mal en mi presencia:

  1. Roma: no, no se cae a pedazos.
  2. Lisboa: no, no es sucia.
  3. Bilbao: no, no es fea.

Como en mi DNI pone que soy santanderino, parece que estoy obligado a decir a todo con el que me cruzo que Bilbao es una ciudad fea. Que si es gris. Que si nos robaron el Guggenheim a última hora. Que si no tienen playas bonitas. Pero lo cierto es que, y aún a riesgo de que me tilden de traidor, me encanta Bilbao. Soy feliz cual cerdo en un barrizal cuando algún amigo me riega con alguna sustancia de graduación alcohólica e inexplicablemente pegajosa mientras bailamos al son de Badator Marijaia y finjo que me sé la letra. Siempre será una ciudad algo mágica para mí,  esa ciudad en la que trabajaba mi padre, de donde iba y venía y me traía pasteles de arroz y soldaditos de plomo de indios y vaqueros para jugar con él en el pasillo. Y me encanta así. Con su cielo gris, su arquitectura gris y la arena gris de su plaza de toros. Con sus chicas elegantes e inaccesibles paseando por la Gran Vía y mirándome con indiferencia. Bilbao siempre será para mí esa ciudad del chiste de las setas y los rolex que me hacía llorar de risa. La ciudad de mis indios y vaqueros de plomo.

 

07:30

Aterrizo en Bilbao. Mi avión ha salido de Madrid a las o6:30 de la mañana. Casi me da un ictus al sonar el despertador.

A pesar de que ha sido duramente criticado, el aeropuerto de Bilbao es uno de mis favoritos ya que era desde donde viajaba al extranjero en aquellos veranos de niño. Mucho se habla del primer beso y del primer amor, the first cut is the deepest y todo ese rollo, pero yo creo que lo que realmente te cambia es ese primer viaje que haces solo fuera de España. Aquellos viajes para aprender inglés que se te antojaban como auténticas expediciones espaciales. El aeropuerto de La Paloma, tan acalatravado él, es un poco todo esto para mí.

07:45

Recojo mi maleta. Tengo que mandar un artículo urgentemente así que abro mi ordenador en una cafetería del aeropuerto. No me funciona el WiFi. ¿Soy el único al que jamás le funciona el WiFi en los aeropuertos? Pido un café con leche y un pincho. Intento pagar con tarjeta pero no me funciona. Amago de infarto y ataque de pánico. El único cajero que veo alrededor es uno del Santander. Soy de Santander y tengo mi dinero en el Banco Bilbao Vizcaya y cuando llego a Bilbao me cobran comisión al sacar dinero de un Santander. No me digan que la vida no tiene un sentido del humor algo irónico.

08:00

Me subo a un taxi y me dedico a hablar con el taxista sobre el Athletic de Bilbao. Nada me gusta más cuando llego a una ciudad que dar la brasa a los taxistas y camareros sobre la situación del equipo de fútbol local. Me dice que hay que echar a Valverde y traer a Clemente antes de Navidad. Me tranquiliza comprobar que el espíritu autodestructivo no es un rasgo exclusivo del Real Madrid.

Hablamos del nuevo San Mamés. Me dice que está precioso cuando se ilumina por la noche. Le recomiendo Un soviético en La Catedral, el nuevo libro de Hooligans Ilustrados. Pago y me voy.

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08:30

Me tomo un segundo café en un bar del Casco Viejo, mi zona favorita de Bilbao. Me gusta escuchar  a primera hora de la mañana cómo se despereza la ciudad mientras van abriendo las pescaderías y levantándose las persianas de sus famosas 7 calles (me las sé de carrerilla, como una alineación de fútbol: Somera, Artecalle, Tendería, Belosticalle, Carnicería Vieja, Barrencalle y Barrencalle Barrena). Y me acuerdo de un poema de Karmelo C. Iribarren:

Las calles recién regadas

el aire fresco,

limpio,

el olor a cruasán de las cafeterías,

la locura de los pájaros...

Como si la vida 

te dijese:

Mira, aquí me tienes,

vuelve a intentarlo.

Pido prestado El Correo para leer a Pablo Martínez Zarracina, uno de mis periodistas favoritos y autor de dos libros imprescindibles para conocer Bilbao (y de donde he robado vilmente la frase de apertura de este post): Bilbao Inédito y Resaca crónica. Un talentazo de escritor.

Se me cae el café encima del periódico. Me mira mal la chica que está tras el mostrador. Siempre haciendo amigos allá donde voy.

10:00

Paseo muy agradable por la ría hasta el Guggenheim.  Voy escuchando (Never stop building) that old space rocket de Danny & The Champions Of The World.

Me fijo en un cartel de un festival que hay a finales de octubre: el Bime con The National, The Kooks, Macy Gray y ¡¡Billy Bragg!! ¿Por qué nadie me había avisado de esto?

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10:28

Me detengo entre las patas de la araña gigante. Cuando la gente pasa por el Guggenheim siempre se hace una foto con Puppy, el perrazo enorme que hay en la entrada. Bien, he de confesar que a mí no me entusiasma. Lo siento, Puppy. Pero es que me recuerda a una versión mastodóntica de un perro cursi e insoportable que tenía una compañera del colegio igualmente cursi e insoportable. En cambio, me encanta la araña gigante. Lo que no mucha gente sabe es que se llama "Mamá". Por lo visto, se trata de un homenaje de la escultora Louise de Bourgeois a su madre, sufrida tejedora. Aunque suene algo raro y turbio, me parece una metáfora preciosa. Y mucho más interesante que el perro elefantiásico ese.

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11:00

Entro en el Guggenheim. Cojo una de esas audioguías aunque me parezcan para turistas sexagenarios con pantalones cortos y calcetines blancos. Y alucino nada más entrar con The Visitors. En serio. Me vuela la cabeza. Es de las obras más originales y bonitas que he visto nunca en un museo: 9 músicos tocando al unísono una canción durante una hora y cada uno grabado en habitaciones separadas dentro de una impresionante y decadente casa dieciochesca en Nueva York.

Vayan a verla. De verdad

(No tengo muy claro que compartir este vídeo algo clandestino que me he encontrado por Youtube sea algo del todo legal pero lo hago, nunca mejor dicho, por amor al arte)

12:30

Avituallamiento y descanso en "La Campa de los Ingleses", una terraza muy agradable enfrente del Guggenheim. Por las tardes hay jazz en directo. No es el típico sitio atrapaturistas. Con este ya es el tercer café del día. Así vivimos las estrellas de rock: siempre al filo de la navaja.

12:45

Me doy una vuelta por el muy bonito Hotel Domine, enfrente del Guggenheim, diseñado por Javier Mariscal, el padre de Cobi. Hace no mucho Miguelito y Gistau me recordaron la existencia de la entrañable Petra, la amiga de Cobi y mascota de los juegos paralímpicos de Barcelona 92. Hoy en día sería algo del todo impensable dibujar una mascota así.

Por cierto, si les gustan los dibujos de Mariscal (y aún recuerdan con cariño a Petra y a Cobi), vean "Chico y Rita", una película que hizo a cuatro manos con Fernando Trueba.

13:15

Hora del aperitivo. Marianito y gilda. Cuidado que el marianito lo carga el diablo. Creo que podría alimentarme exclusivamente de gildas durante el resto de mi vida. Mis favoritas son las del bar Okela, en la calle García Rivero, muy animada siempre para tomar pinchos.

13:30

Un par de ostras en El Puertito, un sitio diminuto, decorado como si fuera el interior de un barco de madera, que solo vende ostras. Imprescindible. Es que no me gustan las ostras: eso es porque no las has tomado en un sitio así, créeme. Es que a mi madre una vez le sentaron fatal: eso ocurrió hace 15 años.

A pesar de mi reticencia inicial a aderezarlas con nada (tengo una guerra abierta con la gente que exprime limón encima de  cualquier cosa proveniente del mar), me convencen para tomarlas con una única gota de limón. Una sola. Una. UNA. Y luego con tabasco. Y con una salsa picante.

Baratísimo, muy simpáticos y realmente bueno. Parada obligatoria.

 

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14:00

Pinchos en el Gaztandegi (el paraíso para los amantes del queso) y el El Huevo Frito (al que suelo ir siempre con mis amigos durante la Semana Grande de Bilbao).

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16:00

Me pido un café. Sí, estoy loco.

17:00

Compro una caja de pasteles de arroz en la pastelería Zuricalday. El pastel de arroz es un postre muy típico de Bilbao y cuando lo pruebas por primera vez piensas: ¿Dónde has estado escondido todo este tiempo, maldito pastel de arroz?". Cuando era mi santo o sacaba alguna buena nota, mi padre traía pasteles de arroz, una deliciosa bomba calórica equivalente a unas 400 clases de spinning.

Elijo uno. Doy un mordisco. Sabe a aprobado raspado en dibujo técnico (mi pesadilla académica).

18:00

Voy dando un paseo por el Casco Viejo. Me compro un álbum de cromos de Panini de la NBA de 1990, una auténtica joya para coleccionistas, que veo en el escaparate de una interesante y diminuta tienda de libros descatalogados llamada Outlet Exlibris, en la Plaza Nueva. También voy a la tienda de latas de conservas en la calle Barrenkale. Como buen soltero, las latas de conservas forman una parte crucial en mi pirámide alimenticia. A veces pienso que me alimento igual que un marinero en alta mar. Aquí hay una variedad espectacular.

20:00

Vinos en la Plaza de Miguel de Unamuno. Se acaban de cumplir 150 años de su nacimiento, por cierto. Un buen momento para reivindicar la figura de un tipo inteligente, serio, independiente y culto. Bilbaíno sin par y vasco universal. Hay una exposición que merece la pena.

22:00

Cena en la Plaza Nueva. El Gure Toki es mi bar favorito. Excelente cangrejo en tempura y las croquetas caseras.

Muy recomendable también visitar el histórico Café Bilbao.

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Copa en el Bowie. O copas. Un garito fantástico con muy buena música.

We can be heroes, just for one day.

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03:00 

Retirada de las tropas con San Mamés al fondo.

Pronto llegará otro día. Otra ciudad. Otra historia.

Otras 24 horas.

Buenas noches, Bilbao.

...

04:30

No me puedo dormir. Puto café.

 

 

El guardián entre el centeno

Sígueme en Twitter: @guardian_el_

 

(La bonita ilustración del post es obra de Daniel Castro)

Quemando suela

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Ali

Ayer fui a comprar unas zapatillas de correr. Tras un estudio de mi pisada, un exhaustivo interrogatorio sobre mis hábitos de runner, un análisis de sangre, otro de orina, un examen psicotécnico, un test de Rorschach y un programa de entrenamiento de la NASA, finalmente me dieron unas zapatillas adecuadas a mi perfil y pude salir con la caja de la tienda. También me vendieron unos calcetines que cambiarán radicalmente mi experiencia como runner. Las zapatillas son verdaderamente espantosas. Atroces. Sus múltiples y estridentes colores, cambiantes según la incidencia de la luz, me recuerdan a unos señuelos de plástico con forma de calamar que compraba de niño en Godofredo para ir a pescar (los de secano no pillaréis esta referencia de auténtico lobo de mar). Por lo visto la última vanguardia deportiva no entiende de estética y estas zapatillas, todo un prodigio tecnológico, la ciencia deportiva más avanzada puesta al servicio pedestre del hombre, tienen que ser gloriosamente feas.

Así que me fui a casa, me vestí con mis nuevos bártulos con la solemnidad de un torero, y salí a correr por El Retiro.

Conviene aclarar que compré las zapatillas para salir a correr porque ahora parece que se ha impuesto una curiosa moda, sobre todo entre ellas, de llevar zapatillas de running para realizar cualquier actividad salvo, precisamente, la de ir a correr. ¿Estamos ante el regreso de la señora del abrigo de visón y el chándal? Es posible. Desde que volvieron las hombreras uno ya no puede dar ninguna moda por muerta y enterrada. La semana pasada, en la fiesta de inauguración de un restaurante, conté hasta 16 pares de zapatillas Nike de runner. Todas iguales o muy parecidas. A mí estas cosas me fascinan.

No, no me gusta correr. Es más, odio correr. Me aburre soberanamente. Jugando al fútbol siempre fui de la corriente valderramista; "lo que tiene que correr es la pelota, no el jugador". Ya de niño, en el equipo de mi colegio, vivía de cierta técnica para no tener que correr y hasta mi abuela (¡mi propia abuela!) me dijo tras ir a verme un partido que no metía la pierna y que no sudaba la camiseta. La primera vez que sospeché que algo iba mal fue en el descanso de un partido, cuando reparé en que mis compañeros sudaban profusamente y estaban manchados de barro hasta las orejas, como soldados en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, mientras yo estaba impoluto, hecho todo un pincel, tal que parecía recién salido de la ducha. Alguien está haciendo algo mal aquí. O ellos o yo. Y son 10 contra 1. Así que, al acabar los partidos, solía tirar disimuladamente mi incólume camiseta blanca en algún charco para luego enseñársela a mi padre en casa y fingir que había vivido toda una batalla, un partido de sangre, sudor y lágrimas.

Ahora sigo viviendo de los despojos de aquella técnica y mis amigos me sacan en las pachangas a jugar 20 minutos, como quien se saca al escenario a una vieja y decadente estrella de rock a modo de espantapájaros. Hago un par de toques, mi célebre (aunque algo oxidada) bicicleta e intento un par de caños. Y luego ya me sientan, exhausto, con calambres, rozando el vómito y al borde de la parada cardiorrespiratoria. El otro día jugamos contra unos chicos de 18 años, rápidos, elásticos y con peinados rabiosamente modernos. Perdimos 1-7. Como Brasil contra Alemania. Tuve una falta al borde del área. Me preparé para ejecutarla con cara circunspecta, pensando ya en cómo celebrar el gol en el banderín de córner. Y la mandé, literalmente, a la M-30. Un chico de 18 años del equipo rival se me quedó mirando con cierta insolencia y a mí me entraron ganas de agarrarle por la pechera y gritarle enajenado al más puro estilo Norma Desmond en El Crepúsculo de los Dioses:

¿Qué coño miras, Justin Bieber? Yo estas antes las metía. Yo fui grande. SIGO SIENDO GRANDE. ES EL FÚTBOL EL QUE SE HA HECHO PEQUEÑO.

Así que ahora salgo a correr, principalmente, para no morirme en los partidos de fútbol. Y para luego poder permitirme toda clase de excesos contra mi salud. Salgo a correr todos los días. Y siempre por el Retiro. Antes solía correr en la cinta del gimnasio pero un médico me dijo hace poco en una cena que era muy malo para las rodillas y otras articulaciones, lo que supuso la excusa perfecta que andaba buscando para abandonar esa máquina del diablo, el único sitio del mundo donde el tiempo se detiene y cada minuto parece durar un cuarto de hora.

Corro también porque he descubierto que me ayuda a dormir más profundamente. Y yo soy muy partidario de cualquier cosa que me ayude a mejorar mi ya de por sí excelente capacidad para dormir durante largas horas.

Soy incapaz de correr sin música. No puedo. Me desespero. Tras probar varias playlists de running que parecían más bien el hilo musical de Bershka, al final terminé pidiendo a varios amigos que me hicieran una lista de canciones con las que ellos se vinieran arriba. Tiene un título algo épico: "Mañana en la batalla piensa en mí", como el libro de Javier Marías, porque cada mañana, cuando pongo un pie en la calle y se ciernen sobre mí la pereza de correr, el frío y la oscuridad de los árboles del Retiro, que a veces parece el Bosque Sin Retorno, le doy al Play y suena algún tema, desde Johnny Cash a Kiko Veneno pasando por Taylor Swift y el reguetón más extremo, que tiene un efecto vigorizante en mí y que me recuerda a algún amigo bailando de forma ridícula en una boda o a un viaje a Túnez o a las noches en Nueva York discutiendo en un taxi sobre la conversión de grados Fahrenheit a Celsius. Y me da un ataque de risa mental. Y es como si leyera alguna carta de un amigo estando en el frente de la batalla.

Corro por puro egoísmo. Corro por mí. Corro para estar solo. Corro simplemente para llegar a ese cono del silencio del que habla Leila Guerriero.

Corro porque me gusta sentir la furia de los músculos, la arrogancia del cuerpo, y porque cada vez es la primera: porque cada vez hay que remontar el agobio y las ganas de no correr y el horror de los primeros minutos hasta que, en algún momento, todo desemboca en un cono de silencio en el que no hay tiempo, ni frío, ni calor, ni cansancio, ni desesperación: sólo la voluntad de permanecer allí para siempre, en ese lugar horrible como si fuera el paraíso. Corro. Corro poco, corro treinta minutos cada día, pero corro. Corro para aprender a aguantar lo que no se aguanta, para no llegar a ninguna parte, para romper el insano silencio del mundo. Para sentir, parafraseando a Clarice Lispector, que soy más fuerte que yo misma.

Corro, como le pasa a Laura Ferrero (qué bien escribe esta chica), sin saber muy bien por qué. Para pensar mucho y no solucionar nada

Y siempre fijo la vista en la nuca del tipo que tengo corriendo delante de mí. Y no paro hasta rebasarle. Hay un momento que particularmente me gusta que es ese preciso instante en el que estoy a punto de adelantarle, cuando ya me he puesto a su altura y puedo oír su respiración entrecortada, la fricción de su cortavientos, la canción que escucha a través de los auriculares y sus pasos. Me gusta ese instante en el que, digo, le estoy adelantando y ya no miro nunca más atrás. Porque sé que tan pronto como le pierda de vista por el rabillo del ojo, ya estaré poniendo la mirada en el cogote siguiente. Y luego, en el siguiente. Y en el siguiente. Hasta que ya no logre alcanzar al último. Y entonces me iré a casa, con la camiseta empapada en sudor como un trofeo.

Recuerdo una entrevista a Clint Eastwood en la que le preguntaban por su truco para, a su edad, seguir estando en forma y continuar haciendo extraordinarias películas cada año. Y dijo que su truco para mantenerse a tono física y mentalmente era, sencillamente, hacer cada día una flexión más que el día anterior. Cada día. Una flexión más que el anterior. Batir cada día su límite por pequeño que fuera. Y el día que no puedes cumplir, volver a empezar. Y esta férrea disciplina, esta forma de superarse poco a poco cada día, lo aplicaba a todas las facetas de su vida. Por eso Clint es un genio, ha ganado Oscars, ha rodado películas de todos los géneros, fue alcalde de Carmel, no para de reinventarse a sus 84 años, puede permitirse echar la bronca a Obama y tiene un hijo que me parece guapo hasta a mí.

Sigo la teoría de Clint. Todos los días subo la criminal cuesta de la estatua del Angel Caído hasta coronar sus 666 metros e intento hacerlo, cada día, un poco más rápido que el anterior. Aunque sea medio segundo más. Cuando llego arriba tengo un subidón de lo que sea que bombee mi cerebro por mis neurotransmisores, que no sé si será dopamina, endorfinas, serotonina o el cubata de la semana pasada. Ni lo sé ni me importa.

Y dejo atrás, por unos instantes, mis problemas. Mis agobios. Mis neuras. Mis dudas. Mis vértigos. Mis errores. Mis horrores. Mis páginas en blanco. Mis promesas incumplidas. Dejo atrás a los runners, a los supinadores, a los pronadores. A los que salen a correr en grupo como si fueran los guardaespaldas del Presidente de los Estados Unidos. Dejo atrás las frases motivacionales, el Just Do It, el No Pain No Gain y otros eslóganes publicitarios. Dejo atrás al frutero levantando las persianas. Dejo atrás los 200 euros que me han costado estas horrendas zapatillas. Dejo atrás a los que luego inundarán el timeline de mi Instagram con su recorrido. Dejo atrás a los que llevan pulsómetro con GPS pero hace mucho tiempo que perdieron el norte. Dejo atrás a Holden Caulfield. Dejo atrás a los de la clase de Tai Chi o lo que sea eso que hacen sobre el césped. Dejo atrás la Casa Árabe, la Puerta de Alcalá, la estatua del Ángel Caído, el Palacio de Cristal, las barcas de los enamorados. Dejo atrás el pasado, el presente y el futuro. Dejo atrás el lunes, el martes, el miércoles y el jueves. Dejo atrás los meses. Dejo atrás las estaciones. Dejo atrás la luz y la oscuridad sin importarme quién gane. Dejo atrás pinos, palmeras, hayas, robles. Dejo atrás, mientras suenan las canciones, viajes, historias, años, amigos. Dejo atrás lo que va tras de mí.

Corro hasta llegar al final que es el principio que es el final.

How can i scape

La primera película que vi por segunda vez

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Ayer fue el primer día de este año recién estrenado cuyas suelas aún nos resbalan por la calle. Así que me metí en un cine. Ir cada primero de enero al cine es una tradición que mantengo desde hace tiempo. Ayer tocó The Imitation Game (grande, Benedict Cumberbatch). Y es que no conozco nada mejor que sentarse frente a esa enorme pantalla para que te cuenten una historia y airear la mente tras unos días de cenas familiares, comidas pantagruélicas, serpentinas y whatsapps intensos. Es lo más parecido a abrir una ventana y ventilar una habitación cargada tras una noche de whisky y tabaco. Como pedir asilo político en la embajada de un país imaginario.

Una vez leí, no me acuerdo si a Umbral o a Garci, una frase con la que me siento plenamente identificado. Nunca supe qué me gusta más: ir al cine, el cine o los cines.

Mientras volvía a casa, andando por esas calles sorprendentemente vacías y frías, me puse a pensar en la primera película que vi por segunda vez en un cine.

Cómo olvidar aquella primera película que fuiste a ver dos veces al cine.

Cómo olvidarla.

Hay ciertas películas que uno desearía no haber visto nunca para poder volver a ver de nuevo por primera vez. Una de esas historias que te hacen abandonar la oscuridad del cine trastabillando como un boxeador al que acaban de sacudir un crochet demoledor. Una de esas películas que te escupen a la calle y todo en ella te parece distinto a cuando entraste: las luces, los coches, los olores, los ruidos. Y los anuncios luminosos te parecen estrellas y las estrellas, anuncios luminosos, como le ocurría a Lorca paseando por las calles de Nueva York. Y por un instante sospechas que tu vecino de butaca te ha deslizado MDMA en la bebida cuando no mirabas.

Y te vas alejando, calle abajo, dando la espalda al cine, rumiando lo que acabas de ver, sumido entre el respeto y la confusión, como un niño que sale del mar tras ser volteado por una ola: vagamente desorientado pero con esa inconfundible sensación de estar vivo.

Lo cuenta el escritor David Gilmour: "...la segunda vez que ves una película realmente es la primera. Necesitas saber cómo acaba para poder apreciar en su plenitud la belleza de una historia bien contada desde el principio".

No, no hablo de cuando te viste arrastrado por esa protonovia que quería ver "Love Actually" de nuevo. Ni de esa película de Woody Allen en la que te metiste otra vez accidentalmente y que te hizo darte cuenta de que realmente necesitabas visitar con urgencia al oculista. Me refiero a aquella película que, tras el The End, te hizo pensar por primera vez: Necesito-volver-a-ver-esto-otra-vez.

A mí me pasó con 11 o 12 años. Era mi cumpleaños y mi madre me dejó invitar a un amigo al cine. Aunque pueda sonar algo raro, jamás fui al cine con mis padres. Mi padre siente una enorme claustrofobia en los espacios oscuros y cerrados. Y a mi madre solo le gustan las historias de amores imposibles entre alguna huérfana sordomuda y un valiente soldado británico separados por una guerra mundial con malvados nazis de por medio que no creen en el amor. Así que necesitaba buscarme la vida.

Agarré el Diario Montañés por la parte de atrás e investigué la cartelera en busca de una película. Cuando eras niño, elegir una película que ver en el cine era una tarea relativamente sencilla. Primero eliminabas todas las películas "No recomendadas para menores de 18 años" por imperativo materno. Luego todas las que se proyectaban en cines en un radio de acción que requerían desplazarte en coche. Y finalmente te cargabas todos los dramas y películas románticas. Gracias a este sofisticado proceso de selección fue cómo acabé sacando dos entradas para una película completamente desconocida para mí.

Se llamaba "Mejor...imposible".

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Hay que estar muy seguro de tu película y de ti mismo para llamarla "Mejor...imposible". Es como cuando pones a una pizza el nombre de tu local: te expones a una severa humillación.

Conocía a ese tal Jack Nicholson que aparecía en el cartel de la película del mismo modo que uno conoce a un pariente lejano con el que solo coincide en bodas y comuniones. Podía reconocerlo por la calle. Y sabía su nombre. Pero no había pasado demasiado tiempo con él.

Recuerdo sentarme en la butaca del cine Los Ángeles con cierto nerviosismo, preocupado porque a mi amigo le gustara aquella película a la que lo había arrastrado. Recientemente habíamos ido a ver una preciosa película llamada Profesor Holland, que a mí me había fascinado, pero que a mis amigos les había aburrido miserablemente. No podía gastar más cartuchos.

Mi prestigio estaba en juego, maldita sea.

Mejor... imposible empieza con una escena brutal en la que Jack Nicholson destroza verbalmente a su vecino. Consigue ser cruel y, al mismo tiempo, logra transmitir que, realmente, en el fondo, él no es así de horrible. Basta esta simple puesta en escena para entender toda la personalidad que subyace bajo su personaje. Ese momento, el dominio de la hipérbole, el sarcasmo, esa forma de hablar de Nicholson, y su mirada. Fue cuando aprendí que en esta vida no hay arma más demoledora que el sentido del humor.

Y aquello hizo clic en mí.

Pues yo trabajo a todas horas. Así que nunca, nunca, me interrumpas, ¿de acuerdo? Ni aunque haya un incendio. Ni siquiera si oyes un golpe seco en mi casa y al cabo de una semana sale de aquí un olor que tan solo puede ser el de un cadáver putrefacto, y has de llevarte un pañuelo a la cara, porque el hedor es tan fuerte que te vas a desmayar, aún así, no llames aquí. O si es la noche de las elecciones, y estás emocionado y quieres celebrarlo porque algún chupapollas con el que sales ha sido elegido primer presidente marica de los Estados Unidos, y ha decidido que va a llevarte a hacer locuras a Camp David, y quieres a alguien con quien compartir ese momento. No llames. No. A esta puerta, no.

El personaje de Jack Nicholson se pasa prácticamente toda la película insultando a judíos, negros, homosexuales, camareros, secretarias, asistentas, mujeres en general, médicos, puertorriqueños, perros, y casi cualquier colectivo susceptible de opresión. Y aún así consigue caerte bien.

Eran otros tiempos. Ciertas bromas estaban permitidas y ganar un Oscar no consistía en engordar/adelgazar 20 kilos y estar durante horas en la sala de maquillaje para imitar en un biopic a un personaje histórico ya fallecido como si fuera Lluvia de Estrellas. Jack Nicholson se tuvo que crear un personaje de la nada, sin vídeos, sin fotos, sin perfiles psicológicos, sin una vida llena de obras y milagros. Y sacó Matrícula de Honor sin usar chuleta.

Cuando meses más tarde vi a Jack Nicholson en el telediario recogiendo el Oscar al mejor actor, evitando las líneas de las baldosas como su personaje en Mejor Imposible, lo interpreté como una broma privada, algo solo entre nosotros, y tuve la idiota sensación de sentirme una pequeña parte de aquel Oscar. ¡Había ido a verla dos veces! Raro que no me mencionara en el discurso de agradecimiento.

Aquella tarde salí del cine con mi amigo tocado por lo que acababa de ver. Alteraba mi orden natural de las cosas. Y lo cierto es que Mejor... Imposible tampoco es que sea la gran obra maestra del cine. Adolece de cierto sentimentalismo de sit-com norteamericana y chapotea por momentos entre varios géneros sin acabar de definirse. Pero a mí me tocó. Fue el momento y el lugar. Como cuando te gusta una chica: simplemente te gusta. Y explicar por qué te gusta es algo que nunca se debería hacer, como con los trucos de magia y los tatuajes.

Me gusta Mejor...Imposible por cosas tan prosaicas como esos pisos neoyorquinos de techos altos, porque suena "Days like this" de Van Morrison, por las manías de Jack Nicholson y por la risa tan inteligente como seductora de Helen Hunt. Pero principalmente me gusta porque me gusta.

Al día siguiente de salir conmocionado tras ver Mejor...Imposible, arrastré a mi primo mayor a ver la misma película con la excusa de mi cumpleaños. Y recuerdo muchas cosas de aquella tarde. Recuerdo a la mujer de la taquilla, masticando chicle y levantado las cejas al verme plantado de nuevo otra vez ahí. Recuerdo la ropa que llevaba cada uno. Pero, sobre todo, recuerdo que lo que más me gustó fue la sensación de saber de antemano qué iba a pasar y poder ver la reacción de los ahí presentes con cada broma. Disfrutar compartiendo mi secreto.

Hace poco leía una frase del director de cine Truffaut que me fascinó y que me devolvió a aquella primera vez que vi una película por segunda vez en el cine:

Lo más bello que se puede ver en una sala de cine es cuando vas hasta el frente, te das la vuelta, y contemplas la luz de la pantalla reflejada en las caras de esas personas completamente absortas viendo una película que les gusta.

Julia Roberts & Hugh Grant Notting Hill ©Universal Studios

Ya está aquí 2015. No voy a soltar más consejos de galletas de la fortuna de los que circulan por ahí. Vive. Sueña. Enamórate. Equivócate. Atrévete, salte del closet. Viaja. Huele un naranjo. Baila sobre la hierba descalzo bajo la lluvia. 

Porque la vida, a veces, consiste en placeres tan secretos, mundanos e intensos como disfrutar viendo a otros disfrutar.

Que tengan mucho de esto.

Feliz año, etc.

 

El guardián entre el centeno

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Una guía desesperada de Reyes Magos

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Esto es para ti. Porque somos iguales. Sí, iguales. 5 de enero y todavía no tienes todos los regalos de Reyes, ¿verdad? El año pasado te juraste cambiar, y aquí estamos de nuevo, improvisando a última hora. Una vez más. Otro año más. Somos cuñas de la misma madera. Cartas rotas de la misma baraja. Despreciamos como viles cucarachas a esos repelentes amigos que ya tienen todos los regalos empaquetados y debajo de la cama desde principios de diciembre. Nos regalamos una suicida gymkana a contrarreloj por toda la ciudad en el peor día del año. Empujamos a ancianas y a niños en la cabalgata para llegar a una tienda antes de que echen el cierre. Corremos con la desesperación de un liberto por las abarrotadas calles de la ciudad llenas de procastinadores como nosotros. Nos reconocemos en la mirada. Esa angustia en la pupila. Ese aroma a culpabilidad. No podemos luchar contra nuestra naturaleza. No escarmentamos. El 5 de enero es nuestro particular Día de la Marmota.

Esta última tarde de compras de regalo de Reyes se caracteriza por las siguientes fases:

1. Fase de Negación: ¿Reyes? Aún tengo tiempo. Un día da para mucho. De hecho, me voy a parar aquí a tomar un café en esta cafetería tan bonita mientras leo un libro. Voy sobrado. SO-BRA-DO.

2. Fase de Ira: (Agarrando por las solapas a un dependiente de la FNAC a una hora del cierre) ¿¿Pero cómo que ya no te quedan iPads, maldita alimaña?? ¿¿Has mirado bien en el almacén?? Vete otra vez a mirar. Y no vuelvas sin uno.

3. Fase de Negociación: ¿Vendéis ese que tenéis de exposición en el escaparate? ¿Cuánto vale? ¿¿Cuánto vale?? (tirándole billetes al asustado dependiente como si fuera una bailarina de striptease)

4. Fase de Dolor Emocional: Soy el peor hermano/hijo/novio/padrino del mundo. Todo a la vez. Soy la puta macedonia de la decepción.

5. Fase de Aceptación: Bueno, seguro que esta antología poética de la Generación del 27 que tengo por mi cuarto es el regalo que está deseando mi ahijado quinceañero.

Entre nosotros hemos de ayudarnos. Esto es para ti. Para ti, que me has inundado la bandeja de entrada junto a otros desesperados este fin de semana, pidiendo ideas para regalar a tu novio/novia/jefe/primo/padre/suegro/profesor de pilates. Y, francamente, me he emocionado. Me he sentido como esa empollona a la que le pedías los apuntes para fotocopiar la víspera del examen.

Así que no panda el cúnico.

He elaborado esa lista express de regalos de Reyes, originales, bonitos y que son garantía de éxito, como ideas de última hora si se encuentran tan desesperados como me suelo encontrar yo cada 5 de enero.

Apunten y corran:

1.-  Las gafas de sol Bob Sdrunk. Solo estas gafas italianas han logrado desbancar a mis queridísimas Persol. Son una maravilla. Y aún no muy conocidas. Yo me he comprado dos modelos.

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2.-  Eight & Bob: una colonia con historia.

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Una noche de las vacaciones del verano de 1937 en la Costa Azul, Albert Bouquet simpatizó con un joven estudiante norteamericano que recorría Francia en un descapotable: John F. Kennedy. A los pocos minutos de ser presentados, JFK ya se había encaprichado con la esencia que utilizaba Albert. La simpatía que desprendía Kennedy convenció a Albert para dejarle a la mañana siguiente en el hotel un ejemplar de su anónima colonia, con una nota: "En este tarro encontrarás la dosis de glamour francés que le falta a tu simpatía americana" .
A la vuelta de sus vacaciones Albert recibió una carta de JFK desde EEUU agradeciéndole el detalle y comunicándole el éxito que había tenido el perfume entre sus amistades. Le rogaba que le enviara 8 ejemplares, "...y si su producción se lo permite, otro más para mi hermano Bob".

Y desde entonces se llama Eight & Bob.

Les recomiendo la edición especial que viene con el libro en el que se cuenta bien la historia. No la venden en todas las perfumerías, ojo.

El año pasado le regalé Eight & Bob a un muy buen amigo. Me trae muy buenos recuerdos.

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3.- El disco del año.: If the roses don´t kill us de Christopher Denny.  Una auténtica maravilla indescriptible. Una obra de arte del tipo con la voz más singular que he escuchado en mucho tiempo: a veces parece una mujer, a veces parece un hombre. Sé que puede parecer raro, pero el resultado no puede ser más cautivador. Es un disco que ha tardado mucho en poder publicarse por los enormes problemas de drogas que atravesaron Mr. & Mrs. Denny. De ahí el nombre del disco y lo de las "rosas" asesinas como eufemismo. Una joya. Una golosina musical, si se me permite la edulcorada expresión. Escúchenlo.

 

 

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4.- Si no encontraran el disco de Christopher Denny (cosa que no me sorprendería), siempre pueden recurrir al gran Leonard CohenEsta canción de su último disco, Popular Problems, es una auténtica obra de arte que escucho en bucle desde hace meses.

 

5.-  Noches Azules de la genial Joan Didion. Es el libro que más me ha emocionado este año. Está escrito de una forma tan elegante y con un ritmo tan logrado que no puedes dejarlo ni siquiera por un momento. Del amor incondicional, animal, de una madre por su difunta hija. Lectura obligatoria.

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6.- How to Be Parisian Wherever You Are: Love, Style, and Bad Habits: La sheriff de moda por aquí, Laura Somoza, me cuasiobligó a leer este libro, y la verdad es que me encantó. Sobre el estilo de vida parisino, hábitos poco saludables, amor y moda. Y bastante humor. Y actitud. No tengo problema en admitir que estoy ligeramente enamorado de Caroline de Maigret.

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Me gustó bastante más que el soso IT de Alexa Chung (sí, lo tengo y lo he leído. No voy a justificarme. Escribo en ELLE. Tengo licencia para este tipo de cosas).

 

7.- Amor es todo lo que necesitas.

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La mejor película romántica (sí, qué pasa, también veo películas románticas. También me emborracho y lloro cuando tengo depresión) que he visto este año: Love is All You Need. De la prestigiosa directora danesa Susanne Bier. Inteligente, bien armada, con sentido del humor, con muy buen gusto y con un Pierce Brosnan en estado de gracia. E Italia por todos lados. Se acabó tragarse infumables bodrios disfrazados de caramelos rom com. Por fin algo que no atenta contra la inteligencia y el buen gusto en nombre del amor.

 

8.- El libro de Honestidad brutal (o la huida hacia delante de Andrés Calamaro)

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Sí. Soy un poco groupie de Calamaro (el otro día me hizo RT a un tuit mío y casi me desmayo como una quinceañera en un concierto de Justin Bieber). El disco Honestidad Brutal siempre me ha acompañado en momentos importantes de mi vida. Y creo que es de lo más genial que nunca se ha grabado en castellano. El periodista musical Darío Manrique (muy recomendable su programa Calles del Ritmo en Radio Gladys Palmera) relata la locura en la que se fraguó esta obra de arte de la música. Indispensable para Calamaristas.

 

9.-  Colovrs. Me encantan las camisetas con bolsillo. Ya lo he escrito muchas veces por aquí. Me resultan elegantes y tienen muchas ventajas logísticas como poder llevar las gafas de sol. En Colovrs las hacen con infinidad de bolsillos originales y con las mejores camisetas de algodón que existen en mi opinión, las de American Apparel. Además, parte de lo que ingresan lo destinan a proyectos solidarios.

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10.- YellowKorner: una de mis tiendas favoritas para hacer regalos. Es una tienda de fotos artísticas en edición limitada y a precios razonables. Porque se puede invertir en arte sin ser millonario. Yo voy mucho a la tienda que hay en Hermosilla, en Madrid. También tienen en Chueca, en Barcelona, en Marbella, en Palma y en Bilbao.

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11.- Las chicas con turbantes. Últimamente me he estado fijando que muchas chicas los llevan. Y, caramba, me gustan. Me gustan mucho. Me voy enamorando aleatoriamente por las calles de chicas con turbantes de una forma bastante idiota. No todo iba a ser criticar las tachuelas, los ugly shoes y las zapatillas de runner. Hace unos tres años, en un viaje a Roma, mi amiga Belén llevaba uno y me estuve riendo de ella durante todo el viaje. Todo-el-viaje. Ahora veo que fue una adelantada a su tiempo. Si me estás leyendo: perdona, Belén.

He consultado a mis fuentes expertas en la materia y me recomiendan la tienda Mimoki y dos turbantes que hay ahora mismo en Zara.

Y si tu novio se parece a Waris Ahluwalia, también es una buena opción lo del turbante para él.

Porque Waris Ahluwalia es lo puto más.

Waris

12.- The Sub. Hace cosa de un mes el señor Heineken tuvo el detalle de enviarme The Sub para que lo probara. Y ahora está divinamente en mi cocina. Ya saben que yo no me considero un gran consumidor de cerveza. Pero mis amigos la beben como si fuera la última coca-cola del desierto, por lo que están encantados y mi piso se ha convertido en el abrevadero en los partidos de Champions.

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Y he descubierto que tengo alma de tabernero. Es francamente divertido esto de tirar cervezas. De hecho, hace unos días le he regalado un Sub a mi amigo Eugenio por su cumpleaños y ha reaccionado más o menos así al recibirlo

Espero que hayan tomado buena nota y que les sirvan estas recomendaciones.

Y ahora, corran. Corran como nunca han corrido. Empujen, griten y no hagan prisioneros. Nos vemos por las calles.

El tiempo corre en nuestra contra.

Tic, tac. Tic, Tac. Tic, tac...

El guardián entre el centeno

@guardian_el_

Hierbabuena

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Sienna-Miller-Alfie

El amor,

ese viejo neón

al que aún

se le encienden

las letras

Karmelo C. Iribarren

 

Enciendo la televisión. Es la noche de los Oscar. Veo a Sienna Miller posando para los periodistas en la alfombra roja con un vestido de Óscar de la Renta. Y algo se activa en mi cerebro (aparte del horrible chiste: Vaya, parece que Sienna Miller se ha traído su propio Oscar de casa, que de forma inexplicable resuena en mi cabeza con la voz de Matías Prats).

Ver a Sienna Miller me hace recordar un momento de hace años, cuando un amigo me llamó con la urgencia de quien te avisa de un incendio en tu edificio para decirme que fuera inmediatamente al cine a ver Alfie porque salía Sienna Miller "prácticamente desnuda, tan solo llevando unas botas". Típica llamada con cierto contenido sexual a la hora del aperitivo familiar del domingo que escuchas mostrando un rictus serio al lado de tu tía abuela Titi, musitando Ajá, correcto, sí, perfecto, como si al otro lado de la línea estuviera un operador contándote las bondades de tu portabilidad a Vodafone. Y yo sentí que ya no respetábamos ni los domingos, al más puro estilo The Wire cuando disparan a la abuela de Omar camino de la iglesia, saltándose la sagrada tregua dominical entre camellos de West Baltimore.

Fui a ver Alfie, claro. Esa misma semana. Siempre me tomo muy en serio las recomendaciones cinéfilas de mis amigos. Además por aquella época a mí me gustaba bastante Sienna Miller. Bueno, y me sigue gustando. Que escrito así suena como si hubiera quedado con ella a cenar y hubiera salido luego desencantado de la experiencia. Mi amiga Ángela, mi content curator (porque ahora se dice content curator) en temas de moda y estilo, siempre me decía que Sienna tenía cierto toque hortera vistiendo. Que la que tenía rollo de verdad era Kate Moss. Así que a mí no me podían gustar las dos. O de los Stones, o de los Beatles. O de Sienna, o de Kate. Tal vez por eso fui a verla semidesnuda en Alfie. Necesitaba formarme una opinión sin prejuicios de vestuario.

Lo cierto es que no salí muy entusiasmado de la película. Me saturó la omnipresencia de un Jude Law encantado de haberse conocido en cada plano. Tampoco es que fuera yo muy entusiasta de la Alfie original con Michael Caine, todo hay que decirlo. Pero sí que disfruté de la banda sonora, de Marisa Tomei y, efectivamente, de una Sienna Miller haciendo de mujer fatal con cierta tendencia a la autodestrucción, pintando paredes con una camisa rosa (o salmón, según el Pantone de Ross Geller), fumando, y pisando por la vida como el caballo de Atila.

 

Hay una escena en concreto que me llamó poderosamente la atención. Ese momento en el que Alfie compara al inestable personaje de Sienna Miller con la estatua de una diosa que le había impactado de niño durante una visita escolar a un museo: extraordinariamente bella pero dañada de forma irreparable. Algo solo perceptible desde cierto ángulo. Un defecto apreciable únicamente cuando te encuentras muy cerca. Demasiado.

Cuando era niño, la escuela nos llevó de visita cultural a ver un poco de arte a uno de esos grandes museos de la ciudad. Me quedé mirando la estatua de una diosa griega hecha en mármol. Era hermosa. Una figura femenina perfecta. Unos rasgos precisos. Exquisita. Me quedé embobado. Cuando la profesora nos llamó, pasé al lado de la diosa griega y me di cuenta de que estaba llena de grietas, mellas, imperfecciones, arruinando por completo mi impresión de la estatua...

Así es Nikki. Una escultura preciosa, dañada de forma que no te das cuenta hasta que estás demasiado cerca

 

Me quedé masticando aquel momento.

Tiempo después de ver la película, leyendo en un tren hacia Alcalá de Henares, me topé con un párrafo muy similar en las polémicas memorias sentimentales de Luis Racionero,  "Sobrevivir a un gran amor, seis veces". Contaba cómo de joven había vivido una decepción similar a la de Alfie con otra estatua durante la visita a un museo, y lo comparaba con su relación con algunas mujeres de notable belleza que habían pasado por su vida, y que luego habían resultado estar agrietadas, rotas, irreparables.

De esta coincidencia saqué dos conclusiones rápidas

1.- Hay gente que lleva un rollo muy turbio con las estatuas cuando visita museos.

2.- La metáfora, no obstante, me resultaba muy familiar.

Y pensé en todas esas chicas-estatua similares que había conocido. Y en todos los chicos-estatua. En esa facilidad que tenemos para echar la culpa al de enfrente de nuestros propios naufragios.

Era muy guapa pero estaba bastante loca.

Era buen chico pero resultó ser un intenso.

Me gusta pero no me encanta.

Me has conocido en un momento extraño de mi vida

 

Me reconocí a mí mismo parapetándome tras esas excusas lamentables de estatuas. Y luego me di cuenta de una realidad innegable. Un giro inesperado de los acontecimientos que me hizo revivir la escena final de la taza de café de "Sospechosos Habituales": yo era el culpable. Los demás estaban perfectos. Yo era el de los defectos. Yo era el del costado dañado cuando te acercabas. Yo era el de las imperfecciones. Yo era el tarado. Yo era, en fin, la estatua. Con el agravante de que nadie me querría en su museo.

Hace unos días me llamaron de una revista latinoamericana para escribir sobre enamorarse. Yo no sé por qué me mandan a mí estos encargos tan complicados. Luego me di cuenta de que se trataba de un especial de San Valentín y me bajé del carro a tiempo. Que uno empieza participando en un especial de San Valentín y termina un 14 de febrero cualquiera en un spa viendo "Cincuenta sombras de Grey" y comiendo fresas bañadas en chocolate. Cuando ya has entrado en esta rueda, es difícil salir. No obstante, seguí dando vueltas a eso de escribir sobre los enamoramientos, como si fuera Javier Marías. Pensar sobre un artículo que jamás publicaré es una de mis mayores especialidades profesionales.

Siempre he pensado que escribir sobre un espinoso tema como el amor es un ejercicio de funambulismo del que es muy difícil salir indemne sin hacer el ridículo. Es tratar de jugar al primer toque en un Mendizorroza embarrado. Como cuando te encuentras con una escena de sexo en un libro: o es una perorata técnica sobre anatomía como la fría exposición de un homicidio propia de un forense de CSI Miami, o parece escrito por un adolescente en plena efervescencia hormonal.

¿Cómo describir con palabras la sensación estar enamorado?

Para mí es estar trabajando duro una larga temporada, aguantando a una caterva de estúpidos a tu alrededor de distinto calibre, e irte por fin unos días de vacaciones a algún lugar con mar, y tras una cuantas horas en el coche, incluyendo el infame atasco a la salida, llegar ya anocheciendo, y es entonces cuando bajas la ventanilla del coche, con un disco antiguo de Weezer sonando,  y aunque no puedas ver el mar, ya notas el aire cálido cargado de sal. La electricidad. No ves el mar todavía, pero lo notas en el paladar, en los labios, en el pelo. Lo hueles. Sabes que hay ahí algo, a la vuelta de la esquina, en la siguiente calle, o tal vez tras ese edificio horrible, algo que aparecerá de repente, algo grande que hará que todo merezca la pena. Un momento fugaz y fulminante. Creo que eso es lo más parecido que yo conozco a estar enamorado.

Pero, al mismo tiempo, es un arma de doble filo. Traicionero como un mojito: un trago dulce que te emborracha la cabeza en cuestión de minutos y que, como te despistes, te puede dejar como un pasmarote haciendo el ridículo con un trozo de hierbabuena decorando los piños y, para mayor escarnio, siempre eres tú el último en enterarte.

No hay término medio. O, si lo hay, nunca me interesó demasiado. Tal vez haya grados intermedios de enamoramiento. Una cuestión de nomenclatura. De la misma manera que aún empleamos "salario" de cuando se pagaba con puñados de sal a los romanos, compramos queso light en el supermercado, o cerveza sin alcohol. El nombre permanece. La esencia del asunto, no.

Y es que ahora a cualquier cosa se le llama runner, gin tonic, estatua, queso o amor.

Que nunca te veas en el reflejo del espejo del cuarto de baño con un trozo de hierbabuena en las paletas. Y si lo haces, arranca el coche y dale gas hasta que empieces a oler a mar de nuevo.

 

Salud, dinero y amor,

El guardián entre el centeno

 

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El verano de Garitano

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Era un ritual durante aquel verano. Todos los domingos bajábamos a la plaza Pombo. Bajo el brazo, como el que va a atracar un banco con la Thompson metida en el estuche del violín, una caja naranja de unas viejas botas Nike con nuestros cromos repetidos dentro. Todos rigurosamente ordenados y separados por equipos. Usábamos unos trozos de cartón con los escudos rudimentariamente dibujados a modo de pestaña entre cada equipo. Un cromo, cinco pesetas. Ese era el precio. Mi hermano y yo manejábamos aquella caja con la soltura y la destreza con la que un viejo bibliotecario revisa las fichas de sus libros prestados. Solo nos faltaban unas gafas de ver de cerca con una cuerda colgando a lo Marcelo Bielsa. Nunca llevábamos una lista con los cromos que nos faltaban. Teníamos un mapa mental del álbum con los huecos. Conocíamos todas las caras. Las que estaban y las que no. ¿Llevar una lista? Menuda ridiculez ¿Qué sería lo próximo? ¿Montar la sorpresa del huevo Kínder mirando las instrucciones? No. Éramos tipos duros. Nada de listas. Los detectives de las novelas pulp que yo leía a escondidas nunca llevaban un papelito con los sospechosos a los que perseguían. Conocían sus caras de memoria. Porque no les dejaban dormir por las noches.

Tenía 9 o 10 años y aquella colección de cromos de Ediciones Este (jamás Panini) era mi única preocupación durante el verano. No me importaban las chicas, no me importaba la música, no me importaba la piscina, no me importaban los dinosaurios tan de moda tras el estreno de Jurassic Park. Los mejores días eran aquellos en los que íbamos a ver a nuestra abuela Tea a Polanco y nos compraba una caja de cromos, ¡una caja entera!, en el quiosco del pueblo. Abríamos los sobres en el soportal de la casa, entre buganvillas y hortensias, con esa misma ansiedad que se tiene al intentar desabrochar a oscuras algún sujetador. Y rezábamos por algún cromo especial. Loriga escribió en "Héroes": Cuando tenía catorce años, todavía rezaba y le pedía a Dios una chica bonita. Jugábamos al fútbol todos los fines de semana y no siempre ganábamos. En realidad, nunca ganábamos. Bebíamos cerveza y le pedíamos a Dios una chica bonita. Teníamos corbatas pero no las usábamos, sabíamos muchas oraciones pero no las rezábamos. Sólo nos acordábamos de Dios para pedirle una chica bonita. Nosotros solo nos acordábamos de Dios para pedirle un cromo bonito. Un fichaje bis. Un Franck Passi. Un "Coloca a Bjelica en lugar de Nilson que ha causado baja". Un Grelak. Un Atila Kasak, maldita sea.

Pero durante aquel verano algo pasó en la plaza donde acudíamos a cambiar. Una burbuja en el mercado de los cromos similar a la crisis especulativa de los tulipanes que sacudió Holanda en el siglo XVII. Sucedió repentinamente, apenas de un día para otro. Una pequeña chispa que originó el incendio y ya nunca se pudo controlar. Un domingo cualquiera, un señor nos pidió 125 pesetas por Acosta, del Logroñés, fichaje n 32. Mi padre, claro está, se negó a pagar por un triste cromo esa astronómica cifra, propia de un país aquejado de hiperinflación. Y las negociaciones por Acosta se rompieron cuando apenas quedaban unos flecos para cerrar su incorporación. Nunca compres ni vendas un cromo por más de 25 pesetas, me advirtió más tarde volviendo a casa. Pero ya era demasiado tarde. La escalada en los precios era inaudita. Pronto la gente empezaría a pedir 50 y 75 pesetas por fichajes de segunda fila. Por un Biagini. Por un Maqueda. Recuerdo que hasta llegó al telediario de Antena 3 que alguien había pagado 1.000 pesetas por el cromo de Freddy Rincón, flamante fichaje del Real Madrid. Y mi madre viendo la televisión, morena, vaciando una lata de Coca Cola Light en un vaso, se preguntaba escandalizada si nos habíamos vuelto todos locos. La cuestión es que yo no podía competir con aquellos Abramovich de los cromos. Estaba fuera del mercado con el price cap impuesto por mi padre. Mi margen de maniobra era escaso. La única filántropa dispuesta a financiar mis delirios y que me mantenía en la carrera por acabar la colección era mi abuela. La severa advertencia de mi padre de jamás gastar (ni de cobrar) más de 25 pesetas en un cromo pendía sobre mí como una espada de Damocles. Había que correr riesgos. Buscar en los mercados secundarios.

Un día me acerqué donde un grupo de chicos mayores y bastante sospechosos que estaban sentados en un banco. Iba yo solo. Ellos tendrían 20 años. O a lo mejor solo 15, pero ya se afeitaban, que era lo importante. Me ofrecieron, con voz susurrante, un cromo especial: Ander Garitano en el Zaragoza. No me lo podía creer. ¡Si el MARCA había anunciado su fichaje procedente del Athletic de Bilbao solo 2 días antes! Pero ahí estaba, ante mí, entre las manos de uno de esos tipos: Ander Garitano luciendo radiante, como la virgen de Fátima, la elástica blanca del Zaragoza. Fichaje bis 11 me dijeron. Los muy hijos de la gran puta. A fuego lo tengo grabado. Y me pidieron 200 pesetas con prisas. No estaban dispuestos a negociar. Aún recuerdo los codazos entre ellos, las risitas por los bajini. Borracho de emoción por hacerme con Garitano, solté sin muchos regateos todas las monedas que había ganado esa mañana intercambiando cromos. Y me fui corriendo. Un poco por la emoción, un poco porque había quedado con mis primos para ir a la playa y ya llegaba tarde.

Mientras esperaba en el muelle a que llegara la Pedreñera, no podía dejar de mirar y remirar la nueva joya de mi colección, orgulloso como un pavo real de mi adquisición, deseando poder contárselo a mi hermano. Y alquilar una avioneta con una pancarta para anunciárselo a toda la playa. Fue entonces cuando me di cuenta de todo. Un calor insoportable me invadió el pecho de repente. Una angustia terrible me paralizó. Se hizo el silencio afuera como si me hubieran sumergido en una piscina. No podía ser cierto. Pero lo era. Vaya si lo era. Con horror, pude comprobar con mis propias manos cómo la cabeza de Garitano había sido recortada y pegada de nuevo, con la precisión de un neurocirujano, sobre el cuerpo de un cromo de Belsué. Del puto Belsué. Era el trabajo de un profesional. De un profesional del Mal. Sí, acababa de gastarme 200 pesetas, el equivalente a 40 cromos, en una burda falsificación. Y me hundí. Comprendí todo de golpe. Esas prisas por cerrar el trato. Los codazos en las costillas. Las sonrisas cómplices entre ellos. Me llevaron los demonios. No podía creer cómo había sido tan primo. Cómo no me olí la tostada. Qué imbécil había sido. Había fallado a todo el mundo. No estaba tan afectado desde la segunda liga que perdió el Real Madrid en Tenerife, cuando tuve que salir al balcón a que me diera un poco el aire mientras mi abuela pensaba que me iba a tirar de un ataque fulminante de tristeza.

Y así fue cómo, sentado en el muelle frente a la bahía, un cromo falso de Garitano me sacó a patadas de la infancia, haciéndome sentir como Martin en ese capítulo de Los Simpson en el que se le rompe su piscina y Nelson le quita el traje de baño, quedando desnudo frente a la suave caricia de la brisa veraniega, cantando con un hilo de voz casi inaudible el "Summer wind" de Frank Sinatra:

El viento estival / que vino volando / de la orilla del mar...

Tuve durante mucho tiempo aquel cromo en la mesita de mi cuarto. Como un recordatorio de las hienas que había ahí fuera esperando. De vez en cuando pienso en aquellos chicos. Me los imagino ahora calvos, con una camisa de manga corta, colocando acciones preferentes de Bankia a alguna viejita indefensa. O cumpliendo condena por alguna estafa inmobiliaria. Tengo la absoluta certeza de que, llegado el día, crearán una nueva planta solo para ellos en el infierno, como en "Desmontando a Harry" de Woody Allen.

Novena planta: falsificadores de cromos y estafadores de niños.

Pero no les guardo rencor. Aprendí mucho de aquello. Aprendí a leer siempre la letra pequeña. Aprendí que las desilusiones son fiestas sorpresa de disfraces que te haces a ti mismo y en las que el único que no va disfrazado eres tú. Puedo decir ahora, mirando hacia atrás, que fue una buena lección. No, definitivamente no les guardo rencor.

Tan solo espero poder ir algún día al entierro de cualquiera de ellos, dentro de 30 años tal vez, o de 40, acercarme al féretro para mostrar mis respetos y, cuando no mire nadie, pegarle el cromo de Garitano en la tapa del ataúd mientras lo van descendiendo.

Pero sin acritud.

 


Cosas que no quiero compartir con nadie

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Hace un par de años tropecé con un libro de Elvira Lindo en el que hablaba sobre sus sitios favoritos de Nueva York. Tropecé con él en el sentido más literal de la expresión. Habían colocado en La Casa del Libro un montón de ejemplares suyos apilados, muy ordenados, y yo me los llevé todos por delante como en una partida de bolos. Así que cogí uno de ellos por vergüenza y seguí andando hasta la caja, sin mirar atrás en mi huida, aprovechando que nadie me había visto salvo un niño al que dejé con el muerto encima esperando que le culparan a él. De vez en cuando sueño con que aquel niño se hace mayor y me empieza a enviar anónimos con letras recortadas de revistas: Sé lo que hiciste en la Casa del Libro.

COMO IBA DICIENDO, aquel libro se llamaba (y se llama) Lugares que no quiero compartir con nadie. Me lo llevé por accidente y terminó resultando una sorpresa muy agradable. Se trata de un libro al que estaré eternamente agradecido ya que gracias a él en un viaje a NYC pude conocer a la tarta de queso de mi vida (en un localito algo decadente llamado Veniero's, en el East Village, para los curiosos) y probé el mejor bagel de salmón a ese lado del Atlántico. Cosas importantes para mí.

Elvira Lindo avisaba que su libro era una trampa a sí misma porque a lo largo de sus páginas iba desgranando esos sitios especiales para ella y que, en el fondo, en su fuero interno, de forma egoísta, realmente no quería compartir con nadie. Sus parques, sus restaurantes, sus bares, sus librerías. Esos lugares que te quieres guardar para ti mismo y que no deseas que sean invadidos por extraños. Tu tesoro. Tu sanctasanctórum.

A mí me pasa algo parecido de vez en cuando. Hay canciones que me gustan tanto que no quiero compartirlas por temor a que se pongan de moda y que de pronto alguna marca horrible de coches comience a bombardearnos día y noche con sus anuncios horteras con algún JASP conduciendo muy deprisa por una carretera sinuosa con esa canción como banda sonora hasta conseguir que acabes detestando la canción, el coche, el JASP, la carretera sinuosa y tu propia vida.

Y me ocurre esto mismo con muchas más cosas que me gustan tanto que las quiero disfrutar yo solo, en un rincón, regodeándome en mi descubrimiento. Soy un poco como el Gollum con su anillo (aunque espero que no me imaginen escribiendo esto encorvado en una cueva, semidesnudo, con el pelo ralo y hablando de mí mismo en tercera persona).

Por esto, todos los viernes escribiré una nueva sección llamada #CosasQueNoQuieroCompartirConNadie sobre todas esas canciones, fotos, series, platos, películas, bocadillos, modas y cualquier otra cosa que por alguna razón me han hecho muy feliz durante la última semana.

Todas esas cosas que, en el fondo, no quiero compartir con nadie.

Las cosas que, como canta Calamaro, hacen tilín en el corazón.

 

UNO. Esta canción que escucho sin parar:

DOS. Este párrafo de Chandler:

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TRES. Vuelve Louie. Me encanta esta escena final con la guapísima Parker Posey poniendo caras en un capítulo. El amor era esto.

CUATRO. Esta canción triste y al mismo tiempo bonita tipo "Queda un largo camino a casa y acaban de disparar a mi caballo, pero mi chica todavía está a mi lado" como decían en las Chicas Gilmore.

CINCO. El nuevo cuadro que me hace compañía en mi despacho. De un fotógrafo de Portland llamado Robert Crum. El problema es que cada vez que lo miro me entran unas ganas terribles de atizarme un lingotazo.

Drinks

SEIS. El mockumentary The Trip to Italy. Un recorrido gastronómico por la Liguria, la Toscana, Roma, la costa Amalfitana, Ravello y Capri, con Steve Coogan y Rob Brydon a bordo de un Mini descapotable y el disco de Alanis Morrisette de 1995 sonando de fondo en bucle. Conversaciones de sobremesa, comida maravillosa, humor británico, paisajes increíbles y una visión inteligente de la vida. Ojalá se hicieran cosas así aquí.

SIETE. Ayer fue el cumpleaños de Marc Jacobs. Un sí rotundo a sus tatuajes random. Bob Esponja, un dibujo de los Simpson, un sofá (?), un M&M rojo, dos perros besándose, el logo de la revista Lui y muchos otros detalles importantes para un enfermo de la cultura pop como yo.

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OCHO. Este anuncio de uno de mis escritores predilectos, Bret Easton Ellis (American Psycho, Menos que Cero), con mis gafas de sol favoritas, las Persol. Caerán esas Typewriter.

NUEVE. Me encantan las fotos de gente tomando café. Esta semana he visto esta de Sharon Tate en una terraza de París en 1969.

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DIEZ. En una iniciativa bastante divertida con la gente de Canon y ELLE Gourmet, un servidor va a estar yendo por ahí con su nueva Canon fotografiando platos, copas y otros detalles sueltos que por cualquier razón peregrina hacen que sean mis sitios favoritos. Estoy emocionado con este proyecto pese al lamentable fotógrafo que soy. Pero la verdad es que me gusta ese toque retro de ir con mi cámara y dispararla solo en momentos muy puntuales, como Robert de Niro en El Cazador, en vez de estar con mi móvil todo el día en la mesa como si fuera un revólver. Volver a valorar las fotografías. Iré subiendo estas fotos en esta sección y en mi cuenta de Instagram (@guardiancenteno). La semana pasada ya estuve en uno de mis dos japoneses favoritos de Madrid, Kabuki. Vayan y prueben el tartar de atún picante con una copa de manzanilla. De Kabuki siempre me ha encantado en especial este cuadro de un atún pescado en Japón que hay en la entrada porque me recuerda a un amigo y es siempre el símbolo de que hay algo bueno esperándome en cuanto cruce la puerta.

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ONCE. Este libro de Eugenia de la Torriente, directora de Harper´s Bazaar. Por fin un libro sobre la elegancia masculina algo actual y que no parece escrito por un noble inglés del siglo XVII.

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Que tengan ustedes un buen fin de semana.

Y si tienen alguna cosa que no quieran compartir con nadie, no duden en contármela. Quedará entre nosotros.

#CosasQueNoQuieroCompartirConNadie

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Cosas que no quiero compartir con nadie #2

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Me siento particularmente orgulloso de esta entrada porque significa que es la primera vez que estoy cumpliendo mi palabra en todo el tiempo que llevo escribiendo este blog. Lo que dice mucho de vosotros y bastante poco de mí.

Pero aquí estamos, contra todo pronóstico. Nuevo viernes y nuevas cosas que no quiero compartir con nadie.

Escribía T.S. Eliot que abril es el mes más cruel. Puede ser cierto. Esta semana han muerto Günter Grass y Galeano, han caído tormentas inesperadas, hemos sobrevivido a la ida de un Atleti – Real Madrid de Champions, las chicas comienzan a estar morenas, las lilas se han puesto a florecer de forma descontrolada por el recorrido de pseudorunner que sigo por el Retiro y, mientras el mundo se derrumba, nosotros nos enamoramos. No, definitivamente no es un mes fácil.

Estas son esas cosas que, de algún u otro modo, me han hecho feliz esta semana:

UNO. Esto que me he encontrado surcando las procelosas aguas de ese océano llamado Instagram. Este niño es uno de los nuestros. Muy #CosasQueNoQuieroCompartirConNadie

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DOS. Este poema de T.S. Eliot

Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo
la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo
una pequeña vida con tubérculos secos.
Nos sorprendió el verano, precipitose sobre el Starnbergersee
con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos,
y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten,
y tomamos café y charlamos durante una hora.
Bin gar keine Russin, stamm'aus Litauen, echt deutsch.
Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque,
mi primo, él me sacó en trineo.
Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie,
Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos.
Uno se siente libre, allí en las montañas.
Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.

Y aquí el bueno de Bob recitándolo con su voz nasal:

TRES. Esto de Scott Fitzgerald. Big scale.

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CUATRO. Esta viñeta de la dibujante Connie Sun.

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CINCO. Esta canción de Iron & Wine que he rescatado de un cedé que debí grabarme en algún momento de mi vida. Las campanas del principio y la letra.

SEIS. Este libro: Harvard Square. Hacía mucho que no disfrutaba tanto leyendo. La historia que cuenta un padre de Alejandría a su hijo para tratar de convencerle de estudiar en Harvard como él. Querréis volver a vuestros días de universitario.

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SIETE. Ayer volví a ver Bande part. Aunque la más famosa es la escena del baile en el café que inspiró a Tarantino para Pulp Fiction, mi favorita siempre ha sido esa en la que van corriendo por el Louvre para batir el récord de la visita más rápida al museo (9:45 minutos). Me encanta ver a Franz patinando por el linóleo del Louvre. Todo muy CAF (Cool As Fuck), que es una expresión que he aprendido también esta semana y que planeo poner de moda a base de repetirla sin venir a cuento.

OCHO. Esta foto de Mia Farrow tomando café.

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NUEVE. Y esta otra de Jean Seberg, de 1957, durante el rodaje de "Bonjour Tristesse". Que realmente no sé si lo que está tomando es un café. Pero nos vale igual.

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DIEZ. Esta niña con su camiseta de Figo y sus Converse All Star que iba delante de mí el otro día camino del Bernabéu. Y no pisaba las rayas blancas de los pasos de cebra. Imposible molar más.

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ONCE. Esto que escribe el periodista musical Neil Strauss y en lo que he pensado bastante:

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DOCE. Esto del genial @amarilloindio

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TRECE. El cómic María cumple 20 años. Preciosa historia del día a día de un padre con María, su hija autista. Simplemente me ha encantado.

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CATORCE. ¡Patti Smith saca un nuevo libro! Aunque a juzgar por la foto de la portada ella no parezca tan entusiasmada como yo.

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QUINCE. Esta semana han operado del corazón por tercera vez a un buen amigo. Y todo parece haber salido bien. Siempre llevaba el pelo largo cuando estábamos en el colegio. Y cuando suena esta canción de los Burning, me acuerdo de él: "Dan las 6, sintonizo a los Stones / Recuerdos del pelo largo" . Aguanta fuerte, titán.

 

Espero que compartan algunas de sus cosas que no quieren compartir con nadie.

Que pasen ustedes un fin de semana CAF. Que sí, que lo voy a poner de moda. Ya lo veréis todos.

El guardián entre el centeno

 

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Cosas que no quiero compartir con nadie #3

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Nuevo viernes, nuevas #CosasQueNoQuieroCompartirConNadie.

Estas son las cosas que me han hecho feliz esta semana:

UNO. Saca nuevo disco Mikel Erentxun tras un susto importante de salud. Y he de decir que su single "El hombre que hay en mí" me ha parecido excelente. Y el vídeo tocando en la terraza del María Cristina de San Sebastián me encanta.

DOS. Este fin de semana volví a ver Birdman especialmente por los diálogos en la azotea del teatro que mantienen Emma Stone (suspiro de enamorado) y Edward Norton.

Emma Stone: ¿Qué te gustaría hacerme?

Edward Norton: Te sacaría los ojos de la cabeza. Los pondría en mi propio cráneo. Y miraría por ahí para poder ver la calle de la forma en que lo hacía cuando tenía tu edad.

Y he llegado a la conclusión de que Edward Norton es mi actor favorito. Del mundo y de la historia. Así que he hecho una especie de maratón de madrugada esta semana con mis películas favoritas en las que sale él: Las dos caras de la verdad (le descubrí con esta película), El Club de la Lucha, American History X y la infravalorada La última noche.

TRES. Esta (desternillante) conversación entre Stephen Hawking y John Oliver. Vaya dos grandes.

CUATRO. El libro del director del New Yorker, David Remnick. Imprescindible su perfil de Bruce Springsteen o sus crónicas desde Rusia.

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CINCO. Hablando de Springsteen, gracias al perfil de Remnick he recuperado esta canción suya del año 87 que tenía olvidada. Habla de alguien que lo tiene todo (casas por todo el país, Rembrandts, caviar sobre hielo) menos a la chica que quiere. Una canción autobiográfica de un Springsteen que andaba algo de bajón. Me encantan estas canciones así de directas, cortas y sinceras.

SEIS. Esta foto de Renata Adler con su característica trenza posando para Richard Avedon. Es una de mis periodista favoritas junto a mi queridísima Joan Didion. Y acaban de editar esta semana su clásico Lancha rápida en España.

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SIETE. Esta explicación sobre la importancia de leer novelas que da el escritor francés Frederic Beigbeder en una entrevista.

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OCHO. Mi guilty pleasure de la semana: Upside Down de Diana Ross. Lo sé. Valiente horterada. Pero llevo por algún extraño motivo toda la semana con la canción incrustada en mi cerebro como si fuera un hilo musical que solo puedo escuchar yo. Y creo que ya me gusta. Es más, me encanta. He visto por ahí una versión en YouTube del Festival de San Remo del año 93 que ya es droga dura y no me he atrevido a poner por aquí. Upside down, boy you turn me...

NUEVE. Publica nuevo libro Mario Testino con Taschen: SIR. Más de 300 fotos de hombres elegantes y carismáticos: David Bowie, Mick Jagger, David Beckham (aquí somos muy de David), Colin Firth, Jude Law, George Clooney...

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DIEZ. Esta #fotocafé de Olivia Palermo.

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ONCE. Este diálogo en "Adiós, muñeca", de Chandler, del que estuve hablando el otro día con mi amigo Rodrigo. Andamos muy marlowescos últimamente. Ojalá poder ir soltando frases así por la vida. Y llevar sombrero y revólver.

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DOCE. Este vermú. Háganse con una botella para casa o pídanlo en los bares. Cosa fina. Creado por un barman italiano, Giancarlo Mancino, siguiendo la receta de su abuela. Me lo sopló Ángel, el gran barman del Club Matador.

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TRECE. Los dibujos del gran Christoph Niemann cada domingo hechos a partir de objetos cotidianos. Me fascinan. Ya recomendé su libro Abstract City hace tiempo. Un genio.

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CATORCE. Ya les comenté que voy a estar visitando algunos de mis restaurantes favoritos gracias a Canon en una acción conjunta con ELLE Gourmet. Hoy en día, todos captamos muchísimas fotos, demasiadas tal vez, con cámaras y, sobre todo, con otros dispositivos como smartphones. Sin embargo, lo cierto es que las fotos tomadas con smartphones pueden no dar la calidad que nos gustaría (en la pantalla del móvil puede parecer que están perfectas pero, a la hora de ampliar o imprimir, por ejemplo, la calidad no es todo lo buena que te daría una cámara de fotos). Se ha perdido ese ritual de hacer una foto buena. Por ello, es importante que las fotos que nos importan (momentos destacados de nuestra vida, viajes o LA MEJOR TORTILLA DE PATATAS DE MADRID) estén realizadas con una buena calidad. Recientemente me sorprendía ver a una amiga a la que le encanta sacar fotografías  (y que tiene muy buen ojo para esto) haciendo fotos con el móvil e incluso con el iPad, que todavía es peor la calidad y más molesto para todos (nota: basta sacar iPads en conciertos, cansinos, que no vemos nada).

Así que agarré mi flamante Canon y a mi amigo Félix y estuvimos dando vueltas buscando la mejor tortilla de Madrid. Y, de momento, va ganando la tortilla de Betanzos de Taberna Pedraza. Y hemos probado muchas. MUCHASHace poco escribía por algún lado que el debate con cebolla o sin cebolla me parece muy estéril. Una guerra civil sin sentido. A mí lo principal que me importa en una tortilla es que se desangre como si viniera de un tiroteo. La quiero líquida. Y la de Taberna Pedraza es muy líquida.

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Vayan y prueben esta tortilla. Si creen que la pueden mejorar (y no vale hablar de tortillas de madre y/o abuela), si creen que conocen una mejor, avísenme y compartan esa información.

QUINCE.  Este tema de Blake Mills: "Don´t tell our friends about me"

DIECISEIS. Estas fotos de Marisa Berenson con turbante para Slim Aarons.

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Que tenga un buen fin de semana

Y no duden en compartir conmigo esas cosas que no quieren compartir con nadie más.

 

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Cosas que no quiero compartir con nadie #4

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Viernes festivo. Y aquí estoy, dándole a la tecla. Pero les di mi palabra de actualizar cada viernes. Y como diría Al Pacino en Scarface: "Todo lo que tengo en este mundo son mi palabra y mis pelotas, y no las rompo por nadie".

Con perdón.

Al lío.

Las cosas que me han hecho feliz esta semana. Las cosas que no quiero compartir con nadie:

UNO. Leo que Sarah Jessica Parker anuncia nueva serie para HBO. Sin ser yo muy fan de su personaje Carrie Bradshaw, ella me cae francamente bien. Me parece una mujer inteligente, rápida, atractiva (poderosa napia, siempre un punto para mí) y tiene sentido del humor. Y me gusta su risa. Este vídeo yendo a por café con el gran Jerry Seinfeld es una buena muestra.

Y ya aprovecho para recomendar encarecidamente este programa de Seinfeld: Comedians in Cars Getting Coffee.

DOS. Esta foto de Andy Warhol tomando café en el Hotel Pierre de Nueva York.

29 May 1981, Manhattan, New York City, New York State, USA --- Andy Warhol drinks a cup of coffee while sitting in the dining room of New York's Hotel Pierre. --- Image by © Robert Levin/CORBIS

29 May 1981, Manhattan, New York City, New York State, USA — Andy Warhol drinks a cup of coffee while sitting in the dining room of New York's Hotel Pierre. — Image by © Robert Levin/CORBIS

TRES. Esta canción de Ani DiFranco. Un must en cualquier lista de Spotify sobre rupturas, dramas sentimentales y venganzas.

CUATRO. Cena muy agradable en Punto MX. Pedimos varias mezcaliñas, maravilloso cóctel a base de mezcal blanco, sirope de agave, lima y jengibre. Dos personas a las que admiro mucho me hablan del cuento corto de Hemingway: Los Asesinos. No lo conocía. Me lo apunto en el teléfono y lo leo en la cama al llegar a casa (pese al exceso de mezcaliñas). Me encanta. Al parecer, Hemingway estaba en Madrid para ver una corrida de toros un día de mayo en el que nevó (sí, en Madrid nevaba en mayo por lo visto). Al suspenderse el plan, se fue al Palace, pidió una botella de algo y escribió este magistral cuento del tirón. Aquí se puede leer íntegro (en un castellano algo porteño). Puro cine negro.

Te dejaremos con vida. Hoy es tu día de suerte, muchacho. Deberías apostar a las carreras.

Han hecho varias adaptaciones al cine del relato. Tal vez esta con Ava Gardner y Burt Lancaster sea la mejor de las que he visto hasta el momento.

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CINCO. Y hablando del Palace. Y de cócteles. Hace poco me encontré una edición del año 49 de un libro fantástico sobre cócteles escrito por Jacinto Sanfeliu, mítico barman del Palace. Hojeando las páginas del libro, me topé de casualidad con un cóctel a mi nombre. Tras la sorpresa inicial, caí en la cuenta de que era un cóctel dedicado a mi abuelo. Me acerqué al Club Matador y le pregunté a Ángel si me lo podía preparar. Mientras lo bebía con mi amigo Jabo, me hizo una ilusión bastante tonta esa extraña conexión con mi abuelo, tantos años después, a través de un cóctel.

A tu salud, abuelo.

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Jugo de medio pomelo, el de media naranja, una copita de Gin Gordon's, una cucharadita de azúcar.

SEIS. Empiezo a ver la serie The Comedians. No es nada del otro mundo pero veo que me sigue haciendo bastante gracia Billy Cristal. De momento voy 3 capítulos.

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SIETE. Una lectora me recomienda a raíz de los dibujos de Christoph Niemann echar un vistazo a la cuenta en Instagram del diseñador Rafael Mantesso (@rafaelmantesso) y la serie de fotos que tiene con su perro Jimmy Choo, un bull terrier bastante fotogénico. Y la verdad es que me han encantado.

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OCHO. Esta semana se ha conocido el trailer de la nueva película de Woody Allen. Con Emma Stone y Parker Posey, tal vez dos de las actrices favoritas. Esto me hace extremadamente feliz.

NUEVE. La sopas de Chuka Ramen. Muy buenas. Picantes, ojo. Pero muy buenas. Y ya se puede reservar, por cierto.

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DIEZ. La letra de esta canción sobre una pareja de feos me hace bastante gracia:

She's got a laugh that's louder than her pants
She might never walk a runway or do a pole dance
She's one cloud and some wings from bein' an angel
And who knows we might make
Something beautiful

ONCE. Me paso por el Thyssen para volver a ver la exposición de Dufy. Leo que su lema en la vida era "lujo, calma y voluptuosidad". Tipo listo este Dufy. La exposición es muy agradable. Colores, ventanas abiertas, terrazas, mar, palmeras...

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Me gustaría ir al Prado la próxima semana. Me da vergüenza no recordar la última vez que fui. Tengo amigos de países remotos que lo conocen mejor que yo y eso que está a 10 minutos de mi casa. A veces pienso que los museos son como la vajilla buena que solo sacamos cuando vienen invitados de fuera.

DOCE. Esto del dietario de Enrique Vila-Matas.

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Buen fin de semana. O puente. O lo que sea.

Y no compartan cosas con nadie.

 

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Cosas que no quiero compartir con nadie #5

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Las #CosasQueNoQuieroCompartirConNadie de esta semana:

UNO. Mi coche favorito de todos los tiempos es el Golf Cabriolet blanco descapotable (manualmente) con matrícula de Santander que tenía mi madre. Estaba la parte de atrás siempre llena de balones de fútbol. Y sonaba en bucle una cinta que mi padre grabó a mi madre con canciones de la Creedence, Dire Straits y Bruce Springsteen. La radio estaba estropeada y no podíamos sacar aquella cinta así que estuvo sonando sin parar durante años y años. Me encanta ese coche y sueño con el día en que Volkswagen fabrique un modelo igual pero modernizado, con dirección asistida, airbag, cierre centralizado y, sobre todo, cambio automático (me temo que ahora mismo no me acordaría bien de cómo conducir un coche con cambio manual). Siempre que voy por la calle y veo un modelo como aquel, hago una foto y se la mando a mi madre. Ella dice que ni se acuerda del coche porque vive en su universo paralelo de despistes y olvidos. Pero me da igual. A mí siempre me hace absurdamente feliz encontrarme con uno y poder ir aumentando mi colección.

Miss you

DOS. Leo mientras desayuno esto que escribe Dani Shapiro, una escritora que me cae especialmente bien:

"Un amigo recientemente escribió en su cuenta de Instagram: Prefiero ser el chupito de whisky de alguien que la taza de té de todo el mundo. Gasto mucha energía tratando de ser la taza de té de todos, esto es, intentar gustar a todo el mundo, y a) no es divertido, y b) no funciona. Apostaría a que todos hemos hecho algo así en algún momento de nuestras vidas tratar de convertirnos en una especie de pretzel de esos que gustan a absolutamente todo el mundo y también apostaría a que las raíces de esto se encuentran en algún lugar de nuestra infancia/juventud. ¿Quién fue el primero que nos hizo pensar que había algo averiado en nosotros que necesitara ser reparado? Esas lesiones, pequeñas o grandes, son las que nos marcan. Y solo la percepción de nuestro propio valor es la única manera que tenemos de procesar las críticas y el rechazo, es decir, coger aquello que nos es útil, constructivo, y pasar del resto".

TRES. Me escribe A. y me comenta que si le puedo echar una mano con su discurso de graduación. Mientras pienso qué diablos puedo aportar yo de la vida a unos chicos recién licenciados, me acuerdo de uno de mis discursos favoritos: Haz buen arte, de Neil Gaiman.

CUATRO. Tras dar vueltas a esto del discurso, voy a nadar un rato. Siempre es algo que me aclara bastante la cabeza. Antes de llegar a la piscina, me paso por una librería. Y, curiosamente, me encuentro con una edición preciosa del discurso de Neil Gaiman publicada por la editorial Malpaso. Una maravilla. Lo interpreto como algún tipo de señal, así que me lo llevo. Y me acuerdo de un amigo que tiene una editorial muy pequeña (aunque excelente) y que siempre que publica un libro raro que van a leer cuatro gatos me escribe: Tengo una golosina de libro que te va a encantar.

Desconozco cuánto venderá este libro pero me encanta que siga habiendo locos publicando golosinas como estas con tan buen gusto.

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CINCO. Mi guilty pleasure semanal: mi segunda canción favorita de Madonna (¿Quién no tiene un ranking de canciones favoritas de Madonna? ¿No? ¿Estáis muertos por dentro?) es Material Girl. Y ahora ando obsesionado con esta versión que hacen los de Walk Off Earth cuyo vídeo no puedo dejar de ver (aunque me angustia un poco ver a una chica tan embarazada ejecutando ciertos movimientos y cabriolas).

SEIS. Juega el Real Madrid las semifinales de la Champions. Estoy histérico. Compro guacamole, una botella de Riesling, jamón serrano, totopos, crema agria, pistachos y anacardos. Creo que me habría salido más barato comprarme un billete a Turín e ir a verlo ahí. Pero da igual. Lo divertido es la preparación. La anticipación. Los nervios. La previa. Escribirme con mi padre. Hablar con los amigos. El fútbol, al final, es lo de menos.

SIETE. Ha perdido el Real Madrid. Me quiero morir. Retiro todo lo anterior.

OCHO. Este monólogo de Kumial Nanjiani sobre cómo se esforzaba para hacerse el guay en el colegio. Lágrimas de risa.

NUEVE. Saca nuevo disco EELS. Tal vez una de mis bandas preferidas. En directo desde el Royal Albert Hall de Londres.

DIEZ. La #fotocafé de la semana me llega por Twitter. Dicen que es té. Pero nos sirve igualmente. Cualquier cosa con Natalie Portman y Scarlett Johansson nos sirve. Cualquier-cosa.

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ONCE. Salgo a cenar con un amigo gallego. Me lleva a un sitio muy pequeño a comer pulpo y marisco. Hay una foto del Superdepor colgada de una pared. Mientras me peleo con las pinzas y el centollo como si estuviera matando un osos con mis propias manos, me acuerdo de esto que escribía Iñaki Uriarte en sus diarios y con lo que me siento terriblemente identificado.

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DOCE. Las fotografías de Alex Prager. Y Alex Prager en general. Al ver lo de Alex siempre había asumido que se trataba de UN fotógrafo. Y resulta que es UNA fotógrafa. Una fotógrafa guapísima, por cierto. Y con cierto parecido a Emma Stone. Mi plan es ir comprando todas sus fotografías en subastas y luego acabar casándome con ella. En las comedias románticas siempre funcionan este tipo de cosas.

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Cosas que no quiero compartir con nadie #6

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UNO. Esta portada del último disco de Tom Waits

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DOS. Lawrence Wright, escritor premio Pulitzer:

Hace mucho tiempo decidí que en mi vida solo y exclusivamente haría cosas muy importantes o cosas muy divertidas. Lo cumplo a rajatabla.

TRES. Este vídeo del stroke Albert Hammond Jr. Cuanto más lo veo, más me enamoro de ella.

CUATRO. Mi guilty pleasure semanal es esta indescriptible horterada de canción. La escuché de casualidad el lunes mientras me probaba unos pantalones vaqueros en uno de esos infernales probadores, y ya no me la puedo sacar de mi cabeza. No sé qué clase de impulso suicida me lleva a confesar y a dejar por escrito este tipo de perversiones mías. Pero admito, en fin, que cuando suena esta canción de título, ejem, algo explícito, me pongo de bastante buen humor.

Y hablando de esta canción de dudoso gusto y de Albert Hammond Jr: hace un tiempo vi este vídeo del batería de los Strokes, Fabrizio Moretti, con precisamente Albert Hammond Jr. Me alegra comprobar que no soy el único cretino al que le gusta escuchar esta canción en bucle:

CINCO. Un amigo se va de viaje a París y, hablando con él de la ciudad, me ha vuelto a apetece releer París no se acaba nunca de Enrique Vila-Matas. Como si yo fuera el que se va de viaje. Subrayo esto:

Todo se acaba, pensé. Todo menos París, me digo ahora. Todo se acaba menos París, que no se acaba nunca, me acompaña siempre, me persigue, significa mi juventud. Vaya a donde vaya, viaja conmigo, es una fiesta que me sigue. Ya puede acabarse este verano, que se acabará. Ya puede hundirse el mundo, que se hundirá. Pero mi juventud, pero París no ha de acabarse nunca.

Y esto también:

Ningún hombre puede impedir que el pájaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que sí puede impedir es que anide en su cabellera.

SEIS. Esta semana se ha celebrado el Festival de Cannes. Esta foto de Hitchcock en Cannes en 1972 me encanta. Ir un año a ver películas a Cannes es uno de esos planes que tengo apuntados en mi Bucket List para hacer antes de morir.  Y tomar un croissant con Emma Stone. O con Cate Blanchett. O con las dos.

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SIETE. Y esta foto de Sir Michael Caine promocionando Alfie en Cannes también es digna de elogio.

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OCHO. Tras varias búsquedas infructuosas por fin he podido conseguir algo que estaba buscando desde hacía mucho tiempo: una primera edición de "El guardián entre el centeno". Se la he comprado a un anticuario de Miami (tal vez el último lugar del mundo en donde buscaría un anticuario). Jamás he sido una persona excesivamente mitómana. Nunca fui de autógrafos, ni me hago fotos con gente a la que pueda admirar, ni creo mucho en todo ese tipo de cosas. Pero sí que me fascinan los libros antiguos y las primeras ediciones. Y me han pasado tantas cosas divertidas en mi vida gracias a este libro (y a este blog, y a estos lectores) que me hacía especial ilusión poder hacerme con una primera edición. Le debo mucho a Holden. Qué menos que esto.

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Es un submundo de lo más curioso este de las primeras ediciones. He estado unas 423 veces a punto de ser timado durante la búsqueda de este ejemplar. Pero uno acaba aprendiendo. Por si sois curiosos, estos son los requisitos innegociables de una primera edición de El guardián entre el centeno:

– Publicado por Little, Brown and Company.

– La portada la del caballo del tiovivo.

– Tiene que poner  "FIRST EDITION" en la página de copyright, no en otros sitios.

– El precio de $3.00 en la solapa principal.

– La foto de Salinger en la contraportada.

– Ninguna mención a que es un libro del Mes del Club de Lectura.

NUEVE. Esta foto bebiendo café de Paul McCartney

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DIEZ. Y esta, ay, de Carla Bruni.

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ONCE. Ayer vi "Perdición" (1944) de Billy Wilder. El guión es una obra de arte de Raymond Chandler (por el que ganó un Oscar) y un carrusel de frases legendarias. Una de las películas favoritas de dos genios: Woody Allen y José Luis Garci.

DOCE. Esta canción es maravillosa. No es muy conocida y creo que ni siquiera ha salido en versión CD. Pero tiene uno de los títulos más geniales que he escuchado en mucho tiempo para describir a ese tipo de personas que solo hablan de ellas mismas. Esa gente que siempre tiene en la boca yo, yo, yo, y después, yo. "Your I's are too close together". Esta es una de las cosas que nunca he querido compartir con nadie. Hoy es un buen momento para hacerlo.

TRECE. Esta introducción de "Mujeres que viajan solas" de José Ovejero.

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CATORCE. Esta semana se ha despedido un grande: David Letterman. Esta presentación de "Miracle" de Foo Fighters con la historia de su hijo esquiando creo que describe perfectamente su estilo: humor ágil, inteligencia y un cierto barniz casi imperceptible de sensibilidad.

 

Cosas que no quiero compartir con nadie #7

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UNO. Esto:

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DOS. Nada me gusta más durante estas calurosos días cuasiveraniegos que salir a correr ya de noche por el Retiro, y dejar que me mojen los aspersores como si fuera un perro o Mourinho corriendo por el Camp Nou. El frescor que viene de los árboles. El olor a hierba mojada. Pasar la mano por los arbustos húmedos.

TRES. Mi nueva canción favorita: "Whole Wide World". De 1977. Con uno de los mejores arranques que he escuchado sobre medias naranjas y medias langostas. Engancha más que la nicotina. O que el helado de macadamia de Hagen Dazs.

When I was a young boy
My mama said to me
There's only one girl in the world for you
And she probably lives in Tahiti

Or maybe she's in the Bahamas
Where the Caribbean sea is blue
Weeping in a tropical moonlit night
Because nobody's told her 'bout you

Bonita, ¿eh?

CUATRO. Es curioso lo que pasa con algunas canciones. Sucede como cuando aprendes alguna nueva palabra en inglés y, de pronto, comienzas a verla por todas partes. Con las canciones me pasa lo mismo. Descubro una que me gusta y la empiezo a escuchar hasta cuando estoy en el probador de una tienda. De pequeño pensaba que estas coincidencias eran guiños de Dios en plan "A mí también me gusta esta canción, tío". Esta semana estaba viendo una película, "Stranger than fiction" y la última cosa que esperaba era encontrarme a mi querido bufón Will Ferrell arrancándose a cantar esta canción. Pero ahí estaba. Y lo hace muy bien. La escena, por cierto, es bastante bonita:

CINCO. El otro día estaba trasnochando para ver el último partido de las finales de la NBA (malditos Warriors), cuando vi durante los anuncios del descanso en Canal+ este genial corto de los Monty Python. Creo que es una de las cosas que más carcajadas me ha arrancado recientemente. Y hacerte reír a las 4 de la mañana es algo que entraña bastante mérito.

¡Tienes la cabeza llena de novelas y poemas! ¡Vienes cada noche apestando a Chteau Latour!

SEIS. Bueno, esto de la simpar Amy Schumer sobre la ardua tarea de superar a un ex también me ha hecho reír como una hiena histérica.

SIETE. La #FotoBebiendoCafé del día. Siempre Carla.

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OCHO. Y esta otra #FotoBebiendoCafé me la ha mandado una amable lectora pero no sé muy quién es la estupenda señora. Acepto pistas.

 

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NUEVE. La letra de esta canción de Greg Holden me ha emocionado bastante. Me estoy ablandando:

DIEZ. Este párrafo de tipo duro y piernas bonitas. Ojalá ser detective privado, llevar sombrero y poder decir cosas así:

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ONCE. El secreto de la vida (y de las fiestas):

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DOCE. Las cosas se pueden decir bien, mal o con estilo.

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TRECE. "Las cosas buenas llegan para aquellos que esperan". Ando muy obsesionado con este anuncio de 1998. Con el slogan, con la cita del Capitán Ahab de Moby Dick, con el repentino silencio, con los caballos de Neptuno... Es una auténtica genialidad (lamento que la calidad no sea la mejor del mundo pero es la única versión que he encontrado con subtítulos)

Aquí en una versión de más calidad, extendida y mejorada:

CATORCE. Dios mediante, el próximo post lo publicaré desde Nueva York.

Seguiremos informando.

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La importancia de dar las buenas noches

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1. Mi casa estaba en el 55 de Wall Street. El edificio fue construido en 1842, poco después del gran incendio de Nueva York. Luego fue adquirido por la casa Cipriani, donde abrió uno de sus restaurantes en la planta baja. El edificio tiene una terraza muy agradable, con un patio rodeado de columnas de estilo jónico (sí, he tenido que googlearlo) donde banqueros, brokers, amantes, secretarias, agentes de real estate y bon vivants se juntan para tomarse al mediodía un bellini de Cipriani con el que atemperar los nervios mientras la batalla se libra en la calle. A mí, en cambio, lo que me gustaba era atizarme un dry martini en esa terraza al atardecer, entre las 7 y las 8, bajo esa luz mágica que te descarga de tensiones, viendo cómo las frenéticas calles del distrito financiero se iban vaciando poco a poco hasta convertirse en un barrio residencial.

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2. La calle de Wall Street y aledaños se cierra por la noche al tráfico, convirtiéndose en una agradable zona peatonal con más seguridad que el Vaticano. Colocan en varios puntos estratégicos distintos coches patrulla y se activan rampas, supongo que para disuadir a insensatos de la tentación de hacer un alunizaje en la Bolsa de Nueva York o de intentar un atraco y escapar en moto como Bane en la última de Batman. Locos siempre hay.

3. Todas las noches había apostado un coche patrulla debajo de mi casa. Durante las calurosas noches de verano, los policías, sin demasiado que hacer, salían del coche y hablaban de beisbol y chicas, apoyados en el capó, mientras daban largos sorbos a sus vasos de poliestireno llenos de café de Dunkin' Donuts. Un policía me dijo que era injusta esa fama que tenían de comer tantos donuts, un falso mito. El estereotipo, me explicó, se debía a que el café de Dunkin' Donuts era el mejor de la ciudad (cream & sugar, chico) y sus locales estaban abiertos siempre a cualquier hora. De ahí la asociación al verles siempre con bolsas y vasos de DD cuando estaban de guardia.

Había una pareja de policías recurrente a la que solía ver a menudo bajo mi casa: uno pelirrojo, con el pelo alborotado y manos mantecosas; el otro, negro, alto, con brackets y mirada lánguida tras unas gafas de ver de Persol de carey. Me hacía bastante gracia escucharles discutir vehemente sobre temas tan dispares como Alex Rodríguez, el calor, el mejor spot del lago Saratoga para pescar un black bass, Kobe Bryant o las Kardashian. Siempre que volvía algo achispado de madrugada, pasaba delante de ellos fingiendo entereza y les saludaba haciendo que me levantaba un sombrero imaginario justo antes de entrar al portal. Ellos respondían levantándose sus viseras y deseándome buenas noches. Se convirtió en nuestro ritual.

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4. El día antes de volver a Madrid, entré en un Century 21, una de esas horribles grandes superficies atiborradas de gente. Mi pobre y vieja maleta había salido por la cinta de equipaje del JFK como si le hubiera atacado un puma en la bodega del avión, así que necesitaba una nueva. Mi idea original había sido aprovechar la ocasión para darme un viejo capricho y hacerme con una Rimowa en la tienda de Monocle. Esas maletas siempre me han parecido el equipaje propio de alguien muy cosmopolita y viajado. Pero entre el alquiler, mis excesos neoyorquinos y los precios desorbitados de Monocle, la operación se presentaba bastante ruinosa. Tendría que conformarme con algo más económico. Por eso me encontraba, contra mi voluntad, en la sección "Travel & Luggage" del monstruoso Century 21 de la calle Fulton, buscando algo barato.

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5. Comprar maletas es una situación bastante absurda si te detienes a pensarlo. No sabes muy bien en qué cualidades fijarte para llevar a cabo tu elección. Observas las ruedas como si estuvieras examinando los dientes de un caballo para tu granja. Luego le das un par de pataditas supongo que para comprobar su resistencia y estabilidad ante situaciones de violencia extrema. Y cuando te ve la dependienta, con cara de niño de la selva en mitad de la civilización, te hace todo tipo de preguntas técnicas como si tuvieras un doctorado en maletas: ¿La quieres con válvula de compensación? ¿Y geolocalizador? ¿Las ruedas pivotantes? ¿Mango telescópico? ¿El material de la carcasa ignífugo? 

Rodeado de tantas maletas de distintos tamaños, uno enseguida pierde la escala y la perspectiva de lo que realmente anda buscando. Se te embota el cerebro como ocurre con el sentido del olfato cuando estás probando perfumes. Pese a todo, localicé una Samsonite gris metálico muy rebajada y de un tamaño enorme, suficiente para meter cómodamente un cadáver sin necesidad de descuartizarlo. Se lo comenté a la dependienta. No se rió con mi broma. El neoyorquino siempre ha sido un público muy exigente.

6. Pagué y me fui con mi desproporcionada maleta-armario rodando por las calles de Nueva York, esquivando a los cientos de turistas que subían y bajaban por Wall Street. Mientras arrastraba la maleta, iba pensando en lo que decía Casciari sobre la paradoja ruedas-maletas.

Nunca se descubre nada a tiempo, siempre tarde. Pienso en la valija con rueditas, quizá el invento más útil del siglo veinte, pero también la prueba de nuestra desidia. Porque la rueda se inventó al final del neolítico, y la valija común en el año 726. Entonces, ¡catorce siglos estuvimos llevando las valijas en la mano, habiendo ruedas! ¿Por qué tardamos tanto en ponerle bolitas redondas a la valija, si las dos cosas separadas existieron siempre? Lo dicho: nos esconden la felicidad hasta último momento.

7. Antes de subir a casa, paré en la puerta de un Starbucks justo enfrente de la Bolsa para chupar de forma vampírica y parasitaria su WiFi. Mientras comprobaba las estupideces pertinentes en los grupos de whatsapp y borraba varios mails, me entró una llamada de un número desconocido. Me puse a hablar y dejé la maleta algo desatendida. Total, no llevaba nada de valor en ella. Al finalizar la llamada, me di cuenta de que, inmerso en el fragor de la apasionante conversación con mi banco, me había puesto a andar y estaba alejado de forma considerable de mi maleta. Alrededor de ella se había formado un enorme vacío. Como si acabara de impactar un meteorito y hubiera volatilizado a todos los turistas que hacía un momento pululaban a su alrededor. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Diez minutos? ¿Máximo quince? Enseguida tuve la certeza inmediata de que algo no iba bien. Odio cuando eso ocurre. Y es algo que me sucede bastante a menudo. Notaba cómo los turistas reparaban en mi maleta gris sospechosamente abandonada en la puerta del Starbucks, cuchicheaban algo a sus seres queridos, y salían huyendo de ahí a paso ligero. Poco a poco, fui acercándome disimuladamente con la intención de recuperar mi maleta, rodeada de un cordón de seguridad invisible, y salir huyendo.

Y entonces se formó la gozadera.

8. Antes de poder llegar a mi maleta y hacerme humo calle abajo silbando, tal y como era mi improvisado plan de huida, aparecieron cuatro policías visiblemente alterados soltando códigos por la radio sujetas con velcro al hombro. Rodearon mi maleta con suma precaución. Como si fuera un león herido.

Si bien los americanos son un poco alarmistas, los hechos de por sí eran bastante irrefutables como para elevar el estado de alerta: había una maleta nueva de un tamaño suficiente como para volar medio Manhattan y parte de New Jersey abandonada en la puerta de un Starbucks justo a la entrada de la Bolsa de Nueva York.

Raymond Chandler decía que era uno de esos bebedores que salían a por una cerveza y se despertaban en Singapur con una barba de diez días. Yo soy de los que salen a por una maleta y acaban cumpliendo condena en Guantánamo.

9. Cuando me aproximé a ellos, me animaron a no acercarme demasiado a la maleta. La gente les miraba con curiosidad y recelo desde una distancia prudencial. Podríamos decir que la situación se puso un poco tensa cuando les dije, agitando mi ticket de compra, que, ejem, yo era el dueño de esa maleta.

En mi defensa he de decir que soy lo suficientemente inconsciente como para manejarme con cierta frialdad en momentos tensos. Es uno de esos defectos que se convierten en virtudes. Me quedo tan bloqueado que parezco tener la situación bajo control. Nada más lejos de la realidad. Una vez vi un documental sobre la serpiente Hognose, completamente inofensiva y sin veneno, que cuando se ve amenazada por un depredador, se pone en posición de ataque, mostrando colmillos para intimidar. Cuando ya ve que su farol no funciona, cae fulminada al suelo y se hace la muerta repentinamente. Yo soy esa serpiente. Cuando las cosas se ponen feas, me hago el muerto. Al menos cerebralmente. Me pongo muy pálido, respondo con monosílabos y parezco inofensivo a la par que no especialmente espabilado.

¿Es esta su maleta, señor?

Yes, officer. (Me había preguntado un policía latino en perfecto castellano pero yo respondí en inglés como para hacer la pelota y subir nota)

No parecían muy convencidos.

En esas apareció mi "amigo" policía pelirrojo, alterado también. Tenía el rostro colorado a parches. Me reconoció enseguida y se le puso esa inconfundible cara de qué-puto-circo-es-este. Lo que me alegró ver a ese mantecoso rojizo salpicado de pecas no puedo ni explicarlo. Le saludé con tal efusividad que parecía que hubiéramos ido al colegio juntos desde pequeños en un pueblecito en Iowa. Cuando le puse atropelladamente al tanto de la situación, llamó a sus compañeros a la calma e hizo un apartado para explicarles que yo era vecino de la zona. Un vecino un poco lerdo, sí, pero un vecino inofensivo. Yo mientras tanto seguía agitando el ticket de mi compra como si me estuviera despidiendo de un barco en el muelle con todos mis seres queridos a bordo.

10. Se me acercó un policía gordo y me dijo que abriera la maleta delante de ellos. Hubo un poco de emoción porque, por supuesto, no logré abrirla durante un rato (tenía un sistema de apertura tan sofisticado que aquello parecía la puta caja fuerte del Bellagio y no me lo habían explicado en la tienda). Tras cerciorarse de que estaba vacía y de que yo tan solo era un poco torpe, me dejaron marchar. Sin deportarme, algo que es de agradecer.

Es posible que, sin las gestiones de mi amigo pelirrojo, todo se habría podido complicar mucho más. Algunas noches me pongo a pensar en ese escenario y me desvelo de la pura angustia.

Cuando me fui de ahí, le hice a mi amigo el gesto de levantarme el sombrero. Él me lo devolvió. Y luego hizo el gesto de quitarse sudor de la frente con el dorso de la mano.

Se llamaba Danny, por cierto. Precisamente como el policía irlandés de "Cualquier otro día", una de mis novelas favoritas.

No le volví a ver.

11. Hoy, llenando de nuevo esa misma maleta para otro viaje, me he acordado de esta historia. Me gustaría decir que aprendí una valiosa lección de la experiencia, pero hace dos semanas me volví a dejar olvidada una maleta en la estación de Sants. Y mi cartera en el coche de un amigo. Y la tarjeta de crédito en un restaurante en Malasaña. Que me acabo de acordar que todavía no he ido a buscar, por cierto. Soy de aprendizaje lento. Y muy despistado. Tiendo a complicarme la vida de la forma más absurda posible. Como aquella otra vez en Barcelona. Podría tomar mejores decisiones, sí. Incluso alguna inteligente para variar. Pero sigo dejándome jirones de ropa por las esquinas de la vida. Y hasta me gusta. No me refiero a crear falsas alarmas terroristas. Pero sí que creo que si me fijara más en esas cosas, posiblemente me perdería otros detalles en los que otros no reparan. Si ahora empezara a ser menos despistado sería como operarme la nariz: no me reconocería. Me gustan los problemas. No existe otra explicación.

Eso sí, ahora le doy las buenas noches a todo el mundo con el que me cruzo: taxistas, policías, barrenderos, vecinos, árboles o perros. Uno nunca sabe cuando ser mínimamente educado te puede sacar de problemas serios.

Por un 2016 lleno de líos. Ustedes ya me entienden.

 

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Todo el mundo vive en Melrose Place

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El otro día estaba enfrascado en medio de un maratón de mi última serie favorita, Master of None, cuando vi una escena en la que me quedé pensando largo y tendido, con la mano apoyada en el mentón y cara de estar reflexionando muy intensamente sobre la vida, tal y como posan los escritores en sus columnas de los periódicos. Que parecen todos versiones de "El pensador" de Rodin.

En el capítulo en cuestión, Aziz Ansari (me encanta cuando nombre y apellido empiezan por la misma letra) está en su casa con un amigo pensando en ir a comer algo. Tras largas cavilaciones, se deciden finalmente por unos tacos. Los tacos, como París, siempre son una buena idea. Pero no quieren unos tacos cualquiera. No, señor. Quieren los mejores tacos de Nueva York. Y lo dice con tal pasión que recuerda a lo que Billy Wilder le soltó a Raymond Chandler poco antes de encerrarse a teclear juntos el guión de 'Perdición': Vamos a escribir la mejor película de esta puta ciudad.

Así que los dos amigos se lanzan decididos a la búsqueda de los tacos perfectos: consultan todos los artículos tipo "Los 25 mejores tacos de NYC", repasan los rankings de la revista Time Out, rastrean blogs de gastronomía, cotillean en varias apps, leen críticas en foros especializados, husmean en Twitter y preguntan a varios amigos foodies. Tras la intensa búsqueda, por fin dan con el food truck de los tacos perfectos al que se dirigen hambrientos como lobos. Pero para cuando llegan, el tipo del camión se ha quedado ya sin tortillas. Han tardado demasiado tiempo en tomar la decisión. No tacos, no party.

En ese momento, di al botón de "Pause", mi mano adoptó esa posición antinatural bajo mi barbilla como de escritorzuelo ilustrado y miré al horizonte de mi cuarto por encima de la pantalla del portátil. Interesante.

Porque me pareció una metáfora perfecta de nuestra generación. La historia de nuestras vidas. Tenemos tal cantidad de información a nuestra disposición que a veces hasta nos genera problemas a la hora de tomar decisiones. Somos un océano de conocimiento de un centímetro de profundidad.

Y entonces comprendí el porqué del título de la serie: Aprendices de todo, maestros en nada.

Solo había tardado unos 10 capítulos en caer en la cuenta.

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Epifanías aparte, me sentí muy identificado con esa situación. A veces queremos afinar tanto el tiro, queremos que encaje todo tan a la medida, que perdemos el oremus. Siempre que me pongo a ver una película en casa, por ejemplo, tardo mucho en decidirme. PERO MUCHO. Me meto en Rotten Tomatoes, leo críticas, artículos, pido asesoramiento en Twitter, veo trailers, y paso por las cuatrocientas películas del catálogo  a mi disposición, hacia delante y hacia atrás, recreándome en esa especie de harén cinematográfico que tengo entre Netflix, Apple TV y Yomvi. Y lo que acaba pasando es que, cuando me quiero dar cuenta, me han dado las 2 de la mañana, no he empezado a ver la película todavía, por alguna confusa razón estoy en YouTube viendo un vídeo de una anaconda engullendo a un cocodrilo y las palomitas ya se me han quedado frías (esto de las palomitas es una especie de metáfora; odio comer palomitas viendo una película y lanzo miradas torvas en el cine a los que las comen a mi lado).

Me ocurre lo mismo cuando quedo a cenar con amigos y parece que estuviéramos eligiendo nuevo papa en vez de restaurante. Disponemos de tanta información al alcance de la mano que nos parece una temeridad precipitarnos eligiendo a tontas y a locas cualquier sitio para cenar. Simplemente odio ir a un restaurante caro y malo tan solo por no haberme tomado la molestia de investigar antes.

Nos obsesiona acertar continuamente con todas las decisiones que tomamos. Hemos desarrollado tal fobia al fracaso, por insignificante que este sea, que nos bloqueamos a la primera de cambio. Y el problema es cuando esto ya no solo se reduce a cuestiones nimias como la de los tacos (aunque acertar con los tacos a mí me parezca una cuestión bastante seria). Es todavía peor cuando se extiende a decisiones importantes. A las relaciones. O a un cambio de trabajo. O a la compra de una casa. O a operarte de la vista.

Por mi forma de ser, que jamás estoy seguro de nada de lo que hago, me da pavor comprometerme con alguien y luego descubrir que me encanta otra persona que acabo de conocer. Y acabar divorciándome 6 veces. Que sería algo muy mío, por otra parte. Con lo mal que se me da a mí todo el papeleo y la burocracia. O temo un escenario peor todavía: no llegar a conocer nunca a esas otras personas que me estoy perdiendo en universos paralelos.  Y así me paso la vida. Paralizándome ante cualquier cruce de caminos.

Pero no hablemos tanto de mí. Volvamos a la serie.

Poco después de la tragedia de los tacos, el protagonista asiste junto a su novia a la boda de unos amigos. Y cuando está escuchando esos votos tan cursis que suelen pronunciar los novios americanos en sus bodas, le empieza a entrar una angustia existencial muy woodyalleniana. Le invaden unas dudas terribles similares a las del momento de los tacos. Tiene tantas posibilidades abiertas ante sí, tantos caminos paralelos por andar, que cree que nunca sabrá si está haciendo lo correcto.

La incertidumbre es el cáncer de la Bolsa y de las relaciones. (BOOM. Oliver Stone, te presto esto para Wall Street 3).

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A mí esto de atravesar dudas existenciales en mitad de las bodas es algo que también me ocurre a menudo. Así que luego salgo de las iglesias pálido, trastabillándome con los bancos y con el gesto descompuesto, buscando la barra de mojitos como si me hubiera dado una bajada de azúcar. Mi pesadilla más recurrente (junto a la de que todavía me falta un examen de la carrera por aprobar, algo que me atormenta aproximadamente cada tres días) es que me tengo que casar con alguien a quien acabo de conocer. Y está toda la gente esperando fuera y yo sé que estoy cometiendo un gravísimo error. Y ya no puedo parar nada. Y tengo la horrible sensación de ser un miserable. Y de hacer miserable a la otra persona. A la que acabo de conocer y que me tendría que dar igual, pero bueno. Soy el Capitán Angustia.

Sobre todo, nos angustia no ser tan felices como lo felices que deberíamos ser.

Somos una generación moldeada por Facebook, Instagram y las películas. Que se cree realmente que el resto de la gente es tan feliz como muestra en sus fotos. Que Los Otros, esa especie de tribu rival a la que espías desde tu isla solitaria con un catalejo, se quieren tanto como se esfuerzan en demostrar a base de emoticonos, fotos y declaraciones de amor eternas. Y no solo eso: creemos que hemos de aspirar a eso. Que merecemos esa felicidad realmente inalcanzable. Y no existe. Porque todos nos hemos vuelto publicistas de nuestras propias vidas. Nos vendemos a los demás del mismo modo que un creativo publicitario argentino te vende un BMW, la colonia Armani a la que teóricamente huele ese actor guapo o las NIKE que ya usabas hace 12 años. Ahora todo el mundo vive en Melrose Place. O en Pleasantville. La cuestión es que no nos hemos dado cuenta todavía de esto. O no lo tenemos del todo interiorizado.

Hace poco estaba viendo la tele con un amigo que me comentaba no entender por qué en los anuncios de los coches siempre aparece esa aclaración en letra pequeña de "Imágenes grabadas en un circuito cerrado".

¿Qué se creen, que pensamos que eso es verdad?

¿Que pensamos que ese Audi puede hacer todas esas cosas?

¿Que no sabemos que hay un piloto profesional conduciendo eso?

Y luego ese mismo amigo es el que se arranca la piel a tiras cuando aspira a llevar la vida de otros en Facebook,  cuando se muere al ver a su exnovia feliz con otro como si vivieran en un anuncio de turismo de las Bahamas o cuando le entra complejo de inferioridad al ver que el tonto de su colegio es CEO y Co-Founder de una startup rimbombante tan solo porque lo pone en LinkedIn. Y se lo cree todo. Y no se da cuenta de que es tan absurdo como lo del ejemplo del coche. Que tal vez también deberían empezar a incluir leyendas como las de "Imágenes grabadas en un circuito cerrado" justo debajo de las fotos que se cuelgan en Facebook o Instagram para que dejáramos de hacer el tonto.

FOTO FELIZ EN UN FESTIVAL

(No le está gustando el concierto, odia esta música, le duelen los pies, no entiende lo de los putos tokens y desearía estar ya en casa) 

FOTO HAMBURGUESA #YUMMY #BURGER 

(La hamburguesa es del compañero de mesa. Ha pedido una ensalada. Ha hecho una hora de spinning esta mañana )

FOTO EN UNA HAMACA CON UN "AQUÍ, SUFRIENDO"

(Realmente está sufriendo)

La semana pasada me tomé un café con una señora que me dijo que, tras tres matrimonios fallidos, se consideraba una "náufraga sentimental". Lo primero que pensé es que "Náufraga Sentimental" era un título fabuloso para una canción. Algo así como el reverso tenebroso de "Cuando zarpa el amor" de Camela. Si es que puede existir tal cosa como un reverso aún más tenebroso que Camela. Luego pensé que también sería una buena línea de diálogo de Humphrey Bogart en Casablanca.

¿Cuál es tu nacionalidad?

Naúfrago sentimental

El caso es que me encantó la ligereza con la que me hablaba de sus fracasos. No trataba de ser una Don Draper de su vida. No tenía afán por venderme lo guay que era a cada frase. Me recomendó un libro: Mis traspiés favoritos, del ensayista Enzensberger, Príncipe de Asturias, que de joven estuvo afiliado en las juventudes hitlerianas hasta que le echaron (no sé qué tiene que hacer uno para que le echen de las juventudes hitlerianas). A veces consuela ver que otros cometieron errores más graves.

Tengo un amigo muy sentimental. Aunque no lo aparenta. Porque nunca hablamos de estas cosas. Hablamos de Zidane, de rutinas del gimnasio, de la mejor ensaladilla rusa, de Los Simpson, de la caída del petróleo, de zapatos  o de la política exterior de Panamá. Yo qué sé. De lo que sea, menos de este tipo de cosas. Siempre le digo que tenemos un Vertedero Emocional. Una especie de pozo sin fondo, a kilómetros de profundidad en nuestro interior, al que arrojamos todos nuestras dudas tóxicas, penurias sentimentales, errores, miedos y paranoias para que nunca, bajo ninguna circunstancia, salgan a la superficie. Y cerramos herméticamente las compuertas. Tal vez no sea muy sano. Luego saldrán Godzillas de ahí, claro.

Siempre que pienso en mi Vertedero Emocional, me lo imagino como el Pozo de Darvaza, también conocido como la Puerta del Infierno (nombre mucho más comercial, dónde va a parar). Está en el desierto de KaraKum, en Turkmenistán. Se trata de un enorme cráter, lleno de gas, que lleva ardiendo sin parar desde los años 80.

No importa lo que ahí tires; todo arde.

Y seguirá ardiendo.

door to hell

Creo que esta noche cenaré tacos.

Voy a buscar un segundo dónde están los mejores de Madrid.

Nos leemos.

 

El guardián entre el centeno

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